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«Tengo 14 años y me estoy masturbando»: lee el capítulo 1 de lo último de Caitlin Moran

Adéntrate en la vida de Johanna Morrigan en Wolverhampton en los 90 y descubre las verdades de la adolescencia en ‘Cómo se hace una chica’.

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(El siguiente texto de Caitlin Moran es el primer capítulo de 'Cómo se hace una chica', publicado en español por 'Panorama de Narrativas' en Anagrama)

Estoy tumbada en la cama, al lado de mi hermano Lupin. Él tiene seis años y está dormido.
Yo tengo catorce. Estoy despierta. Me estoy masturbando. Miro a mi hermano y pienso, con dignidad: «Esto es lo que querría él. Querría que yo fuera feliz.»
Porque mi hermano me quiere. A él no le gusta que esté estresada. Y yo también lo quiero; pero no debo pensar en él mientras me masturbo. Eso no está bien. No puedo permitir que mis hermanos se paseen por mi territorio sexual. Puede que esta noche compartamos la cama (él se ha levantado de su litera a medianoche, llorando, y se ha acostado a mi lado), pero no podemos compartir el territorio sexual. Mi hermano tiene que salir de mi conciencia.

–Esto tengo que hacerlo sola –le digo mentalmente, con firmeza, y pongo una almohada entre los dos para tener más intimidad. Éste será nuestro pequeño y amistoso Muro de Berlín. Adolescentes conscientes de su sexualidad a un lado (Alemania Occidental), niños de seis años al otro (Europa Comunista). Hay que mantener esa separación. Es lo correcto.

No me extraña que hoy necesite masturbarme, porque ha sido un día muy estresante. El viejo no se ha hecho famoso, una vez más.

Llevaba dos días sin aparecer, y ha vuelto esta tarde, justo después de comer, rodeando con un brazo los hombros de un chico desmelenado, con granos, vestido con traje gris de tela fina y brillante y una corbata rosa.

–Este colega –ha dicho mi padre con cariño– es nuestro futuro. Saludad al futuro, niños.

Todos hemos saludado educadamente al colega, nuestro futuro.

En el pasillo, nuestro padre nos ha informado, en medio de una nube de vapores de cerveza Guinness, de que creía que el chico era un cazatalentos de una compañía discográfica de Londres llamado Rock Perry. «Aunque también podría ser que se llamara Ian.»

Todos hemos mirado al joven, sentado en nuestro sofá rosa, con el asiento hundido, del salón. Rock estaba muy borracho. Tenía la cabeza entre las manos, y la corbata parecía que se la hubiera puesto su peor enemigo, y lo estaba estrangulando. No parecía el futuro. Parecía 1984. En 1990, si algo recordaba a los ochenta era que estaba muy pasado, incluso en Wolverhampton.

–Si nos lo montamos bien, nos haremos millonarios –ha dicho nuestro padre, en voz baja pero con mucho énfasis. Lupin y yo hemos salido corriendo al jardín para celebrarlo. Nos hemos columpiado juntos en el columpio y hemos planeado nuestro futuro.
Sin embargo, mi madre y mi hermano mayor, Krissi, se han quedado callados. Ellos ya han visto llegar otras veces al futuro a nuestro salón, y luego marcharse. El futuro siempre tiene un nombre diferente, y lleva ropa diferente, pero siempre pasa lo mismo, una y otra vez: el futuro sólo viene a nuestra casa cuando está borracho. Entonces hay que mantener borracho al futuro, porque hay que engañar como sea al futuro para que nos lleve con él cuando se marche. Tenemos que escondernos los siete en el pelaje del futuro y agarrarnos fuerte, como los abrojos, para que nos saque de esta casa diminuta y nos devuelva a Londres, a la fama, a las riquezas y a las fiestas, que es donde nos corresponde estar.

Hasta ahora, eso nunca ha funcionado. Al final, el futuro siempre ha salido por la puerta sin nosotros. Ya llevamos trece años atrapados en un barrio de viviendas de protección oficial de Wolverhampton, esperando. Cinco niños –los gemelos, inesperados, sólo tienen tres semanas– y dos adultos. Tenemos que salir de aquí. Dios mío, tenemos que salir de aquí cuanto antes. No podemos seguir siendo pobres y anónimos mucho tiempo. Los años noventa son una mala época para ser pobres y anónimos.

