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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Necesitamos historias

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En la primera escena de Estación Once —novela de Emily St. John Mandel publicada originalmente en 2014— un actor famoso, Arthur, estrena en un teatro de Chicago su producción de Rey Lear. Al terminar con éxito la función, Arthur se desploma en el escenario, y fallece de un paro cardiaco. Esa misma noche empieza a manifestarse una gripe altamente contagiosa que acabará con gran parte de la población. A la vez que el virus avanza, empiezan a fallar los sistemas de electricidad e internet, derivando en un apagón mundial. Kirsten es una niña que trabaja como actriz en la producción teatral, protegida de Arthur, y será una de las pocas supervivientes a la plaga que crecerá en el mundo de después del apagón. Tras caminar sin rumbo durante más de 100 días, Kirsten se une a la Sinfonía Viajera, una compañía de teatro nómada que recorre pueblo por pueblo un país irreconocible representando funciones de obras de Shakespeare. La Sinfonía y esas obras se convierten en su motor y su vínculo con el mundo de antes, y le recuerdan a las salas de teatro llenas de gente para ver a Arthur actuar. Los textos de Shakespeare ofrecen refugio y trascienden los sucesos del momento.

“La Sinfonía Viajera se dedicaba a ir de un asentamiento a otro en ese mundo tan diferente al anterior, y llevaba haciéndolo desde cinco años después del desmoronamiento, cuando la directora de orquesta reunió a unos cuantos amigos de su orquesta militar y todos abandonaron la base aérea donde vivían y empezaron a caminar hacia un horizonte desconocido”.

Hace unos meses se estrenó en HBO la serie que adapta la novela. Estación Once es una serie bella, sensible y elegante que reflexiona sobre la importancia del arte, y sobre cómo a veces se convierte en un puente que nos une y nos salva. Varios lemas se repiten en la historia. El más recurrente es “Survival is insufficient” (“No basta con sobrevivir”). Necesitamos reunirnos a contarnos historias. Incluso después del apocalipsis, lo que une a los distintos habitantes es juntarse en prados y lagos a disfrutar de Shakespeare. A veces hay argumentos de la ficción que la realidad confirma: hay que buscar siempre espacios de celebración, y el arte y el espectáculo son una manera de hacerlo.

Acudir a un espectáculo puede ser un acto totalmente individual (pocos placeres más simples que ir al cine sola una tarde de domingo), que, sin embargo, se enmarca en un contexto gregario: escuchar una historia, nueva o ya sabida, rodeado de desconocidos. Recuerdo perfectamente ir a ver sola la película Her de Spike Jonze al cine Verdi en Barcelona, y salir con la necesidad de tocar y abrazar a todo el que se me cruzara. Y hay funciones que tengo grabadas para siempre en la memoria por el impacto que me causaron cuando las vi, como Incendis de Wajdi Mowawad en la Biblioteca de Catalunya, dirigida por Oriol Broggi. También me reconforta pensar en todas las comedias y musicales que me han hecho compañía: ir a ver In The Heights de Lin Manuel Miranda cuando por fin reabrieron los cines, salir corriendo del trabajo para atravesar Times Square en hora punta y reírme con The Book of Mormon en Broadway.

Recientemente fui al cine a ver Top Gun Maverick, un producto de evasión perfecto. La sala no estaba llena, pero al salir se podía palpar el cambio de humor de todos los que habían ido a verla. Por suerte, esos espectadores estamos lejos de la realidad distópica de la Sinfonía Viajera, pero hay elementos que atraviesan las distintas épocas y lugares: sigue habiendo algo único e irremplazable en la experiencia compartida del entretenimiento.

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