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«Las cartas más habituales son las de mujeres aterradas por si no tienen hijos»: lee lo último de Dolly Alderton

Dolly Alderton habla de actualidad, relaciones y dudas existenciales en su columna de consejos de ‘The Sunday Times’, ‘Dear Dolly’. Publicamos un adelanto de las páginas iniciales de su nuevo libro, ‘Querida Dolly. Sobre el amor, la vida y la amistad’, que Planeta publica el 22 de febrero.

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Cortesía de la editorial

Estaba en mi peor momento cuando decidí que quería intentar resolver los problemas del resto del mundo. Tenía la cabeza hecha un lío y el corazón roto. Era uno de esos años en los que cada mes traía una nueva tristeza; un annus horribilis, me parece que lo llaman. Y, en un giro especialmente cruel del destino, mi mal año coincidió también con el mal año: 2020. El más horribilis de todos los annus.

En aquel momento, me ofrecí a mi editora de la revista Style de The Sunday Times para tener un consultorio en la revista. Siendo veinteañera, había escrito una columna semanal sobre citas en Style, un hecho que a veces tira al suelo la puerta de mi subconsciente en mitad de la noche y hace que me despierte con sudores fríos. Sin embargo, sigue siendo una de las mejores oportunidades laborales que me han dado en la vida. Además, entre los veintiséis y los veintiocho años es la edad perfecta para que una persona cuente su vida sin pudor para entretener a los demás. Es el momento adecuado para el exhibicionismo, puesto que la falta de autoconciencia da para contar unas cuantas fechorías motivadas por el síndrome del protagonista, pero lo compensamos con la autoconciencia justa para reírnos de ellas. Terminé la columna, escribí unas memorias sobre mi etapa de veinteañera y luego cerré la veda de divulgación de mi vida personal. Ya había compartido suficiente.

Aquello me dejó, durante un breve periodo, en una tierra de nadie periodística. Después de haber escrito unas memorias, la gente quería que siguiese metiéndome a mí misma en las historias hasta cuando mi presencia no podía ser más irrelevante. Había editores que me encargaban escribir sobre personas, lugares y cosas fingiendo que querían que fuese una observadora neutral y, al final, de forma invariable, terminaban pidiéndome que metiese a la fuerza referencias a mi vida personal en el texto. En aquel momento podría haber entrevistado a Barack Obama y me habría encontrado las siguientes notas del editor: «Podrías escribir sobre cómo se parece tu vida a la suya?? Hay similitudes entre tu vida amorosa y su mandato?? Te recuerda a algún exnovio??».

Y lo entendía, claro. Yo era la que había insistido en contarle a todo el mundo mi vida, al principio nadie me lo había pedido. Intenté escribir una columna en primera persona que apenas incluyese detalles íntimos sobre mi vida. Sin embargo, lo que hace interesante una columna en primera persona es la admisión de los defectos, los errores y los desastres de quien escribe, de modo que aquello era, cuando menos, un reto. Además, no estaba hecha para ser una columnista de opinión. Soy de piel muy fina, ideas muy volubles y valentía muy escasa. Así que, sin vida personal ni opiniones públicas, tenía muy poco material que no fueran reflexiones entusiastas sobre cosas que me gustaban. O textos evasivos en los que no llegaba a despotricar del todo de cosas que no me gustaban y en los que siempre amortiguaba mis palabras con aclaraciones llenas de inseguridad. Una amiga mía llamaba a ese tipo de columnas amables y poco memorables «periodismo de “le he cambiado las pilas al mando de la tele”». Y yo no quería dejar eso como legado.

Yo siempre había querido ser consejera sentimental. En la adolescencia, me compraba revistas para chicas e iba directa al consultorio. En mi casa se hablaba de sexo —imagino que mucho más que en casa de los boomers (las últimas víctimas de la crianza victoriana) a esa edad—, pero sin demasiadas concreciones. Me hablaban sobre las veleidades de «hacer bebés» y de «sensaciones de hormigueo» y de «cuando alguien te importa mucho». Con aquello no me bastaba. Necesitaba más. Los consultorios eran mi salvación. Mis ojos pervertidos iban de una página a otra buscando palabras clave: virginidad, masturbación, flujo. Asimilaba los consejos y los repartía como si fuesen míos, lo cual me convirtió en el Yoda sexual del patio. Exageraba en gran medida mi experiencia y aconsejaba a chicas de mi edad y mayores.