Volvemos a entrar en casa, donde las cosas se tuercen cada vez más. Obedezco las instrucciones que me da mi madre hablándome entre dientes: «¡Corre a la cocina y añádele guisantes a la boloñesa! ¡Tenemos invitados!», y al poco rato le sirvo a Rock un plato de pasta (al ofrecérselo, hago una pequeña reverencia) que él empieza a engullir con la pasión de quien necesita desesperadamente que se le pase la borrachera con la única ayuda de los petit pois.

Ahora que Rock está atrapado por el plato caliente que tiene encima de las rodillas, mi padre, de pie delante de él, vacilante, suelta su discurso. Nosotros nos sabemos el discurso de memoria.

«El discurso no se pronuncia», nos ha explicado un montón de veces el viejo. «Tú eres el discurso. Vives el discurso. El discurso consiste en hacerles saber que eres uno de ellos

Plantado ante su invitado, mi padre sostiene un casete en la mano.

–Hijo mío –dice–. Hermano. Permíteme presentarme. Soy un hombre con… buen gusto. No soy rico. Todavía no, ¡ja, ja, ja! Y te he hecho venir para revelarte una verdad. Porque hay tres hombres sin los que ninguno de nosotros estaría hoy aquí –continúa mientras trata de abrir la caja del casete con unos dedos hinchados por el alcohol–. La Santísima Trinidad. El alfa, épsilon y omega de todas las personas con buen juicio. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Los tres únicos hombres a los que he amado en la vida. Los tres Bobbies: Bobby Dylan, Bobby Marley y Bobby Lennon.

Rock Perry se queda mirándolo con la misma cara de perplejidad que pusimos todos la primera vez que oímos a mi padre decirnos eso.

–Y lo único que hacen todos los otros músicos del planeta –continúa mi padre– es intentar llegar al punto en que puedan ponerse delante de esos tres capullos, en el pub, y decirles: «Ya os he oído, tíos. Ya os he oído, pero ¿vosotros me oís a mí?» Y decirles: «Tú eres un soldado búfalo, Bobby. Tú eres Mr. Tambourine Man, Bobby. Tú eres una puta morsa, Bobby. Ya lo sé. Pero yo… Yo soy Pat Morrigan. Y soy esto.»

Mi padre saca el casete de la caja, por fin, y lo agita ante la cara de Rock Perry.

–¿Sabes qué es esto, colega? –le pregunta.
–¿Un C90? –pregunta Rock.
–Hijo mío, esto son los quince últimos años de mi vida– replica mi padre. Le pone el casete en las manos a Rock–. No lo parece, ¿verdad? Nadie diría que te pudieran poner toda la vida de un hombre en las manos. Pero eso es lo que tienes en las tuyas. Supongo que te hace sentirte como un puto gigante, hijo mío. ¿Te gusta sentirte como un gigante?

Rock Perry agacha la cabeza y mira el casete que tiene en las manos sin comprender. Es la confusión personificada. –¿Y sabes qué te convertirá en un rey? Publicar esto y vender diez mil copias, en disco compacto –dice mi padre–. Es como alquimia. Tú y yo podemos convertir nuestras vidas en tres putos yates cada uno, y un Lamborghini, y tantas tías que no daremos abasto. La música es como la magia, colega. La música puede cambiarte la vida. Pero antes de eso… ¡Johanna, tráele una copa a este caballero! Eso me lo dice a mí.
–¿Una copa? –pregunto.
–En la cocina, en la cocina –dice él con enojo–. Las bebidas están en la cocina, Johanna.
Voy a la cocina. Mamá está allí plantada, con un bebé en brazos y cara de cansada.
–Me voy a la cama –dice.
–¡Pero si papá está a punto de conseguir un contrato!– le digo.


Mamá hace un ruido por el que, años más tarde, Marge Simpson se hará famosa.
–Me ha pedido que le lleve una copa a Rock Perry –digo, transmitiendo el mensaje con toda la urgencia que conside- ro que merece–. Pero no tenemos bebidas, ¿verdad?

Mi madre, con una fatiga infinita, señala el aparador, y veo que encima hay dos vasos de Guinness medio llenos. –Las ha traído él. En los bolsillos –dice–. Y también ese taco de billar.
Señala el taco de billar, robado del Red Lion, que está apoyado en la cocina. En nuestra casa, está tan fuera de lugar como un pingüino.

–Lo llevaba en los pantalones. No sé cómo lo hace. –Suspira–. Todavía tenemos uno de la última vez.

