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Jane Austen: desfachatez y gravedad

«Y creo que puedo presumir de ser, con toda la Vanidad posible, la Mujer más inculta y desinformada que jamás osó convertirse en Escritora». La autora nunca se avergonzó de su nula educación formal, ni de las limitaciones de su origen y forma de vida.

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Getty/ S Moda

Como es bien sabido, Jane Austen empezó muy pronto a escribir para deleite de su familia. Sus primeras piezas, que, leídas hoy, son todavía un prodigio de hilaridad y desfachatez, se remontan a cuando tenía trece años. A los dieciséis, por ejemplo, compuso una «Historia de Inglaterra […] escrita por una Historiadora parcial, ignorante y con prejuicios», en la que pueden leerse, referidas a Ana Bolena, lindezas como esta: «Por sentido de la Justicia, es mi Deber aclarar que esta amable Mujer fue completamente inocente de los Crímenes que le fueron imputados, verdad de la cual su Belleza, su Elegancia y su Vivacidad son pruebas suficientes, por no mencionar la solemnidad con la que tantas veces declaró su Inocencia».

No deja de ser significativo que, muchos años después, siendo ya la bien conocida autora de Juicio y sentimiento, Orgullo y prejuicio, Mansfield Park y Emma, escribiera el 2 de diciembre de 1815: «Y creo que puedo presumir de ser, con toda la Vanidad posible, la Mujer más inculta y desinformada que jamás osó convertirse en Escritora». La declaración pertenece a una carta que finalmente no envió a James Stanier Clarke, bibliotecario del príncipe regente. Este le había recomendado que dedicara sus esfuerzos a escribir una novela sobre «los hábitos de vida, el carácter y el entusiasmo de un clérigo […] dedicado en cuerpo y alma a la literatura», y más adelante le sugeriría que escribiera otra de tipo histórico en honor de «la augusta casa de Coburgo». La abrumada escritora le diría también que carecía de «Educación Clásica o, cuando menos, [de] un conocimiento muy profundo de la Literatura Inglesa, Antigua y Moderna» para dedicarse a tan magnas labores.

Este ejercicio de falsa modestia era por supuesto irónico pero no deja de ser revelador por el concepto (nada falso) con el que juega: la falta de educación clásica —considerada por entonces indispensable para cualquiera que aspirase a la «gran literatura», y vedada por principio a las mujeres, que no podían ir a la universidad— y de conocimientos literarios. Jane Austen, alardeando de ignorancia e incultura, se representaba así como una rara avis que, mira por dónde y contra todos los pronósticos, había escrito unas cuantas novelas de éxito y merecido nada menos que la atención del bibliotecario del príncipe regente; y, con su típica malicia, le estaba diciendo al ilustre personaje que no necesitaba ser salvada ni redimida: que con ella, tal vez, estaba naciendo un nuevo tipo de escritora. Orgullo y prejuicio: no cabe olvidar que es el título de una de sus más famosas novelas.

Jane Austen nunca se avergonzó de su nula educación formal, ni de las limitaciones de su origen y forma de vida: «Tres o cuatro familias en un pequeño pueblo es lo único con lo que hay que trabajar», decía, porque, en efecto, sin necesidad de buscar más allá, sabía trabajar con lo que le había sido dado, con lo que tenía. Nunca se sintió acomplejada por esa cosa que tanto patetismo inducía en sus colegas del romanticismo (de su tiempo y hasta de hoy): la falta de «grandes experiencias». Tampoco aspiró nunca a ser, como aspirarían muchas escritoras posteriores de la época victoriana (no las hermanas Brontë, pero sí George Eliot), un hombre de letras. Y, sin embargo, escribió en 1816, justo con lo que tenía, Emma, no solo el primer Bildungsroman de la historia de la novela inglesa, sino el primer Bildungsroman del mundo protagonizado por una chica; y ya en 1842 Thomas Macaulay y en 1852 George Henry Lewis la compararían con Shakespeare, que es —y ¡sigue siendo!— el mayor elogio que un británico puede dedicar a otro británico, sea hombre (sobre todo) o (mucho más) mujer.

Jane Austen, ninguneando el prototipo, fue pionera en un montón de cosas. Por volver a Emma, es la primera novela protagonizada por una chica que hace lo que realmente le da la gana… porque, como bien recalcan la narradora y otros personajes, las circunstancias económicas se lo permiten. Nadie exploró como ella —económica, social, psicológicamente— el mercado matrimonial ni los terribles compromisos que este suponía para una mujer que reclamase una identidad y una independencia: el peso del ridículo, de la infelicidad, de la anulación, de la pobreza (en la adaptación cinematográfica de Ang Lee de Juicio y sentimiento hay una alusión al precio de los filetes que no está en la novela pero que demuestra un magnífico entendimiento de ella); y propuso, siempre en oposición al fatalismo romántico, posibilidades para alcanzar, en este siniestro panorama, la armonía. Muchas de sus novelas pueden ser leídas como comedias de los errores: lo son. Pero incluyen una cláusula novedosa: el derecho de las mujeres a equivocarse y a merecer una segunda oportunidad, privilegio hasta entonces reservado a los hombres.

Cuando, después de comprender que jamás se casará con el inútil heredero a la par que cazafortunas Willoughby, Marianne Dashwood enferma, no se trata de un vulgar vahído de heroína de novela romántica. Enferma de verdad. Está realmente a punto de morirse. Jane Austen trató también cómo el terror a la pobreza, desnudo o vestido con los más dignos disfraces, mueve la conducta humana y cómo, en uno de esos movimientos, conduce directamente a la patología y a la muerte. Las desnotadas «pequeñas cosas» no están en sus novelas mitificadas, pero sí complicadas: en ellas también resuena la nota perturbadora de la gravedad.

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