Una de las cosas de las que más me arrepiento es de que la infancia y la adolescencia me parecieran situaciones tan humillantes. Leyendo ahora los diarios de mi adolescencia, reconozco cuánto le mentía al papel por la vergüenza que me daba ser tan joven. Hablaba con cansancio del sexo, como si me aburriese, cuando ni siquiera me habían tocado. Anotaba el número de calorías ingeridas y cigarros fumados cada día, como una divorciada hastiada. Deseaba que mi vida pasara, ignorando poseer un bien más valioso que el oro: la juventud. No quise saber nada de mi vida en todo lo que duraron la infancia y la adolescencia. Creo que mi obsesión con tener un consultorio pudo nacer de ese deseo: quería ser una mujer experimentada que daba consejos, no una colegiala torpe leyéndolos tumbada en la cama.

Ya de adulta, siguió atrayéndome cierto tipo de consejera. Quería mujeres vestidas de cachemir negro que me dijesen, de manera categórica, cómo vivir mi vida. Qué recetas cocinar, con qué hombres salir, qué corte de pelo probar. Ese es uno de los motivos por los que Nora Ephron es mi escritora favorita y mi eterna gurú vital; los consejos que da en sus artículos y ensayos personales están repletos de especificidades llenas de convicción (no gastes demasiado en un bolso, no comas claras de huevo solas, ponle más mantequilla a la sartén y más aceite de baño a la bañera). No quiero vlogueras de moda sonrientes con los dientes muy blancos y la cara muy cincelada que empiecen un vídeo diciendo «Hola, chicas» antes de decirme que pruebe unos brownies de boniato que «si lo prefieres, puedes hacerlos no veganos». No quiero eso en absoluto. Lo que quiero es una señora imperiosa que me diga que espabile de una vez. Quiero que una mujer inteligente, graciosa y a la que se la suda todo me dé una lista de normas en apariencia arbitrarias para mejorar mi vida, para que la vida sea más eficiente, más fácil y, sobre todo, más placentera. Quiero que me diga que soy tonta si no sigo esas normas. Es algo que me cuesta recibir de los hombres, pero ponme a una mujer mayor y sabia con unos pendientes grandes y llamativos que me diga lo que ha aprendido y la seguiré hasta los confines de la Tierra. Si no me encuentras en una boda y no me ves al lado de la tabla de quesos ni en la barra libre, es muy probable que esté a los pies de una abuela o una tía abuela, nadando en perfume Shalimar y en historias de amores perdidos.

Tan solo hay un hombre al que le haya pedido consejo. Durante el annus horribilis, en una de mis muchas noches en vela, le escribí a Nick Cave. Tiene una newsletter, The Red Hand Files, en la que los fans le escriben y él responde en su papel de consejero místico y poético. Ni siquiera durante mis años de ávida aficionada a los consultorios de las revistas le había escrito a un desconocido pidiéndole ayuda, pero ahí estaba yo, en algún momento entre la medianoche y el amanecer, en la cama, escribiendo a oscuras en el ordenador, pidiéndole a Nick Cave que me ayudase. No diré qué le pregunté, porque es demasiado humillante. Y no llegó a contestarme, pero eso daba igual. Lo que aprendí de compartir el dolor más privado con un solucionador de problemas semiprofesional fue que el simple acto de pedir ayuda era, por sí mismo, sanador. Era como si, bajo el manto de la oscuridad, hubiese bajado a hurtadillas a los muelles y hubiese lanzado un mensaje en una botella imaginando cómo lo recibirían. Al escribirlo, estaba reconociendo que podía importarle a alguien, que esa persona podía decirme lo que necesitaba sin conocerme. Porque estaba sintiendo algo que habían sentido otras personas y, por lo tanto, no era, como sospechaba, la mujer más sola y extraña del mundo.

