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Labios de fresa, sabor de amor, por Carlos Areces

Su boca se parecía ahora a dos focas varadas en la playa, la una sobre la otra

Goldie Hawn
Cordon Press

Tuve oportunidad de ver las imágenes en un programa de zapping. Un estadounidense de 27 años, Adam Guerra, lleva 18 operaciones de cirugía y más de 175.000 dólares invertidos en parecerse a su ídolo, Madonna. Su novio –deducimos, por tanto, que al menos uno de los fans de Madonna es gay– le ha dado un ultimátum para que frene su pasión por la cantante: por lo visto, le gustaría poder seguir acostándose con un hombre joven y no con una mujer de 56 años. Quizá en la amenaza también influya que su pareja se asemeje más a Raquel Mosquera que a Madonna, pero esto es pura conjetura mía.

Curioseando sobre el caso en Internet, un enlace me llevó a otro y así conocí a Joel Miggler, un artista alemán que, con 22 años, horadó sus carrillos haciéndose un par de agujeros de cuatro centímetros de diámetro que permiten ver sus muelas sin necesidad de que abra la boca (para tomar líquidos debe ponerse tapones); o al más sorprendente de los tres, Henri Damon, un venezolano de 37 años, fanático de los cómics de Marvel, que ha recurrido a implantes subcutáneos, tatuajes en los globos oculares y extirpación de la nariz para emular a Cráneo Rojo, el enemigo del Capitán América. Se pueden encontrar fotos de todos estos casos en Google.

Estas tres personas han modificado su físico de manera voluntaria y lo lucen con orgullo. No creo que ninguno se moleste al sentirse observado por la calle. A la mayoría de nosotros nos provoca cierto rechazo, pero, honestamente, a mí me despierta el mismo estupor que cualquier otra forma de automutilación corporal más frecuente, apenas un peldaño por encima del piercing convencional. Al menos ellos lo han elegido, al contrario que un alto porcentaje de mujeres cuando les taladran las orejas al nacer, algo que incluso en Occidente consideramos civilizado. Pero al margen de opiniones estéticas, no hay ningún tipo de cinismo en su proceder, no tratan de ocultar sus operaciones; es más, subrayan la evidencia de su artificio. Actúan con total honestidad.

CAMBIANDO DE TEMA RADICALMENTE, días atrás me encontré por la calle con una actriz de mediana edad a la que conozco brevemente por haber coincidido en una serie. Cubría su labio con un esparadrapo. Tras preguntarle, me explicó vagamente que su boca estaba algo hinchada debido a una alergia. Le deseé una pronta recuperación y nos despedimos con cariño.

Esa misma semana, para nuestra sorpresa, volvimos a coincidir en un estreno. Ya no llevaba tirita, pero la inflamación seguía presente. Sus labios, antaño finos como los raspones de un cutter, parecían ahora un par de focas varadas en la playa, recostadas la una sobre la otra, y habían adquirido el brillo de una superficie elástica a punto de reventar, como de costal de harina con un par de arrobas de más. La turgencia era tal que un labio no encajaba bien sobre el otro, igual que dos globos apilados. La salchicha inferior se curvaba levemente por el peso y, como no podía cerrar la boca por el centro, daba la sensación de estar sorbiendo a través de una pajita invisible. Me interesé de nuevo por su reacción cutánea, pero ella dijo no saber a qué me refería. La noté incómoda, simuló saludar a alguien en la distancia y se fue a la carrera.

CAMBIANDO DE TEMA RADICALMENTE OTRA VEZ, voy a permitirme ofrecer un consejo: por favor, no dejen nunca de operarse los labios. Apenas se nota y, francamente, no conozco a nadie al que le queden mal. De esto también podéis buscar fotos en Google.

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