Es verdad. Ya tenemos otro taco de billar robado. Y no tenemos mesa de billar (eso ni mi padre puede robarlo). Lupin utiliza el primer taco de billar robado como bastón de Gandalf cuando jugamos a El Señor de los Anillos.

Esta conversación sobre tacos de billar se interrumpe cuando en el salón se produce un repentino aumento de volumen. Reconozco la canción al instante: es la última maqueta de mi padre, una canción titulada «El bombardeo». Está claro que ha comenzado la audición.

Hasta hace muy poco, «El bombardeo» era una balada de medio tiempo; pero entonces mi padre encontró el arreglo de «reggae» en su teclado Yamaha («¡El puto botón Bobby Marley! ¡Qué grande! ¡Allá vamos!»), y la adaptó a ese otro ritmo.

Es una de las canciones «políticas» de mi padre, y es superconmovedora: las tres primeras estrofas están escritas desde el punto de vista de una bomba atómica lanzada sobre mujeres y niños en Vietnam, Corea y Escocia. Durante tres estrofas, la bomba imagina sin inmutarse la destrucción que va a provocar, una destrucción que mi padre narra emplean- do un efecto de «robot» del micrófono.

«Os hervirá la piel / Y no entenderéis nada / Perderéis las cosechas / En la tierra quemada», dice la bomba robot con voz lastimera.

En la última estrofa, de pronto la bomba se da cuenta del error que está cometiendo, se rebela contra los norteamericanos que la fabricaron y decide explotar en el aire rociando a la gente que hay abajo, estupefacta y asustada, con una lluvia de arcoíris.

«Antes destruía vidas / Pero ahora las inspiro», dice el último estribillo, acompañado por un riff inquietante interpretado con la voz número 44 del teclado Yamaha: «Flauta oriental».

Mi padre opina que es su mejor canción. Antes nos la tocaba todas las noches, antes de acostarnos, hasta que Lupin empezó a tener pesadillas sobre niños que morían quemados, y empezó a mojar la cama otra vez.

Entro en el salón con los dos vasos medio llenos, hago una reverencia y espero encontrar a Rock Perry mostrándose entusiasmado con «El bombardeo». Pero en lugar de eso encuentro a mi padre gritándole a su invitado.

–Eso es inaceptable, tío –le chilla haciéndose oír por encima de la música–. ¡Eso es inaceptable!

–Lo siento –se disculpa Rock–. Yo no quería…

–No –dice mi padre negando lentamente con la cabeza–. No. No me puedes decir eso. ¡No digas eso!

Krissi, que lleva todo este rato sentado en el sofá (con la botella de ketchup en la mano, por si Rock Perry quiere salsa de tomate) me informa en voz baja. Por lo visto, Rock Perry ha comparado «El bombardeo» con «Another Day in Paradise» de Phil Collins, y mi padre se ha puesto furioso. Es raro, porque la verdad es que a mi padre le gusta bastan- te Phil Collins.

–Pero él no es un Bobby –le dice mi padre, con los labios tensos y un poco espumosos–. Yo estoy hablando de la revolución. A la mierda con que no se exige llevar chaqueta. Me importan un carajo las putas chaquetas. Yo no tengo chaqueta. Yo no le exijo a nadie que no me exija llevar chaqueta.

–Lo siento… Sólo quería decir que… La verdad es que me gusta bastante Phil Collins… –dice Rock, compungido. Pero mi padre ya le ha quitado el plato de pasta, y lo empuja hacia la puerta.

–Pues vete, capullo –le dice–. Vete a la puta mierda.

Rock se para en el umbral, vacilante; no está seguro de si es una broma.

–¡A la puta mielda! –repite mi padre–. Vete a la puta mielda –dice con acento chino, no sé muy bien por qué.

Mi madre sale al pasillo y se acerca a Rock.
–Lo siento –le dice con un tono ensayado.
Mira alrededor buscando alguna forma de arreglar las cosas; entonces coge un racimo de plátanos de una caja que hay en el pasillo. Siempre compramos la fruta en grandes cantidades, en el mercado mayorista. Mi padre tiene un carnet falso que lo identifica como el dueño de un pequeño comercio de un pueblo llamado Trysull. Mi padre no tiene ningún pequeño comercio en un pueblo llamado Trysull.

–Por favor, llévate estos plátanos.

Rock Perry se queda un momento mirando fijamente a mi madre, con el racimo de plátanos en la mano. Ella está en el primer plano de su campo de visión; detrás tiene a mi padre, subiendo al máximo, uno a uno, todos los arreglos del equipo de música.