Hace años prácticamente supliqué que me dejasen tener un consultorio en otra revista (cuyo nombre no voy a desvelar excepto para decir que fue Vogue), pero me rechazaron. Y tengo claro que fue una buena decisión, porque ahora estoy comprobando que, si ya es duro recibir consejos de una treintañera, imagina recibirlos de una veinteañera. Sin embargo, a los treinta y uno conseguí convencer a mi maravillosa editora de Style de que ese sería el formato adecuado para mí: un lugar en el que podría hablar de forma íntima con el público sin tener que hablar necesariamente sobre mi vida íntima, en el que podría dar una opinión sobre las emociones de la gente en lugar de opinar sobre la situación del mundo. En la primera década de mi vida como escritora profesional, había escrito sobre todas mis cagadas, lo cual es una buena forma de entrenarse para un consultorio. No podía ni pretendía afirmar que era una sabia o una experta, ni siquiera una persona que había tomado las decisiones correctas. Solo sería una persona que había cometido errores y tenía interés por aprender, alguien que intentaba entender mejor la vida, igual que la persona que escribía al consultorio.

La primera remesa de cartas fue de un surrealismo inusitado. Había una mujer que se había acostado con un hombre «casi enseguida», después de la comida en que había consistido su primera cita; un dentista jubilado cuyos hijos estaban hartos de que les presentase a sus «últimos ligues»; una chica que se mudaba a París y estaba nerviosa por si quedaba en evidencia delante de los lugareños porque le gustaba cogerse «unas cogorzas de magnitud bíblica» y una mujer que tenía miedo de querer más a los perros que a los hombres. Tras un par de años escribiendo este consultorio semanal, sé que los mismos problemas aparecen una y otra vez cada semana («no me quiere», «no lo quiero o no la quiero», «ya no quiero mantener la amistad con cierta persona», «mi madre me irrita»). Es el motivo por el que, al parecer, Claire Rayner —puede que la consejera más querida del país— terminó categorizando los problemas y las respuestas para ser más eficiente (por ejemplo, esta carta presenta el problema 45 y necesita la respuesta 78)  A mí me gusta escribir sobre estos problemas tan consistentes, hay algo tranquilizador en su frecuencia y en el hecho de que estemos todos unidos por un dolor horriblemente personal. A menudo esas son las consultas que más se comparten y comentan, pero no puedes responderlas una y otra vez sin repetirte y que los consejos que das con sinceridad parezcan, de pronto, trillados.

Lo que más anhelo son los problemas inusuales, llenos de detalles extraños que te llevan al centro de un laberinto moral y te hacen meditar de verdad cuál es el mejor plan de acción. Por eso, una de mis cartas favoritas fue la de una mujer que se había enamorado del hijo del que era novio de su madre desde hacía muchos años (a efectos prácticos, de su hermanastro). Después de compartir el mejor sexo de su vida con él, no sabía si lo que estaban haciendo estaba bien o mal, o si era legal siquiera (era legal, según me aseguraron los redactores de The Sunday Times). Nunca había oído un problema como ese, así que tuve que pensar mucho cuál era mi postura. La semana que estaba respondiendo a esa consulta, fui detrás de todos mis compañeros de trabajo y amigos para que me dieran su opinión y así tener en cuenta todas las posibles consecuencias. Esas son las consultas que más ilusión me hace recibir en la bandeja de entrada del correo. Aunque me atormenta la leyenda urbana de que una consejera con consultorio en un periódico de tirada nacional respondió una serie de problemas inusuales y fantásticamente detallados con franqueza y terminó descubriendo que eran cartas de broma que contaban tramas de películas famosas. Por ejemplo, «Tengo una librería de viejo en Notting Hill y me he enamorado de una clienta. El problema es que tiene un trabajo muy diferente al mío y vive en Estados Unidos. ¿Debería intentar tener algo con ella?». Siempre que recibo una historia que parece un poquito demasiado loca, compruebo en IMDb que no he sido víctima de una broma que, por otro lado, reconozco que es muy graciosa.

