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Por qué la adicción al trabajo es la única socialmente aceptada

Según las expertas consultadas, «el principal problema de la adicción al trabajo es que ni siquiera se considera una adicción y no lo vemos con un problema que está tapando otros problemas».

Julianna Margulies interpretando a Alicia Florrick en 'The Good Wife'.
Julianna Margulies interpretando a Alicia Florrick en 'The Good Wife'.Cordon Press (©CBS/Courtesy Everett Collectio)

“Yo lo que quiero es que estudies, que tengas una carrera, que no dependas de nadie”. Esta cita interpretada por Natalia de Molina en la película de Pilar Palomero, Las niñas, es probablemente una de las escenas que mejor resume el deseo de toda una generación de mujeres, aquellas que hicieron todo lo posible para que sus hijas pudieran optar a un futuro cualificado que les abriera las puertas de la independencia económica que ellas no tuvieron.

Las mujeres nacidas en los 80 y 90 crecimos con el ideal de progreso en el horizonte y la certeza de que si estudiábamos y trabajábamos duro podríamos ser tan exitosas como Ally McBeal, Alicia Florrick (The good wife) o Carrie Bradshaw. La narrativa presente en las ficciones femeninas de principios de siglo dibujaba un estereotipo donde la identidad y la valía de las mujeres se construía en torno a su papel en el sistema capitalista.

Así, mientras McBeal echaba más horas que un reloj para demostrar que era algo más que una abogada que acudía a los juicios en minifalda, Bradshaw escribía su columna donde fuese y a cualquier hora. No importaban los horarios. Ella nos enseñó que si querías ser una columnista reconocida debías pasar las noches escribiendo frente a una ventana.

La capacidad adquisitiva de ambas protagonistas, junto a una independencia económica que les permitía vivir en el centro de grandes ciudades, funcionaba como una especie de status de mujer joven emancipada que interpelaba directamente a las espectadoras adolescentes que habían crecido con el claro objetivo de ser económicamente independientes. El subtexto estaba claro: si querías prosperar económicamente y alcanzar la ansiada autonomía debías convertir el trabajo en tu vida.

Cuando somos jóvenes trabajamos gratis porque necesitamos demostrar nuestro talento a cambio de un futuro contrato laboral. Cuando no somos tan jóvenes seguimos trabajando de más porque no queremos quedarnos atrás en el caso de tener hijos y, a los 48 años, cuando deberíamos estar tranquilitas y disfrutando de todo lo conseguido, seguimos haciendo méritos porque no podemos permitirnos que después de tantos años dejándonos la piel, vengan y nos echen porque el departamento necesita una visión más fresca. Vamos, que el mercado nos expulse por considerarnos demasiado viejas.

“El principal problema de la adicción al trabajo es que ni siquiera se considera una adicción. La mayoría de las veces la gente dice ‘soy workaholic’ con una sonrisa en la cara. Es más, en el sistema actual, se valora positivamente que, además de tener un trabajo remunerado en una empresa, tengas proyectos profesionales en los que invertir tu tiempo libre. Por eso la adicción al trabajo no se define a sí misma como tal. La sociedad no la ve como un problema con el que tapamos otros problemas, sino como todo lo contrario: lo vincula a la idea de éxito”, apunta Jara Pérez, psicóloga especializada en terapia sistémica y transfeminista.

Si a los referentes consumidos a lo largo de las últimas dos décadas, sumamos el contexto de precariedad laboral en el que llevamos sumidos desde la crisis del 2008, tenemos el caldo de cultivo perfecto para desarrollar una relación tóxica con el trabajo. El temor a perder ese contrato indefinido que tanto nos ha costado conseguir nos lleva a decir que sí a una reunión fuera de horario, a coger el teléfono en fin de semana y a lanzar unos stories de trabajo a las nueve de la noche.

Los datos recogidos en el informe Inserción laboral de los egresados universitarios elaborado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades son meridianos: las mujeres optamos a menos contratos indefinidos que los hombres, trabajamos más a jornada parcial y vivimos con salarios más bajos. Según datos del INE, el sueldo medio de las mujeres es un 16% menor que el de los hombres, lo que se traduce en un total de 358 euros menos de independencia todos los meses.

Decimos que sí a todo porque preferimos ser adictas al trabajo y vivir enganchadas a la tila alpina antes que vernos sin autonomía para tomar nuestras propias decisiones: “Tenemos muchísimo miedo a la dependencia económica. Desde niñas nos han vendido que tenemos que ser independientes porque hasta hace nada las mujeres no teníamos ni siquiera acceso a una cuenta de banco. Por eso, cuando tenemos que hacer frente a un período de vulnerabilidad económica como un despido, una baja o un ERTE, se activa en muchas de nosotras el temor a perder esa independencia económica. Y, aunque conscientemente confiamos en que nuestras parejas no aprovecharan nunca nuestra vulnerabilidad para ejercer un poder sobre nosotras, la historia de abusos hacia las mujeres es tan grande que en el momento en el que nos sentimos dependientes se nos vienen todos esos miedos encima”, reflexiona Jara Pérez.

Tenemos tal pavor a perder nuestro poder económico que en algunos casos continuamos creyendo que la meritocracia rompe el techo de cristal y dinamita la brecha de género. Seguimos echando horas de más porque la cultura capitalista, ahora extendida también a las redes sociales, ha tatuado en nuestro subconsciente que nuestra identidad se construye en torno a los logros alcanzados en la esfera laboral.

“Por socialización de género, históricamente, el valor de las mujeres ha sido construido sobre los cuidados y, ahora, con la liberación a través del mercado laboral, el curro es algo que también nos da validez. Sin embargo, cuando nuestra identidad se anuda necesariamente a la carrera profesional, ponemos en juego mucho más que la independencia económica, lo que hace que al final acabemos convirtiéndonos en marcas. Si nuestro trabajo falla, nos quedamos con la sensación de que nuestro capital social no es válido”, añade Jara Pérez.

