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Cómo sobrevivir al apocalipsis de 2047: Jenny Offill y el auge de las autoras del ‘no future’

‘Clima’, la última novela de la autora de ‘Departamento de especulaciones’, se suma a la nueva oleada literaria que ahonda en el desconsuelo existencial femenino en tiempos de incertidumbre.

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«Se acabaron las campañas publicitarias, las recogidas de fondos, los mensajes obligatorios de esperanza. Ahora, me dice, todo lo que desea es irse a vivir a un lugar tranquilo y oscuro. En griego, retirarse a vivir en el desierto se dice anacoresis»

Jenny Offill, Clima

«El trabajo va muy bien, pero todo indica que vamos al fin del mundo». Lizzie Benson piensa mucho en esta frase que escuchó a un científico. También que, puestos a imaginarnos un futuro, el sur de Argentina sería el mejor lugar para criar a su hijo. Al estar tan cerca de la península Antártica, sabe que será allí donde se establecerán las colonias de supervivientes al desastre. Lizzie Benson ha aprendido que una lata de atún puede servir como vela durante varias horas siempre que haga un pequeño agujero en la tapa y enrolle un papel de periódico de unos siete centímetros hasta formar una mecha. Que es importante llevar chicles encima para reactivar la moral después de la catástrofe. Que se puede sobrevivir tres horas sin un refugio adecuado en condiciones muy duras, tres días sin agua y tres meses sin esperanza. Una desconocida una vez le dijo que al llegar a los 50, las mujeres empezaban a borrarse y que a partir de entonces nadie les presta atención. Ella todavía no tiene 50, pero ya siente que se está borrando. También cree que su pareja piensa que se ha vuelto «otra de esas chaladas apocalípticas».

Lizzie Benson es la protagonista de Clima, la última y esperada tercera novela de Jenny Offill (Massachussets, 1958) que acaba de editar en castellano Libros del Asteroide con traducción de Eduardo Jordà. La autora de Departamento de Especulaciones vuelve a la escritura fragmentada para narrar la historia de una bibliotecaria de Brooklyn sumida en el síndrome de impostora, con un hermano yonqui desastroso y cuya monótona existencia pega un vuelco cuando comienza a trabajar como asistente para una antigua profesora convertida en podcaster de éxito por su información sobre el cambio climático y flirtea con un reportero de guerra nómada.

Con una precisión que se mueve entre la anécdota/cita aislada altamente viralizable y la profundidad de un drama cómico sobre el absurdo existencial que invade a un primer mundo hiperconsciente, repentinamente, de su fragilidad, Offill retrata sin necesidad de un estilo directo la desesperanza y el zumbido apocalíptico y de guerra inminente que nos abruma. Esa sensación que ya percibíamos en el ambiente mucho antes incluso de la irrupción del coronavirus, cuando la polarización política, el auge de la ultraderecha y la emergencia climática nos sumieron en un estado de duermevela agónico en el que ni despertábamos para pasar a la acción directa ni éramos capaces de dormir a pierna suelta. Offill sabe que llevamos demasiado tiempo sin hacer nada pero pensando mucho sobre nuestra maldición lista para autocumplirse. Que nos hemos apuntado voluntariamente a técnicas de tortura militar para creernos más presentes. QUe vivimos en un mundo donde todos presumimos de dormir menos porque, como dice Lizzie, «el insomnio se ha vuelto una especie de medalla de honor. Una prueba de que estás atento».