Muchos de los problemas que me mandaban el primer año del consultorio estaban marcados por el covid. No quería hacer referencia constante a la pandemia como motivo de nuestra tristeza, porque me parecía evidente y bastante triste, la verdad, pero sí creía que era importante reconocer sus efectos colaterales en aspectos inesperados de nuestra vida interior y exterior, sobre todo porque era algo muy nuevo para todo el mundo. Recibí muchas cartas de personas que habían dejado de hablarse con familiares por diferencias políticas, un tema imposible de evitar al hablar del covid. La gente me escribía describiendo su soledad, su tristeza por estar perdiéndose la vida, su miedo a no estar aprovechando al máximo la juventud y la soltería. Otra carta recurrente en aquel momento eran las confesiones de personas casadas desde hacía tiempo que estaban pensando en su primer amor. Aquello era inevitable y me tocaba de cerca, porque, durante las cuarentenas, me había convertido en archivera de mis propias relaciones. Carente de conexión física, encontré consuelo en la virtual. Leí conversaciones de WhatsApp del 2017 con mis mejores amigas. Bajé por la galería hasta la primera foto del iPhone en 2010 y pasé las páginas de mi historia como si fuese una revista satinada de las que hay en la peluquería. Busqué en Google los nombres de antiguos novios y luego escribía «LinkedIn» o «Verkami» para ver si podía reconectar con quienes eran y quienes son sin tener que reconectar con ellos.

Igual que intentaba evitar echarle la culpa de todo al covid, también intenté evitar criticar demasiado internet. Soy incapaz de leer ni de ver mucho más sobre los males de internet. Somos muy conscientes de que demasiado internet puede hacernos daño. Sabemos bien que algunas personas no pueden usa[1]lo de forma sana. Internet es como el alcohol, o conducir, o el sexo. Hay que enseñar los riesgos que tiene, cómo usarlo de forma segura, y me imagino que algún día su uso estará supervisado y restringido. Todavía no estamos en ese punto y, hasta que lleguemos ahí, no creo que sea útil empezar demasiadas frases diciendo: «En la era de las redes sociales…». Es de vagos atribuir todos los problemas a la existencia del mundo digital. Tampoco creo que nuestras preocupaciones se inventaran con interne . Internet solo nos ha dado un lugar en el que ponerlas y multiplicarla. Y, en otros tiempos, mientras me lamentaba por el lado malo de internet, pasé por alto las formas en las que puede enriquecer nuestras vidas. Conozco personalmente a muchas parejas felices que se han conocido en apps para ligar o por redes sociales. Y, a medida que mis amigas y yo nos hacemos mayores y nos va resultando cada vez más difícil encontrar tiempo para las otras, reconozco que me sentiría mucho menos cerca de las personas a las que quiero si no fuera por los grupos de WhatsApp y las stories para «mejores amigos» de Instagram y los álbumes compartidos de fotos de ahijados y los calendarios compartidos para averiguar cuándo y cómo coño vamos a quedar.

