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Un cuento de verano de María Bastarós: ‘Lo peor que le puede pasar a una chica’

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Collage de Ana Regina García

Durante el mes de julio y agosto, en ‘Lo raro es vivir’, la newsletter de S Moda, dos autoras han tomado los mandos y han escrito un relato que pedía un único requisito: que ocurriese en verano. Este es el relato de María Bastarós que se envió el pasado 4 de agosto). Puedes suscribirte a nuestro boletín sobre cultura, feminismo e intimidad, aquí)

***

El aire acondicionado del coche se ha roto, así que la madre refunfuña durante todo el trayecto hacia el colegio. La madre casi siempre tiene algo de lo que quejarse: el estado de la carretera, los coches que no reaccionan al semáforo en verde, lo lejos que está ese colegio carísimo que ella misma eligió para su hija. La chica suele guardar silencio ante sus exabruptos: sabe que son producto del estrés, de las mañanas desbordadas, de una rutina sin tiempo para sí misma.

Esta vez, sin embargo, el silencio se debe a otra cosa.

La chica empezó a temerse lo peor hace un par de días. La regla debería haberle bajado el jueves, el sábado como tarde. Trata de no pensar en ello: tal vez si disimula, si finge no tomarse en serio los avisos de su cuerpo, este se confíe y le regale un manchurrón rojo en la falda del uniforme. Las chicas que ya han tenido la regla -a sus catorce años, son más de un tercio-, caminan durante esos días de un modo distinto al de las demás: los pasos más cortos, algo ateridas, como si el frío las hubiera sorprendido en plena ola de calor. Comparten el terror a pasearse por el colegio mostrando sin saberlo una de esas manchas delatoras, esas manchas que indican que una ya no tiene el control de su propio cuerpo, que ha perdido en una batalla que no era consciente de estar librando. Una de esas manchas es sin duda una tragedia, lo peor que le puede pasar a una chica. Ella, sin embargo, daría ahora lo que fuera por que la sangre le corriera muslos abajo, por que le salpicara tobillos y talones e inundara el cubículo del coche. Cuando toman la última curva antes de que los pabellones del colegio ocupen el horizonte, la madre repasa en voz alta todo lo que debe llevar hoy en la mochila: el sándwich para el recreo, el permiso para la excursión de fin de curso, el bañador para la clase de natación, el bonobús para su regreso en transporte público.

La chica se despide de ella con un beso fugaz, casi avergonzado. No sabe qué haría la madre si fuera consciente de las sospechas que alberga. Fuera del coche, algo nuevo y fresco se le cuela feroz en las fosas nasales; los jazmines que flanquean la entrada al colegio han florecido durante el fin de semana y casi todos han comentado el aroma que desprenden: ya huele a vacaciones; ha dicho la directora, de noche debe ser espectacular, ha augurado el profesor de plástica. A la chica, sin embargo, ese olor le resulta ahora insoportable, un hedor a flores que se abren, a vida que se abre paso, a abejas polinizando y criaturas nuevas gestándose por doquier. Camina hasta el aula encorvada, la mirada baja, igual que un perro que sabe que no debió comerse aquel pedazo de rodapié. Mientras se sienta en su pupitre y deja la mochila a sus pies, fantasea con una evidencia innegable, colosal, con un manantial bermellón que certifique que eso que cada vez parece más probable no es más que una chaladura suya, un temor infundado, una falsa alarma. Ni siquiera está segura de cuál es la clase a punto de comenzar, aunque es la misma que cualquier lunes a primera hora.

Su amiga Andrea le hace llegar una nota hecha una bola, la cuadrícula del papel convertida en un montón de líneas quebradas. ¿Has traído el bikini? La chica asiente silenciosa, piensa en esa prenda nueva arrugada en el fondo de la mochila. Hace solo una semana, aquel bikini era el centro de sus preocupaciones. Cuando les anunciaron que durante la ola de calor las clases de gimnasia se darían en la piscina, Andrea y ella invirtieron horas de búsqueda digital hasta encontrar dos trajes de baño perfectos. El suyo es color mostaza, con un ribete de pequeñas tachuelas y una lazada al cuello. Los profesores dejaron claro que debían llevar bañadores deportivos, pero tienen la esperanza de que, dadas las buenas notas de ambas, sean indulgentes con su pequeña rebelión estética. La primera hora de clase se estira en sus manos como un chicle derretido. Mira el reloj deseando que los minutos pasen, que el tiempo le traiga un alivio, una certeza que la reconcilie con su anatomía. Acostumbrada a su mano levantada, la tutora le dirige miradas interrogantes. Ella rehuye sus ojos, se concentra en el folio sobre la mesa, un folio en el que no ha llegado a escribir una sola frase. Un día, dentro de muchos años, la chica escribirá una canción sobre ese momento exacto: sobre cómo miraba aquel folio y envidiaba su blancura, su naturaleza aún inmaculada. Al releerla le parecerá ridícula y se deshará de ella, igual que hará con casi todo lo que escriba.