Colocadas y agotadas en el sofá

«Jessica se repetía a sí misma que no debería sentirse culpable por escaquearse de sus amigos para quedarse sola en casa, ponerse ciega y atiborrarse. Lo sentía como una decisión consciente, no como una reacción extraña y antisocial ante el estrés y la presión»

Halle Butler, The New Me

Jenny Offill no está sola en esta visión catastrofista, angustiosa y entregada a la piedad química y narcótica para calmar la angustia existencial femenina contemporánea. Su protagonista recurrirá a las benzodiazepinas para evadirse de todo («Venga, venga, apaga la luz. Vete a dormir. Tengo Zolpidem, pero quiero las otras drogas, las que te alegran la vida»), pero no con más frecuencia que las nuevas heroínas literarias del desapego femenino. Mujeres, que como Lizzie, no vislumbran un futuro (ni presente) prometedor, que reniegan del progreso porque han dejado de creer en él, alérgicas al optimismo y sumergidas en el nihilismo como mecanismo de supervivencia. Mujeres que se empastillan, se colocan solas en casa, se ponen ciegas de vino sin más compañía que la imagen y sonido de un televisor descomprensivo al que se entregan agotadas. Mujeres aplastadas por la ansiedad, rendidas a la falsa ilusión de recompensa personal, de descanso y aislamiento químico que les ofrecen sus cuatro paredes.

«En mi corazón sabía –esto era, quizá, lo único que sabía entonces mi corazón– que cuando hubiese dormido lo suficiente estaría bien. Me renovaría, renacería». La protagonista sin nombre de Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019), fenómeno literario y de culto femenino por la extraña identificación de las lectoras con su angustia existencial –algo que, curiosamente, horroriza por las implicaciones que tiene a su autora, Ottessa Moshfehg–, también se pone fina de todo lo que pilla. Miente a su psiquiatra para que le recete mysoline, risperdal, zolpidem, valium, orfidal, benadryl, nyquil, lunesta o temazepam. Se atiborra de química para aislarse de todo y quedarse grogui durante un año en el sofá mientras suenan de fondo cintas en VHS de los 80 protagonizadas Whoopi Goldberg.

«Como pizza, me duermo con la televisión puesta, me despierto con la tele puesta, una y otra vez, sola y solitaria, como si disfrutase con ello. Lo hago de forma intencionada, obvio. […] Veo series en las que nadie ve la tele, ellos nunca revisan el correo electrónico porque sí. Ellos siempre están preocupados por algo real, siempre tienen un problema que solucionar. Me dejo llevar. Ellos son yo, yo soy ellos». Esta no es una frase de Mosshfehg, pero podría. Es de Halle Butler (Illinois, 1985), muy en la órbita mossfehghiana, inexplicablemente todavía sin traducir al castellano y quizá la autora que mejor ha radiografiado, de forma terroríficamente cómica, el vacío existencial de la precaria creativa millennial agonizante y absurdamente caprichosa frente a la rueda del neoliberalismo.

En The New Me (Weidenfield & Nicholson, 2019), Butler dibuja a una protagonista, también sin nombre, una treinteañera obsesionada con el dinero para completarse («Tendría amigos si tuviese dinero, sería más fácil: podría ir al gimnasio, salir a cenar, ir a la sesión matinal cuando todo el mundo está de resaca»)  y que simula su llanto en su sofá al acabar la jornada («Estoy fingiendo. Waahhhhhh, pobre de mí, pobre de mí, pero esto es lo que quería, sentarme aquí y que nadie me juzgue»). Una joven hastiada que pasa sus ratos libres, cuando no está en un bar barato con una amiga a la que odia secretamente, fumando maría en un bong y alternando palomitas y helado en chándal desde su sofá mientras pone a caldo en su cabeza a sus compañeras de oficina aspiracionales y con mejor sueldo. Jóvenes obsesionadas con vestir todas esas marcas instagrameables de influencers a las que pagan para que chicas sin seguidores deseen esas marcas, ultraeficientes como para hacerse tuppers para toda la semana y obsesionadas con cumplir los objetivos del cuentapasos de su iPhone. Dice odiarlas, pero ansía su aprobación y ser exactamente igual que ellas.