Lo que me interesa ahora es cómo los problemas relacionados con internet son síntomas de problemas subyacentes. Eso es lo que siempre espero poder ayudar a diagnosticar a una persona. Un miedo recurrente en la bandeja de entrada de «Querida Dolly» es el de perderse las cosas. A menudo me escriben personas en la veintena que acaban de mudarse a Londres y se preocupan porque no se están divirtiendo lo suficiente o gente soltera que siente que no tiene suficientes citas. Aunque lo más común es que me escriban mujeres con pareja aterradas porque no se sienten del todo satisfechas, asustadas por si la opción que han elegido ha cerrado otras posibilidades mejores. Quieren que les diga si la estabilidad que han encontrado con su pareja es como se supone que tiene que ser una relación larga o si, en realidad, es solo estancamiento y falta de estímulos. Se podría alegar que esta compromisofobia colectiva se ha agravado con las redes sociales, la tiranía de la comparación constante y nuestra hiperconciencia de otras opciones posibles, pero creo que la explicación más convincente es que, sencillamente, el compromiso es más difícil ahora que vivimos mucho más; que el problema es más existencial que digital. A medida que nuestra esperanza de vida se acerca poco a poco a los noventa años, conocer a alguien siendo personas de mediana edad puede conllevar igualmente una relación de cincuenta años. De modo que es normal que la idea de un compromiso para toda una vida nos resulte más abrumadora que a nuestros abuelos, y más teniendo en cuenta que hace muy poco que las mujeres pueden explorar las mismas libertades sexuales y oportunidades laborales que los hombres. Este tira y afloja entre querer una existencia doméstica y arraigada y una vida de libertad nómada es un instinto muy humano, que se ha examinado sin parar en la psique de las historias de hombres y protagonistas masculinos atormentados. Ahora nos toca a nosotras lidiar con este dilema. Un dilema que nunca me canso de explorar.

Explorar es lo que siempre intento hacer cuando leo y respondo a las consultas. Muy pocas veces doy una respuesta clara. Cuando entrevisté al presentador Graham Norton y le pregunté por la época en la que tuvo un consultorio, me dijo que siempre sentía que su trabajo era imaginarse el punto de vista de la persona de la que se le quejaban. Si alguien escribe para hablar sobre la angustia que le provoca una amistad, su pareja, un familiar o un jefe, es fácil expresar empatía y decirle que tiene razón. Lo más difícil es aportar una visión compasiva desde todas las perspectivas. Esa, pienso yo, es la verdadera dificultad de tener que dar consejos: imaginarse cómo lo viven las personas que rodean a quien escribe. Brindar empatía a todas las partes. Yo me esfuerzo mucho por hacerlo cuando escribo mis respuestas: incluso cuando no me parece bien lo que hace la persona sobre la que me han escrito, intento imaginarme qué la habrá llevado a comportarse así.

Ha habido veces que me ha costado ofrecerle una perspectiva diferente a quien escribía, sobre todo a quienes parecen tener relaciones, amistades o dinámicas familiares coercitivas o peligrosas. En esos casos, la seguridad de la persona que escribe tiene prioridad sobre cualquier intento de respuesta con una perspectiva de trescientos sesenta grados. Una vez, recibí un correo de seguimiento de una de esas personas. Me dijo que, después de leer la respuesta a su consulta en la revista, dejó su relación. Fue un recordatorio de la seriedad con la que debo tomarme ese tipo de consultas, aunque las contesto pocas veces, porque soy muy consciente de que «la universidad de la calle» no me otorga la formación ni los conocimientos suficientes para ello.

El único tema con el que soy firmemente rotunda es el puritanismo de cualquier tipo. No soporto el puritanismo. Y veo demasiado últimamente. No me gusta nuestra fobia a los excesos ni nuestro fetiche por el control. No pienso permitir que alguien juzgue su dieta ni su ingesta de alcohol ni su promiscuidad, sobre todo si es evidente que ese juicio es algo que ha internalizado de los demás. Y, por lo general, no me gusta que la gente se queje del estilo de vida ni de los hábitos personales de los demás. También soy bastante intolerante con la adoración impuesta del trabajo. Cierto es que yo misma estoy bastante obsesionada con el trabajo, pero, cuanto mayor me hago, más cuenta me doy de que esa no es la mejor opción para muchas personas. Creo que no se debería juzgar a nadie por priorizar sus relaciones y su salud mental y su felicidad por encima del trabajo. Y no me gusta que la gente se queje porque sus amigos y conocidos no tienen tanta ambición como ellos  En pocas palabras, intento que la gente deje de relacionar la moralidad con ciertas cosas que no me parecen logros (como la delgadez, la riqueza, la virginidad o la abstinencia).