Las redes sociales fomentan que nos definamos a través del trabajo

Autoras como Remedios Zafra (El entusiasmo) o Jenny Odell (Cómo no hacer nada) aseguran que desde la llegada de las redes sociales cada vez es más complicado escapar de la narrativa que vincula el trabajo a la identidad. Vivimos en un contexto donde ponemos nuestra profesión en el perfil de Instagram y utilizamos una red social de búsqueda de empleo incluso cuando ya tenemos uno. LinkedIn no solo blanquea la adicción al trabajo, sino que fomenta aún más la narrativa aspiracional en torno al mismo. Te envía notificaciones y emails para que no te despistes porque nunca sabes cuándo puede salir una nueva oferta laboral mejor que la que tienes.

Y, del mismo modo que mirar Fotocasa o Idealista nos lleva a proyectar nuestra vida en esas viviendas que no podemos pagar, cuando entramos en un proceso de selección comenzamos a visualizar cómo sería nuestra vida si nos cogiesen para ese puesto tan demandado y bien pagado.

Nos imaginamos llegando a la oficina vestidas de Cos y utilizando la suscripción a Wetaca que regala la empresa. Pensamos en vivir más despreocupadas porque gracias a la retribución flexible las listas de espera de los hospitales no nos afectarán. Pensamos que por fin lo hemos conseguido, ¡que el éxito nos ha llegado después de tanto esfuerzo individual!

En ese preciso momento, estamos atrapadas. El capitalismo ya nos ha conquistado.

Sin embargo, si en una analogía a la cultura del meme el poder adquisitivo de las protagonistas de Sexo en Nueva York es lo que pides por Aliexpress y la de Marnie, Jessa, Hannah y Shoshanna en Girls lo que te llega, en el mundo real, las expectativas alimentadas por el blanqueamiento capitalista de las redes sociales también nos juegan una mala pasada. Nadie nos cuenta que ese trabajo que sobre el papel parecía acercarnos al ideal de mujer exitosa consumido durante décadas, en muchas ocasiones, tiene un coste personal altísimo que se apellida Diazepam.

Y como no somos Carrie Bradshaw, Ally McBeal, ni tampoco la publicista de Valeria, no iremos a tomar un Cosmopolitan al salir de la oficina a las nueve y media de la noche. Probablemente, la mayor parte de las veces caminaremos directas al Carrefour Express a comprar una bolsa de canónigos y una tarrina de Humus para cenar con cuatro regañás.

De ahí que no sea de extrañar que el consumo de ansiolíticos y benzodiazepinas sea una consecuencia directa de la adicción al trabajo. Las estadísticas confirman que duplicamos a los hombres en el consumo de psicofármacos. Según los expertos, como estamos sometidas a una mayor carga somos más proclives a la ansiedad o la depresión.

Conscientes de que la adicción al trabajo y a los psicofármacos van casi de la mano, Nerea Pérez de las Heras y Olga Iglesias han escrito Cómo hemos llegado hasta aquí, una obra de Teatro que se representa en el Teatro del Barrio de Madrid y donde reflexionan sobre cuál es el precio vital que pagamos las mujeres por caer rendidas ante las falsas promesas del capitalismo.

Así, en un inteligentísimo ejercicio por ironizar con la idea de realización personal y los animales mitológicos en los que se personifica la autoexplotación laboral, en una escena de la obra, Olga Iglesias interpreta a una concursante del rosco de Pasapalabra que opta a ganar un bote de 750 euros al que habría que restarle la cuota de autónomos.

Como bien refleja la escena anterior desde la ironía más cruda, la idea de éxito que nos mueve a seguir siendo adictas al trabajo no solo no tiene nada que ver con el ideario meritocrático que hemos comprado desde niñas, sino que además no alcanzarlo poco o nada tiene que ver con nuestra valía personal. Mas bien se trata de una consecuencia más del problema estructural que vivimos las mujeres en el mercado laboral: cobramos menos por hacer lo mismo, lo que nos lleva inevitablemente a tener menor poder de decisión. Son lentejas. Si quieres las tomas y si no las dejas.

“Para mí la autoexplotación nace de una necesidad de compensar con más trabajo la sensación de falta de oportunidades. Creo que tengo que trabajar el doble para conseguir la mitad de lo que consiguen los hombres” comparte Olga Iglesias, guionista de Cómo hemos llegado hasta aquí y añade que lleva especialmente mal el ego masculino de quienes toman las decisiones.

Sin embargo, por mucho que las circunstancias nos inciten a correr de una oportunidad laboral a otra cual hámster en una rueda, Jara Pérez señala que debemos hacer frente a la ruptura de expectativas que supone darnos cuenta de que, quizás, ese puesto de responsabilidad por el que tanto llevamos trabajando lleva el nombre de Jose Luis y no el nuestro.

“Darnos cuenta de que la meritocracia no existe es un duelo más de la vida adulta de una mujer. Tenemos que asumir que esa idea no existe. Seguir comportándonos como si fuera real solo hará que el sistema siga poniéndonos la zanahoria delante como si realmente pudiésemos alcanzarla. Intentarlo una y otra vez a pesar de que se hayan roto nuestras expectativas de éxito es lo que nos conduce al burnout. Quizás todo pase por comprender que necesitamos nuevas estrategias: desvincular nuestra identidad del capital o, al menos, darnos cuenta de que no todo vale en pro de seguir ahí, de que somos válidas más allá del ámbito profesional”, concluye Jara Pérez.

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