_
_
_
_
_

Tres finales Disney que me dejan mal cuerpo, por Carlos Areces

“Donde hubo madera, ahora hay carne; Pinocho es un niño repolludo”.

cover
Courtesy Everett Collection

La muerte de la madre de Bambi es aceptada como el mayor shock emocional intergeneracional de nuestro tiempo. Pero la muerte es natural e inevitable, y asumir la pérdida de nuestros mayores se revela como un ritual de vida que no debemos mantener oculto a los niños. Sin embargo, algunos finales clásicos de la productora encierran una hostilidad mucho más gratuita:

'PINOCHO' (1940)

Tras el episodio de la ballena, Pinocho ha muerto. Geppetto llora desconsolado al borde de la cama donde descansan los restos de su hijo. ¡Paren tanta desdicha! El Hada Azul guarda un as en la manga: la habitación refulge y Pinocho vuelve a la vida. Un momento… Ya no es el personaje simpático que conocemos. Se ha hecho algo en la cara. Donde hubo madera, ahora hay carne; es un niño repolludo y grimoso. «¡Soy un niño de verdad!», exclama feliz. ¿Acaso tener autoconsciencia no era ya ser de verdad en un sentido filosófico? Su nuevo rostro de chicha amarga el final feliz, porque ya no es aquel al que hemos cogido cariño y con el que hemos empatizado. De repente es otra persona, un completo desconocido, pero al igual que con una amiga que fingió operarse de vegetaciones cuando en realidad se quitó nariz porque parecía un grifo, tengo que hacer como que ahí no ha pasado nada. Esa traumática mutación física hasta lo irreconocible (o efecto Norma Duval) y el desasosiego que provoca alcanzará su clímax con La Bella y la Bestia, donde la transformación de repeluco, además, traiciona la moraleja de la historia –la belleza está en el interior– premiando a Bella con un tronista ciclado de Mujeres y hombres y viceversa.

'LA BELLA DURMIENTE' (1959)

La versión 2.0 de una idea inquietante ya presente en Blancanieves y los siete enanitos. La maldición de la bella durmiente es puro paisaje. La suponemos encantada en todos los sentidos, puesto que ahí tumbada no puede estarse tan mal. Cuesta pensar que una siesta larga sea un castigo para nadie, mucho menos para un miembro de la realeza. Pero la impunidad con la que alguien –un príncipe, por ejemplo– puede presentarse en la intimidad de tu habitación mientras estás privado de consciencia abre un mundo de sordidez hasta entonces no imaginado. ¿No se preguntó Aurora por la primera reacción del joven ante sus oferentes encantos inertes? ¿No albergó dudas sobre la castidad de sus acciones previas, mientras ella permanecía en sueño inducido? El derecho de pernada era lícito en la Edad Media. ¿Cómo saber que aquel beso no era sino el postre naíf de un banquete de mayores dimensiones?

'EL LIBRO DE LA SELVA' (1967)

«Nada ni nadie nos podrá separar ya más». Las ingenuas palabras de Baloo a Mowgli subrayan la tragedia que está a punto de acontecer. Ni bien ha terminado de decir esta frase, la banda sonora nos alerta de la entrada en escena de un personaje desconocido, ominoso y alegórico: la niña indígena. Usando su voz como hechizo –My own home es el tema más hermoso que jamás ha sonado en un largometraje animado–, seduce al muchacho con simulada torpeza para llevarle al poblado de la vida adulta y apartarle de los colegas para siempre. «¡Le ganchó!», grita Baloo en español neutro. ¿Pero qué broma de mal gusto es esta? ¡Nadie me ha preparado para esa pérdida! ¿Dónde quedan las aventuras vividas? ¿Dónde las risas y la diversión compartidas? ¡Por amor de Dios, ese oso te ha salvado la vida! ¿Ni siquiera merece una despedida? La sensación de ser sustituido por alguien más imprescindible, el dolor de no encontrar hueco en la madurez de los demás, ver a los amigos alejarse hacia una relación seria que no deja espacio para ti, el terror a desaparecer sepultado por complejas responsabilidades adquiridas, ser amigo in the past. #JeSuisBaloo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_