Mientras uno de sus compañeros responde sin mucho tino a una pregunta de la tutora, esta se pasea entre las filas echando un vistazo a los apuntes de los alumnos. Frena junto al pupitre de la chica con una mueca de disgusto, levanta el folio en blanco y menea la cabeza. ¿En qué estáis pensando hoy? Luego vuelve a su puesto y la señala con el dedo. Sal a la pizarra y analiza la frase que voy a dictar. La chica camina despacio hasta la pizarra, tan despacio que la tutora acaba golpeando la mesa con el anillo, toc toc toc, como hace cada vez que está perdiendo la paciencia. La frase dice Ille dolet vere qui sine teste dolet –Siente verdadero dolor el que lo sufre sin testigos. Quien se ve obligado a sufrir su miseria en secreto sufre mucho más que quien puede compartir su problema con sus semejantes–.

La chica no entiende lo que significa la oración, y es mejor, porque si lo entendiera podría derrumbarse allí mismo, ante toda la clase, y llorar con la cabeza oculta entre las rodillas. Lo único que tiene que hacer es localizar los verbos e indicar su declinación, pero cuando mira la pizarra la frase no parece compuesta por palabras sino por dibujos, un montón de garabatos dispuestos al azar. Se le ocurre que su vista le está gastando una broma de mal gusto, que todo eso de lo que se creía dueña puede alzarse ahora en su contra. Primero el vientre, ahora los ojos: poco a poco todo su cuerpo confabulado para torturarla. El silencio de la chica se hace denso, se suspende entre el calor y los murmullos de sus compañeros. Se queda así, sin moverse o articular palabra, hasta que pierde la noción del tiempo; hasta que su mano sujetando la tiza le parece un objeto extraño, un pájaro de carne y cal, una aparición alienígena. Desde que sospecha lo que sospecha le suceden ese tipo de cosas: se observa y se resulta desconocida, incomprensible; ha perdido la capacidad de reconocerse en su piel. La voz de la profesora la saca del trance. Vuelve a tu sitio, ordena, y el tono es tan gélido que parece que, por un instante, el calor pegajoso del aula cede unos grados.

Andrea exige ver su bikini antes de que se lo ponga. Es la leche, exclama, y lo levanta con las manos ante los rostros asombrados del resto de chicas. No os van a dejar llevar eso, augura una, tienen que ser bañadores deportivos, y relame la última palabra, deportivos, como si fuera un caramelo del que le apenara deshacerse. El calor en la piscina cubierta es aún mayor que en el aula, un calor húmedo que se agarra a los párpados y detrás de las rodillas. La chica se sumerge en el agua antes que nadie, sin esperar el permiso del profesor de gimnasia. Le gustaría que el bikini recién estrenado estuviera hecho de plomo y la condujera sin pausa hasta el fondo, que aplastara su cuerpo contra los azulejos brillantes y le concediera un respiro, que la transportara a un estado de inconsciencia en el que nada de lo que sucede dentro de su vientre tuviera la menor importancia. Intenta contener la respiración, cuenta los segundos, cuatro, seis, diez, hasta que la voz del profesor le llega opacada por un muro de agua y cloro. Sal ahora mismo de la piscina, exige, ¿cuándo os he dicho que entréis?, y ella sube las escalerillas metálicas ante las miradas atentas del resto de la clase.

La bronca, si va dirigida a un tercero, siempre supone entretenimiento. Es entonces cuando el profesor ve el bikini; la boca se le hace inmensa y las cejas le trepan hasta el nacimiento del pelo, como si en lugar de un bikini contemplara un cinturón de dinamita. ¿Qué llevas puesto? -berrea-, ¡Bañadores deportivos! De-por-ti-vos. Los ojos de la chica se topan con los de Andrea, que se esconde entre la multitud con su versión esmeralda del delito: el mismo bikini en un color que, según afirmó al elegirlo, iría genial con su pelo cobrizo.

Los nervios hacen que a la chica le duela la tripa; sus rodillas le parecen de pronto de aire, insuficientes para mantenerla en pie. Escucha las risas de sus compañeros, ahogadas pero generales, crueles dadas las circunstancias. Vuelve al vestuario y ponte un bañador. Si no has traído, te quedas ahí hasta el final de la hora. La chica adelanta un paso hacia el vestuario, resignada, y en ese instante se da cuenta: el líquido rojo que se desliza desde su entrepierna, que llega ya a la parte interior de las rodillas, un par de gotas avezadas que le bajan por el empeine derecho. El profesor se percata un segundo después, se agita y da palmadas, histérico, para acelerar la marcha de la chica hacia el vestuario; vamos vamos, que nadie la mire; si tuviera una manta a mano probablemente se la echaría por encima, como quien tapa a un cadáver al borde de la carretera. Toda la clase ríe ahora a carcajadas: señalan eso que sale de ella, la mancha en la braga del bikini, la sangre bañando el suelo en torno a sus pies. La chica ríe con ellos, ríe con estruendo, más que ninguno: ríe hasta la extenuación mirando ese reguero rojo que, hasta hace pocos días, le parecía lo peor que le puede pasar a una chica.

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