_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué Totoro y la obra de Hayao Miyazaki son símbolos de libertad en tiempos de coronavirus

Que Totoro sea el símbolo del Studio Ghibli no es de extrañar; encarna a la perfección el espíritu del estudio japonés de animación. Una criatura gozosamente oronda que, sin necesidad de trucos antropomórficos, consigue ser exultantemente expresivo.

Póster japonés de 'Mi vecino Totoro' (1988).
Póster japonés de 'Mi vecino Totoro' (1988).cordon press (Everett Collection / Everett Collection / Cordon Press)

Probablemente no hacía falta que llegara una pandemia para recordarnos que esa fantasía de los amigos imaginarios se inventó por y para algo, pero esta nueva situación ha dado a todos esos personajes una dimensión aún más profunda y deseable. Presencias reconfortantes para tiempos incómodos. ¿Quién no ha deseado en estos últimos meses tener un Hobbes (de Calvin y Hobbes) como compañero de piso, un Doraemon como gato solucionador y, sobre todo, un Totoro, cuya sola presencia convirtiera la vida en un festival de luz y color? Que Totoro sea el símbolo del Studio Ghibli no es de extrañar. Encarna a la perfección el espíritu del estudio japonés de animación. Una criatura gozosamente oronda que, sin necesidad de trucos antropomórficos, consigue ser exultantemente expresivo y, sobre todo, captar a la complejidad emocional que siempre habita en las creaciones de Hayao Miyazaki, cofundador del estudio.

En las películas de Ghibli el guiño al adulto brilla por su ausencia. No hay terroncitos de azúcar estratégicamente dispuestos para los mayores en busca de su complicidad. El camino no está trufado de recompensas por haber entendido el sofisticado chiste para el paciente padre que tiene que ver una y mil veces la misma película. Nada de eso. Miyazaki no precisa de esos artificios por una sencilla razón: no infantiliza, ni edulcora el mundo que recrea. La realidad que se presenta no es blandengue y no hay niveles estancos de entendimiento: uno para niños, otro para adultos y otro más para adultos leídos. La vieja y terrible división entre alta y baja cultura trasladada a segmentos por edades. En Studio Ghibli parecen ser muy conscientes de que el universo es uno y que en él habitan grandes y pequeños. Y en ese universo hay fantasía, amor, amistad y naturaleza, pero también dolor, muerte, sangre, guerras y romances fallidos. Muchas de las historias de Ghibli son aventuras de iniciación con todo lo que conlleva debutar: los miedos, las inseguridades, lo emocionante del primer viaje o de cruzar determinados umbrales. El misterio de lo desconocido. Lo que, en definitiva, viene a ser la vida. Y para eso se requieren estructuras narrativas que huyan de la simplificación y personajes cuyos arcos emocionales estén lejos de lo maniqueo. El resultado es un festín de sensaciones, de colores y de simbolismos que, a pesar de resultar en ocasiones muy lejanos, consiguen una asombrosa transversalidad.

Porque en la dimensión Ghibli no hay necesidad alguna de usar lo racional. Y aunque el mundo sea uno, la mirada que prevalece es la del niño. Tanto es así que la magia no se cuestiona. Creer en dioses de la naturaleza, en chispeantes duendes o en asombrosas metamorfosis no es algo exclusivo de los niños. No hay un pacto secreto entre la infancia y la magia, ni algo que haya que ocultar a los mayores. Los adultos dan por hecho que los kodamas (espíritus de los bosques) habitan en lo profundo de la floresta, que las brujas existen y vuelan y son simpáticas y que una pececita puede perfectamente transformarse en una niña. Y así, una vez más Miyazaki consigue el milagro: presentar un universo compensado, armónico y confortable. Un orden natural que funciona cuando se respetan las distintas fuerzas que conviven en nuestro planeta, poniendo especial énfasis en eso que ahora tanto preocupa: escuchar y respetar a la naturaleza.

Por el camino, Hayao Miyazaki nos regala una colección de heroínas, de niñas, de chicas y de mujeres poderosas y decididas que se enfrentan a sus miedos como van pudiendo; nos deja un buen montón de secuencias visualmente arrolladoras y algunas grandes frases para el recuerdo (como la mítica «Prefiero ser un cerdo a ser un fascista» de Porco Rosso).

Y es por ese feliz equilibrio por el que uno quiere visitar una y mil veces a Totoro, a Ponyo, a Nicky, a Mononoke o a Chihiro. Porque Miyazaki apela a algo que olvidamos con demasiada frecuencia: la universalidad de la condición humana. Porque ¡qué descanso poder abandonar la ironía, aunque sea solo por un par de horas!

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_