–Sólo… uno –dice Rock Perry, tratando de mostrarse razonable.

–Por favor –dice mi madre, y le pone todo el racimo en la mano.

Rock Perry los acepta (es obvio que todavía está muy desconcertado) y enfila el camino de nuestra casa. Cuando ya va por la mitad, mi padre se asoma por la puerta.

–¡Porque… ESTO ES LO QUE YO HAGO! –le grita a Rock.

Rock aprieta el paso por el camino y cruza la calle a toda prisa, con los plátanos en la mano.

–¡ESTO ES LO QUE YO HAGO! ¡ÉSTE SOY YO! –sigue gritando mi padre desde la otra acera. Veo moverse los visillos de las casas vecinas. La señora Forsyth ha salido a su puerta y pone cara de desaprobación, como siempre–. ¡ÉSTA ES MI PUTA MÚSICA! ¡ÉSTA ES MI ALMA, JODER!

Rock Perry llega a la parada de autobús, al otro lado de la calle, y se agacha muy despacio hasta que lo tapa un arbusto. Permanece así hasta que llega el 512. Lo sé porque subo al piso de arriba con Krissi, y lo observamos desde la ventana de nuestro dormitorio.

–Qué manera de desperdiciar seis plátanos –se lamenta Krissi–. Habría podido comérmelos con los cereales, me habrían durado toda la semana. Genial. Otro desayuno irremediablemente soso.

–¡MI PUTO CORAZÓN! –le grita mi padre al autobús que se aleja, golpeándose el pecho con un puño–. ¿Sabes lo que dejas aquí? ¡MI PUTO CORAZÓN!

Media hora después de cesar los gritos, cuando acaba «El bombardeo» (tras el triunfante final de doce minutos de duración), mi padre vuelve a salir.

Sale para rellenar su corazón; va al mismo pub donde ha encontrado a Rock Perry.

–A lo mejor va a ver si Rock se ha dejado allí a un her- mano gemelo al que también pueda maltratar –comenta Krissi, mordaz.

El viejo no regresa hasta la una de la madrugada. Sabe- mos cuándo llega porque le oímos chocar con la furgoneta contra el lilo del camino. Se le rompe el embrague; el crujido que hace es inconfundible. Sabemos el ruido que hace el embrague de una furgoneta Volkswagen cuando se rom- pe porque ya lo hemos oído muchas veces.

Por la mañana, cuando bajamos, encontramos, en medio del salón, una estatua enorme de hormigón que representa un zorro. A la estatua le falta la cabeza.

–Es el regalo de aniversario de vuestra madre –explica mi padre, sentado en el tranco de la puerta de atrás, fuman- do; lleva puesta mi bata rosa, que le va pequeña y por la que le asoman los testículos–. Quiero un huevo a vuestra madre. –Fuma, y alza la vista al cielo–. Algún día, todos seremos reyes –dice–. Soy el hijo ilegítimo de Brendan Behan. Y todos estos capullos se arrodillarán ante mí.

–¿Y Rock Perry? –le pregunto tras un par de minutos de reflexión sobre ese futuro inevitable–. ¿Has vuelto a saber algo de él?

–Yo no trato con fantasmas, niña –dice mi padre con tono autoritario, tapándose los huevos con la bata, y da otra calada al cigarrillo.

Más tarde nos enteramos (por nuestro tío Aled, que tiene un amigo que tiene un amigo) de que Rock Perry es, en realidad, un tal Ian, y de que no es un cazatalentos de ninguna discográfica, sino un vendedor de cuberterías de Sheffield; y de que el único «contrato» que habría podido ofrecernos era el de una cubertería completa de ochenta y ocho piezas galvanoplateadas, a un precio de cincuenta y nueve libras, con un TAE del 14,5 %.

Y por eso estoy tumbada en la cama, con Lupin a mi lado, haciéndome esta pajita silenciosa. Mitad por estrés, mitad por placer. Porque, como he registrado en mi diario, soy una «romántica sin remedio». Ya que no puedo salir con un chico (tengo catorce años, nunca he salido con ningún chico), al menos puedo salir conmigo misma. Salgo conmigo misma en la cama, es decir: me hago una paja.

Me corro (pensando en el personaje Herbert Viola de Moonlighting, cuya cara me gusta), me bajo el camisón, le doy un beso a Lupin, que no se ha despertado, y me duermo.

Cortesía de Anagrama

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