Mi falta de disposición a moralizar en todas y cada una de las consultas es algo que a cierto tipo de lector le disgusta sobremanera. Los comentaristas aficionados de The Sunday Times, los habituales, aparecen en la sección de comentarios todas las semanas y piden lo de siempre: un juicio. Quién tiene razón, quién se equivoca, quién se merece un escarmiento. Quieren un fallo judicial maniqueo sobre la ética de la persona y, si no lo emito yo, lo discuten entre ellos debajo de la consulta. Algo que me resulta bastante fascinante es la cantidad de respuestas que reciben siempre las consultas relacionadas con la fidelidad. Cuando se publica una sobre infidelidades, las comparticiones y comentarios alcanzan cifras poco frecuentes. Poner los cuernos o que nos los pongan son experiencias tristes, pero habituales. En algún momento en la vida de casi todo el mundo, es probable que lo hagamos o que nos lo hagan. Y, aun así, según mis lectores, parece que este acontecimiento vital y su injusticia es el tema que más nos escandaliza. En ausencia de la religión organizada y sus sanciones sociales, tenemos las secciones de comentarios de los periódicos.

Hace mucho que me atormenta uno de estos comentaristas aficionados —un hombre cuyo nombre no mencionaré, porque eso es justo lo que quiere—, que mete baza cada domingo, a veces solo un minuto después de que se haya publicado la edición en línea, para anunciar que está pensando en cancelar su suscripción a The Sunday Times por mis artículos. Su problema con mis textos es anterior a la aparición del consultorio, de modo que su amenaza lleva cerniéndose sobre el periódico más de cinco años ya. Me encuentra aburridísima, esa es su queja principal. Lo aburro a más no poder. Algunas veces, escribe su versión del consejo que le daría a la persona que ha escrito. He terminado dándome cuenta de que ve la sección de comentarios de cada domingo como su propio consultorio en miniatura. Entiendo muy bien esa tendencia y es probable que yo hiciera lo mismo si fuese él, así que, cuando veo que otros comentaristas lo felicitan por la calidad de su comentario semanal, siento una extraña felicidad por él y una sensación de triunfo compartido.

A pesar del ocasional detractor ruidoso, siempre me ha gustado escribir para The Sunday Times. Es una posición muy privilegiada como escritora y como feminista de ideas progresistas . Tengo línea directa con la clase media de derechas inglesa. Todas las se[1]manas, cuando me siento a escribir la respuesta del consultorio, me emociono con esa idea. Puedo colar mis mensajes en la última página de Style y estos, a su vez, se cuelan en ciertas casas de Hampshire. Puede que jueces y legisladores y miembros del Partido Conservador lean mis palabras mientras desayunan sus tostadas con mermelada. No me hace falta convencer a personas de izquierdas y de mi edad de que las mujeres no deberían sentir vergüenza por tener relaciones sexuales sin compromiso o de que una persona no tendría que esconder que su expareja es trans, pero siempre que elijo a qué consultas responder soy consciente de que tengo la oportunidad de normalizar temas en hogares en los que puede que sigan estigmatizados. Y normalizar siempre es más efectivo que aleccionar, sobre todo porque yo misma todavía tengo mucho que aprender. Nunca en la vida quiero dar lecciones a la gente, pero sí que quiero intentar ampliar mi empatía como consejera (y persona), y espero que quienes me lean quieran lo mismo.

La mayoría de las consultas que recibo son de mujeres heterosexuales que me escriben sobre hombres. Me gustaría tener una mayor variedad de temas de una mayor variedad de remitentes, pero solo puedo contestar a las personas que me escriben (aunque los detractores insistan en que los problemas se los inventa un equipo editorial; de verdad que no; si fuera así, os aseguro que serían mucho más variados). Algunas veces me escriben hombres y siempre me choca ver lo diferente que estructuran sus problemas. Las cartas de mujeres suelen seguir la plantilla de: «Este es el problema que tengo, estos son los motivos por los que pienso que es culpa mía, esta es la razón por la que en el fondo sé que no se trata de un problema y me siento tonta por escribirte, gracias por leer esto, el mero hecho de escribirlo ha hecho que me sienta mejor. ¿Soy mala persona?». Mientras que los remitentes hombres suelen sentirse mucho más cómodos echándole la culpa a la persona sobre la que me escriben y están seguros de que su problema es un problema de verdad y del que vale la pena hablar.

