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Muriel Spark: la escritora espía que engañó a los nazis y sobrevivió a la locura para contarlo

Alucinaba con T. S. Eliot comunicándose con ella en código y reinventó su vida hasta en tres ocasiones. Se reedita ‘La entrometida’, la novela clave de su carrera donde su protagonista lucha por superar el machismo y clasismo tras la II Guerra Mundial.

Muriel Spark, en una imagen de 1965.
Muriel Spark, en una imagen de 1965.Getty (The LIFE Picture Collection via )

Las revelaciones que cambian la vida pueden llegar en cualquier lugar. Puede ser en la cola del supermercado o en las cataratas Victoria, en la frontera entre Zambia y Zimbabue, como le sucedió a Muriel Spark. Allí estaba cuando decidió divorciarse de su marido, harta de todo con solo 20 años, un hijo y la determinación de convertirse en escritora de éxito.

Es solo una de las múltiples anécdotas rocambolescas de la vida de la famosa escritora Muriel Spark, autora de la novela La entrometida, que la editorial Blackie Books publica el próximo 17 de junio traducida por Lucrecia M. de Sáenz.

El libro salió al mercado por primera vez en 1981 y en sus páginas se pueden reconocer muchos detalles de la existencia de Spark a mediados del siglo XX, cuando estaba a punto de convertirse en una literata reconocida. “¡Qué maravillosa sensación la de ser una artista y una mujer del siglo XX!”, se repite Fleur Talbot, la irónica protagonista.

Muriel nació en Edimburgo el 1 de febrero de 1918. Su padre era judío y su madre anglicana y hasta los 18 años vivió una existencia convencional. Se educó en la escuela para niñas James Gillespie, donde a los 11 años conoció a la primera persona que despertó su interés por la literatura, la profesora Miss Christine Kay (quien años más tarde inspiró a su personaje más conocido, la señorita Brodie). Tras terminar su educación tuvo algunos trabajos de profesora y secretaria pero lo que ella quería era convertirse en una escritora famosa y, a ser posible, fuera de Edimburgo.

En 1937, decidió casarse para salir de la casa familiar de una manera decente según la moral de su entorno. De todos los hombres que la invitaron a salir, acabó escogiendo al que le ofreció la oferta que más se ajustaba a sus intereses, Sidney Oswald Spark. Una vida en el extranjero y la promesa de que no tendría que ocuparse de las labores del hogar para poder dedicar su tiempo a escribir. El plan perfecto.

Con lo que ella no contaba era con los problemas mentales de su esposo, que no era capaz de controlar sus cambios de humor ni su temperamento. Cuando se quedó embarazada al año de casarse, se negó a abortar como quería su marido y tuvo a su hijo Robin en 1938. Según pasaba el tiempo, la situación empeoraba. Sidney perdía todos los trabajos, tenían poco dinero y su objetivo de convertirse en escritora cada vez parecía más inalcanzable. En un intento de subirle el ánimo, le llevó a ver las mencionadas cataratas Victoria, pero la fuerza del salto de agua le infundió a ella el coraje que necesitaba para acabar con todo.

La autora, en una imagen de 1960.
La autora, en una imagen de 1960.Getty (Getty Images)

La primera reinvención: de esposa a novelista

Logró volver a Gran Bretaña en 1944, después de abandonar a su marido y pasarse dos años atrapada en África, ya que los transportes civiles se habían cancelado debido a la II Guerra Mundial. Cuando consiguió un pasaje en un barco, metió a Robin en un internado donde sabía que estaría seguro y se instaló en Londres.

Allí obtuvo uno de los trabajos que siempre se resaltan al relatar su existencia pese a que a que escribió más de 20 novelas además de poemas, ensayos, biografías de otras autoras y numerosas reseñas literarias. Pero trabajar en una emisora falsa perteneciente al Ministerio de Exteriores británico que se dedicaba a difundir rumores e informaciones falsas para confundir al público alemán, la verdad es que también queda muy pintón en la biografía.

Al terminar la guerra pudo llevar a Robin a Edimburgo a vivir con sus abuelos mientras ella seguía intentando hacerse un hueco en la escena literaria de Londres. En 1947 la nombraron secretaria general de la Poetry Society y editora de la revista The Poetry Review. Parecía que por fin estaba entrando en el entorno que deseaba, pero aquel puesto se parecía más al de una política que al de una escritora.

Tuvo numerosos enfrentamientos. El más sonado fue con la pionera del control de natalidad del Reino Unido, Marie Stopes. Otra mujer cuya biografía escrita podría ocupar varios volúmenes. Especialista en paleobotánica, fue la primera mujer miembro de la facultad de ciencias de la universidad. En 1921 abrió en Londres la primera clínica de planificación familiar del país (actualmente hay una ONG internacional con su nombre) y escribió varios libros exitosos sobre el matrimonio y la paternidad. Por otro lado, también fue acusada de practicar la eugenesia con las mujeres pobres que acudían a sus clínicas.

En este condensado resumen, hay que mencionar que también se dedicó a la literatura, punto en el que entra en contacto con la escritora. Según relató Spark en su autobiografía Curriculum Vitae (1992): “Deseé que su madre hubiese descubierto el control de natalidad antes que ella”.