La parálisis y desconexión femenina en el sofá no solo pasa en la treintena. Las boomers tampoco andan satisfechas. «Después de una jornada laboral de ocho horas, la caja más cara de vino de Chablis que venden en Vinmonopolet era lo único que conseguía relajarme de verdad. Además, tirarme en el sofá con la boca entreabierta mientras en la pantalla iba pasando un capítulo tras otro era lo único de lo que tenía ganas en realidad», dice Elin, la doctora adúltera de Estado del Malestar (Gatopardo, 2020). La novela de Nina Lykke, convertida en libro del año en Noruega con el premio Bage y que acaba de publicarse en España, ahonda en una sátira donde su protagonista, insatisfecha pese a disfrutar de todas las ventajas del estado del bienestar, se ve atrapada viviendo en su consulta y durmiendo en una triste butaca de Ikea tras una aventura con un antiguo conocido. Elin también vivía anestesiada. Todas aisladas buscando refugio en sus cojines mullidos y con una copa hasta los topes para creer poder resistir otra jornada más.

Rebelarse contra el cuerpo: la fantasía de desaparecer

«¿Eres una de esas personas que hace como si nada cuando en realidad está a punto de tirar su vida por la borda y desaparecer?»

Alexandra Kleeman, Tú también puedes tener un cuerpo como el mío

«Si antes eran todos miedos terribles, un segundo después todo se ha convertido en apatía total», escribe Offill en Clima. Ese desapego del drama, esa desconexión consciente que estas autoras inyectan a sus heroínas no está exenta de ataques, a veces más sutiles y otros más directos, a la tiranía de la hipervigilancia corporal femenina. La protagonista de Clima siente un «ligero escalofrío» cuando una extraña le dice que a partir de cierta edad se pierde valor al perder la belleza, pero también vive como un práctico triunfo el hecho de subir a un bus y pasar desapercibida, fundirse con el fondo, por haber dejado de ser joven y atractiva.

Las nuevas autoras del desconsuelo no son ajenas a la tiranía de los cánones y examinan con su particular lupa a una sociedad estancada. La protagonista de Mi año de descanso y relajación es tan atractiva que causa una envidia enfermiza a su mejor amiga por poder ponerse hasta arriba de carbohidratos y no engordar ni un gramo. En The New Me, y pese al abandono constante a la pizza, patatas fritas y al alcohol, su protagonista vive obsesionada en un estado de ansiedad recurrente por perder peso y así conseguir la validación de los demás. Elin, la protagonista de Estado del Malestar, se autovigila en el espejo para que sus «anestesias nocturnas» del vino más caro del súper no sean visibles al resto y así seguir dejándose llevar cada noche («Aún era guapa, al menos para mi edad»).

Quién mejor ha explorado esta vertiente antiutópica y asfixiante sobre nuestro presente, centrándose en la extrañeza del cuerpo y cómo nos escondemos a través de artificios y chucherías evasoras es Alexandra Kleeman (Berkeley, 1986). En Tu también puedes tener un cuerpo como el mío (Gatopardo, 2020), explora la vida de A, una joven a la deriva en un mundo plagado de supermercados idénticos, donde la gente se abstrae del presente enganchándose a esquizofrénicos realities de parejas o anuncios de pastelitos coloristas e infantiles, donde las mujeres idealizan los productos de cosmética y los hombres viven bajo la epidemia del trastorno del padre desaparecido (o TPD). Hombres supuestamente felices que abandonan su hogar y a su familia modelo de anuncio de un día para otro para aparecer meses después desorientados y sin saber dónde han estado. Sectas que prometen hacerte olvidar tu pasado y destruir el presente. Una sociedad de fantasmas donde algunos aceptan ponerse sábanas con agujeros en los ojos para simbolizar así esa fantasía de supervivencia resignada sin necesidad de cataclismos climáticos para la transformación personal.

Kleeman apuesta por una lúcida distopía, lo de Offill es más realista. En un momento de Clima, la protagonista pregunta a Sylvia, la podcaster para la que trabaja como asistente, a dónde debería llevarse a su hijo y a su pareja si la emergencia climática asola Nueva York en 2047 tal y como está previsto. Sylvia responde: «¿De verdad crees que puedes protegerlos? ¿Y en 2047? «Pues entonces», dice mientras pide otra copa de vino, «hazte rica: muy, muy rica».

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