A veces es difícil no sentir pena. Si leyera todas las cartas que recibo una semana tras otra y las pusiera unas al lado de otras, observaría una historia global de ansiedad femenina, de no sentirnos lo bastante buenas. De preocuparnos por no ser el tipo de chica que debemos ser desde que nacemos hasta que morimos. Cada década de la vida de las mujeres está marcada por una nueva duda acerca de nosotras mismas. Empieza con las adolescentes que detestan su aspecto, continúa a los veintipocos con las mujeres preocupadas por no haber perdido todavía la virginidad, luego —a los veintitantos o a los veintimuchos— se preguntan por qué no han tenido nunca una relación y se culpan a sí mismas. Luego, las mujeres cumplen los treinta y yo nado en mensajes de puro terror ante la perspectiva de no tener hijos nunca. Luego tienen hijos y recibo cartas sobre ser madres o amigas malísimas porque no pueden conciliar el trabajo y la vida familiar. Luego sus hijos crecen y ellas se preocupan por si son compañeras y esposas malísimas. Luego están las cartas de pánico de mujeres de setenta años que me escriben sobre la disfunción eréctil de sus maridos y me preguntan si es responsabilidad suya mantener la chispa.

Cuando les contesto a todas esas mujeres, lo primero que intento hacer es quitarle la vergüenza a la pregunta. Creo que es útil recordarle a la persona que, sea lo que sea lo que esté viviendo, es probable que otras mujeres ya lo hayan vivido. Eso significa que pueden centrarse en resolver el problema en lugar de odiarse a sí mismas. Ahora entiendo el tópico de los consultorios de «es completamente normal y perfectamente sano». Nunca pensaba que sería de las que responden «es completamente normal y perfectamente sano» a las cosas, pero aquí estoy, siendo una señora pragmática que contesta «esto no es nada que no haya visto antes, chicas».

Cuando conviene —la mayoría de las veces—, paso a explorar, a continuación, cómo está ligado el problema al sexismo de la sociedad. Si las mujeres me escriben para confesar que sienten vergüenza de su vida sexual presente o pasada, o para expresar odio por su aspecto físico, creo que es importante situar esos problemas en un contexto social más amplio para entender del todo dónde está el origen de estos sentimientos de inseguridad. Es algo de especial relevancia cuando recibo las cartas más habituales, que son las de mujeres aterradas por si no tienen hijos. Siento que este tema me atañe en lo personal, porque los años que he pasado escribiendo el consultorio han coincidido con la etapa de mi vida en la que el alarmismo por la fertilidad es ineludible. Quiero hacer todo lo que pueda para darles a las mujeres el consuelo que yo ando siempre buscando: que me recuerden que muchas de las «verdades» sobre fertilidad se basan en conocimientos científicos obsoletos y sin base científica, que hay más de una forma de formar una familia y, sobre todo, que nunca se sabe lo rápido que puede cambiar tu vida.

Estas consultas —en las que las mujeres expresan su miedo a no ser el tipo correcto de mujer— son las que me resultan más fáciles de contestar. Mis respuestas son un intento de curar mis propias heridas, así como las de las mujeres que me han escrito. Al crear esta selección, he repasado todos los consejos que he dejado por escrito y he visto que, aunque ya no soy una escritora de las que lo cuentan todo, mis emociones más complicadas y mis experiencias más sagradas se esconden a plena vista en estos textos. Puede que no fuese una coincidencia que, en el momento de mi vida en el que pensaba que no tenía las riendas de nada, decidiese aconsejar sobre cualquier tema a personas a las que no conocía. En casi todos los casos, las respuestas podrían empezar también con «Querida Dolly». Qué suerte tan grande tengo de que parte de mi trabajo consista en tener el tiempo y el espacio para procesar la vida así.

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