En 1951, ganó 250 libras en un concurso de relatos organizado por The Observer. En aquellos tiempos se dedicaba a escribir reseñas literarias y biografías –la de Mary Shelley, Child of Light (1951) es una de las mejores que se han escrito sobre la autora de Frankenstein– y no andaba bien de dinero. Además, fue la época en la que entabló una relación con el también escritor Derek Stanford, que con el tiempo la traicionó vendiendo sus cartas de amor. En una entrevista, muchos años después, declaró que nunca había sido buena escogiendo a los hombres.

Para colmo, tuvo una crisis nerviosa provocada por el consumo de Dexedrina, un adelgazante que le causaba alucinaciones hasta el punto de creer que T.S. Eliot se comunicaba con ella en código. Cuando se recuperó, consiguió sacar adelante su primera novela The Comforters (1957) gracias a la ayuda económica de amigos como Graham Greene. Tenía 39 años.

A partir de ese momento, empezó a guardar todos los escritos, cartas, listas de nombres y cualquier tipo de documento. Esa obsesión acabó por convertirse en un gigantesco archivo –gran parte del cual reside en la Biblioteca Nacional de Escocia– que le servía como demostración de cualquier hecho ocurrido. Perder la cabeza hizo que necesitase tener pruebas a las que aferrarse en caso de duda acerca de la realidad.

Estas vivencias sirvieron como material para La entrometida, que es una de sus novelas más autobiográficas. Entre otras cosas, mete caña al sector cultural de la época, de que acabó harta y que posiblemente no haya cambiado tanto: “En 1949, la vida entorno al mundillo intelectual era un universo en sí. Era algo similar a la vida de hoy en la Europa Oriental”.

Su ascenso al éxito como novelista fue de la mano de su conversión al catolicismo. Lo había intentado con el anglicanismo, pero no había conseguido creer. Posteriormente se encontró con los escritos del cardenal Newman, que sí le convencieron y “ya no pude creer en otra cosa”. Este cambio de creencias hizo que la relación con su hijo, que había optado por el judaísmo, se complicase hasta romperse.

Las dos siguientes: de neoyorkina cosmopolita a romana hedonista

En 1961 se publicó La plenitud de la señorita Brodie, uno de sus títulos más famosos (que también fue una obra de Broadway y una película oscarizada) y un año después se mudó a la Gran Manzana atendiendo a la llamada de, por supuesto, del New Yorker.

Trabajó en la redacción de la mítica revista y vivió el glamour de la ciudad –su aspecto de la época recuerda al de la Peggy Olson de Mad Men–, que finalmente la terminó agobiando. Lo mismo le había pasado en Londres: cargaba con el peso de la fama que tanto había ansiado pero que ahora le quitaba tiempo para concentrarse. Lo mismo le ocurrió en Roma, ciudad a la que se mudó después de su estancia en Estados Unidos.

La capital italiana le fascinaba tanto que le impedía concentrarse para escribir, por lo que cuando lo necesitaba se iba al exclusivo hospital Vita Salvatore Muneri. No hacía falta estar enfermo para quedarse y, de hecho, también fue el refugio de papas y estrellas de cine. Escribió tres de sus novelas allí.

La reinvención final: la escritora rural

En un sorprendente giro de guion, a mediados de los años 70 Spark decidió retirarse a la casa de la escultora Penelope Jardine en la Toscana. Se conocieron en una peluquería en Roma en 1968. Una amiga de Jardine vio a la escritora y la impulsó a presentarse y postularse como ayudante. Spark la llamó seis meses después para ofrecerle un puesto de secretaria. Su primer trabajo fue ordenar la enorme biblioteca de la escritora.

En 1973, Jardine se compró una antigua iglesia reconvertida en casa en Oliveto y un par de años después, Spark le pidió alojarse allí para terminar su decimocuarta novela, The Takeover (1976). Finalmente se quedó durante 30 años más, en los que ambas compartieron cotidianidad y viajes en coche por Europa. La antigua escritora urbanita se había reconvertido en una bohemia campestre.

Por supuesto, existe ‘la sospecha’ de que mantenían una relación sentimental. Ambas lo negaron siempre –Jardine sigue haciéndolo, porque la cuestión surge en la mayoría de las entrevistas que le hacen– asegurando que lo suyo era amistad pura y dura. Ninguna de las dos tenía vínculos familiares, ya que la escultora se había quedado huérfana a los 14 años y Spark había roto la relación con su hijo, así que se hacían compañía mútua.

Cuando la escritora murió en 2006, Jardine se convirtió en su heredera (su hijo, que murió en 2016, no recibió ni un euro) y la albacea de su obra, lo que le ocupa la gran parte de su tiempo. Las peticiones de permisos para trabajar con el material de Spark son constantes: tiene fanáticos por todo el mundo y las editoriales saben que las reediciones (o los materiales inéditos) tendrán buena acogida.

Ella conocía perfectamente esa industria que la había hecho rica pero también perder la cabeza –como dice su entrometida: “la tradicional paranoia de los autores no es nada en comparación con la alienación esquizofrénica de los editores”– y escogió bien a la persona que se encargaría de su legado como ella habría querido. No acertó con los hombres, pero sí con los amigos.

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