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La secta de la comida, por Luna Miguel

«Hay algo muy placentero en encontrar fórmulas para gozar sabores aparentemente anodinos»

Crepúsculo
Cordon Press

Hace casi dos años mi pareja y yo comenzamos a plantearnos la idea de ser vegetarianos por cuestiones puramente morales y sentimentales. En diciembre de 2011 decidimos abandonar la carnaza, con unas Navidades de por medio, eso sí, que nos obligaron a regresar a la dieta anterior por unos días. ¿Cómo íbamos a explicárselo a la familia si apenas nosotros sabíamos muy bien qué debíamos cocinar? Poco a poco fuimos aprendiendo, pero ante un mundo de sabores animales que se cerraba, también se abrió otro nuevo, intenso e interesante, gracias al cual primaron la variedad, la experimentación y el descubrimiento de un nuevo y apasionante mundo: el de la comida. Y donde digo comida, digo comida sana. Y donde digo comida sana, digo, muy a mi pesar, comida cara.

Hay algo muy placentero en encontrar nuevas fórmulas para gozar sabores aparentemente anodinos (una cebolla, un aguacate, un trozo de tofu), pero hay algo mucho más placentero en el hecho de saber que estás haciendo algo bien: algo bueno tanto para tu cuerpo como para el mundo en el que vives. Un pequeño gesto, como se suele decir, que logra convertir tu estómago en un arma más en esta batalla.

A veces, cuando uno cuenta a los demás su obsesión por los alimentos, y en mi caso, por el vegetarianismo, lo miran como diciendo qué tío más loco. Reconozco que tiene algo de secta, algo de intimidad y de conexión. Encontrarte con un vegetariano o con un vegano en una mesa en la que todos son carnívoros es como cuando viajas al lugar más lejano del mundo y de pronto, mientras haces turismo, te topas con alguien de tu pueblo. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por qué extraña razón el destino ha querido reunirnos? Aunque en realidad exagero: cada vez conozco a más vegetarianos y en ocasiones son incluso nuestros amigos carnívoros quienes se sientan al fondo de la mesa, y piden sus croquetitas o su jamoncito, así como asustados. La comida se convierte en un ritual. El menú en un rezo. La dieta en religión.

Lo hablaba el otro día con Mónica Escudero, autora de A vueltas con la tartera y periodista. Ahora que comer es algo estético, algo espiritual e incluso que nos posiciona socialmente, han crecido comunidades que siguen dietas estrictísimas, cada cual más rara y extrema. Si nos escandaliza un vegano, qué decir de un semillista, alimentado básicamente de semillas; o de un crudívoro, que solo come verduras sin cocinar; o de aquellos, tan de moda, que se han apuntado a la dieta paleolítica, haciendo que su estómago se parezca cada vez más al de un hombre de las cavernas. Pero de entre todo lo que he leído últimamente al respecto, mi caso preferido es el de Derek Nance, quien desde hace cinco años solo puede alimentarse de carne cruda. Lo contó hace no mucho en la revista Vice, en cuya cabecera apareció su desconcertante rostro tan sonriente como sangriento…

Dentro de poco, señalaba, cumpliré dos años como vegetariana, y estoy contenta porque creo que es una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida. A veces es difícil, porque lo ecológico no es precisamente lo más barato, y cocinar puede volverse un tanto más complicado. La cuestión está en saber elegir, y en ser coherente y constante. Velar por la salud y por el entorno. Y, eso sí, comamos lo que comamos, nunca volvernos fanáticos locos.

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