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Valeria Napoleone, ojo de mecenas

Desde Londres, esta coleccionista italiana es el cheque en blanco que firma la supervivencia de más de un joven artista.

Valeria Napoleone
Jorge Monedero

Nada más entrar en la casa de Valeria Napoleone, el visitante se topa con un par de lenguas gigantes sujetando una aceituna. Se trata de una escultura de la artista estadounidense Martha Friedman, parte de la colección de esta italiana afincada en Londres. Coleccionista y mecenas, Napoleone considera que «la entrada da la bienvenida a mi mundo y no me apetece llenarla de muebles», explica.

Y es que en este luminoso piso de Kensington Gardens, con los duques de Cambridge y embajadores varios como vecinos, lo que verdaderamente importa es el arte. Los muebles minimalistas se reducen a ser funcionales y toda la atención se dirige a las llamativas piezas que convierten su hogar en lo más parecido a una galería viva.

Como su colección, el ropero de Valeria está construido de manera poco sistemática, mediante corazonadas. Si encuentra algo que le gusta, lo compra en varios colores… le atraen sobre todo los estampados. «Me gustan los de Missoni, pero sus cortes tipo saco no me favorecen». Evita el maquillaje durante el día y suele recogerse los rizos con unas horquillas en forma de estrella de H&M. Alta, esbelta y con mirada de modigliani, Valeria se atreve con mezclas arriesgadas, esas que chirrían en la teoría y funcionan en la práctica. Su ojo, bien entrenado en museos y galerías, es capaz de encontrar tesoros en mercadillos, como su adorado chaleco antiguo que compró hace seis años durante unas vacaciones en Omán.

La exclusividad de un sastre. Hija de un acaudalado industrial del norte de Italia, Napoleone visita al sastre desde niña. «Mi madre me animaba a elegir telas, hechuras. Potenciaba mi creatividad». No ha perdido la costumbre y hoy cuenta con el suyo en Milán, que replica prendas vintage y confecciona lo que no encuentra en las tiendas. Él también se encarga de las camisas a medida, la piedra angular de su vestuario. Las usa de algodón y seda de colores y de largos diferentes. ¿Los únicos requisitos? Deben llevar las iniciales bordadas y que los puños y cuellos estén rematados a mano. En la elección de bolsos se decanta por modelos clásicos de Chanel o Gucci. «Cuestan tan caros que quiero seguir usándolos a los 80 años». Con el calzado, en cambio, es extrema. Prefiere los mocasines de piel de cocodrilo que heredó de su padre o vertiginosas plataformas de Prada o Terry de Havilland. «Utilizo mucho los zapatos, hasta que se gastan».

A diario, solo se adorna con su alianza de oro amarillo y un cascabel de Pomellato alrededor del cuello. Pero al caer la noche, abre su cofre de collares contundentes y anillos zoomórficos. De cuando en cuando, crea sus propias joyas junto a su hermana gemela, Stefania, diseñadora de complementos en Nueva York. Son objetos excesivos y con sentido del humor. «No me gusta tomarme en serio. Ni en el arte, ni en la moda. No hay que vestirse para ser cool o para mandar un mensaje. La ropa es para disfrutarla». Como el arte. Las piezas de su colección ocupan el recibidor, dos grandes salones, las habitaciones de sus tres hijos y el dormitorio que comparte con su marido, Gregorio, un banquero de capital riesgo. «Para mí, un artista tiene lo más valioso: la posibilidad de crear. Es parte de su espíritu y lo mantiene a flote pese a los contratiempos. Por eso quiero vivir rodeada de arte. Es algo que intento inculcar a mis hijos.

Napoleone descubrió su pasión hace dos décadas, cuando estudiaba un máster en el Fashion Institute of Technology en Nueva York. Pero fue con su traslado a Londres en 1998 cuando su colección de arte contemporáneo empezó a tomar forma. «Nueva York es más conformista. En cuanto llegué a Londres me pareció un lugar fabuloso donde aprecian la extravagancia y animan a seguir tus propios patrones». La italiana, que ha ejercido como jurado en el premio Max Mara de arte para mujeres, es un ave exótica en el coleccionismo de arte contemporáneo, no solo por su simpatía, entusiasmo contagioso y fantásticos atuendos. Al contrario que las de la mayoría, sus adquisiciones no se guían por reputaciones o futuras revalorizaciones. «Compro lo que me emociona. Me gusta apoyar a los artistas jóvenes porque puedes ayudarlos cuando realmente lo necesitan». Aunque es reacia a etiquetarla, su colección se compone exclusivamente de arte creado por mujeres. «Son obras poderosas y retadoras, no importa de quién sean».

La moqueta, ni mirarla. Una parte esencial de su papel como mecenas pasa por facilitar la comunicación entre artistas, compradores e instituciones. Para ello, nada mejor que montar una buena fiesta. «La moqueta, ni mirarla. ¡Está llena de manchas! Aquí organizo muchas cenas en honor a artistas o para organizaciones de las que soy benefactora. Lo hago con lo que yo llamo “una formalidad informal”. Dejo que los invitados se sienten a su aire y mezclo gente diferente: el secreto de una velada con éxito». Cuando recibe, que puede llegar a ser varias veces al mes, llena los jarrones de Gaetano Pesce de flores grandes y sueltas (detesta los arreglos rígidos), sirve recetas caseras italianas y aprovecha para vestirse con las piezas más espectaculares de su armario.

Uno de sus vestidos vintage de Jean Muir con su pieza favorita: un chaleco que encontró en un mercado de Omán.

Jorge Monedero

En las baldas donde guarda el calzado se mezclan tacones y zapatos masculinos. «No soy muy de bailarinas».

Jorge Monedero

El grafiti 100% Stupid de lily van der Stokker y varios jarrones de resina de Gaetano Pesce.

Jorge Monedero

Valeria posa con un mono confeccionado por su modista y una chaqueta de missoni. La escultura Arena blanca es de Mai-thu Perret.

Jorge Monedero

Un tocado de Topshop con minibolsos de Chanel.

Jorge Monedero

En la caja de malaquita, de cuando era niña, guarda un pie que diseñó con su hermana, colgantes de Barry Kieselstein-Cord y un collar con su nombre.

Jorge Monedero

Como en una galería de arte, una lámpara titulada Sol en Londres, de Pae White, preside el recibidor. Debajo, una obra de Martha Friedmann.

Jorge Monedero

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