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La extraña soledad de los cuadros de Gertrude Abercrombie: el otro gran hallazgo del libro del año

La elección del cuadro ‘Girl Searching’, de Gertrude Abercrombie, como portada de ‘Un amor’, de Sara Mesa, calificado por Babelia como el mejor libro de 2020, resulta especialmente acertada. Este año, el Museo Carnegie de Pittsburgh reivindica la figura de la pintora y le dedica una gran retrospectiva

Girl Searching, de
Girl Searching, de

Dice Sara Mesa que su excelente novela Un amor (Anagrama, 2020) surge de un sueño recurrente, de historias escuchadas hace muchos años y de imágenes que la asaltaron de pronto, sin explicación aparente: goteras en una casa, un perro atado a una estaca, el sonido de la lluvia en el tejado de un cobertizo o una mujer espiando los movimientos de la furgoneta de un hombre. Esta descripción del origen de su libro encaja de una forma sorprendentemente precisa con la iconografía de la pintora surrealista estadounidense Gertrude Abercrombie, cuyo cuadro Girl Searching ilustra su portada.

El libro de Mesa cuenta la historia de Nat, una traductora que se muda a un pequeño pueblo del interior que resulta estar muy alejado del ‘paraíso rural’ que muchos tendemos a imaginar desde nuestro pisito de la ciudad. La protagonista no acaba de conectar con ninguno de los habitantes del pequeño pueblo de La Escapa que, aunque a veces son amables e intentan ayudarla, siempre acaban mostrándose paternalistas o recelosos con ella y con su presencia en la localidad. Eso cuando no son directamente hostiles o agresivos. El pueblo mismo, con el grisáceo monte de El Glauco presidiendo desde lo alto, acaba adquiriendo una atmósfera tenebrosa y opresiva que cada vez se va enrareciendo más y más hasta el desenlace.

Portada del libro de Sara Mesa.
Portada del libro de Sara Mesa.

Por tanto, las imágenes que evoca el libro: una mujer sola, incomunicación, paisajes desolados y extraños que observan y que son observados, recuerdan mucho, como decía antes, a los lienzos que Abercrombie pintó, sobre todo durante la década de los años 40.

El legado artístico de Gertrude Abercrombie se ha mantenido prácticamente oculto desde antes incluso de su muerte en 1977. Podríamos decir que la pintora fue, durante toda su vida, una artista “de provincias”. Su trayectoria se mantuvo casi en todo momento alejada de los grandes centros culturales norteamericanos, reduciéndose a Chicago y especialmente a los años 30 y 60 del siglo pasado.

En esa época, Abercrombie destacó como una figura clave del mundo cultural de Chicago y, en su enorme casa victoriana, se solían reunir escritores, pintores y músicos en las fiestas que celebraba cada fin de semana. Su hogar era el salón cultural más interesante de la ciudad. Es destacable su amistad con Dizzy Gillespie y con muchos otros músicos de jazz de la época como Charlie Parker o Sarah Vaughan, que en ocasiones incluso se quedaban a dormir en su mansión ya que, en aquella época, no se admitían huéspedes negros en muchos hoteles.

Tal y como señaló el Director Ejecutivo del Museo Elmhurst de Chicago, John McKinnon, la escasa repercusión de Abercrombie se debe a dos razones fundamentales: la primera es que nunca se la asoció a ningún gran movimiento artístico de su tiempo. Aunque ahora es considerada una pintura surrealista, nunca se la incluyó de forma clara dentro de este círculo, en parte debido a su alejamiento del epicentro de esta corriente. Por otro lado, Gertrude era una mujer, en un momento en el que a las artistas femeninas se les prestaba una atención mínima en comparación con sus contemporáneos de sexo masculino.

Tras décadas de olvido, en 2018, la Galería Karma de Nueva York organizó una retrospectiva que se convirtió en una especie de reintroducción de su arte en los círculos de la crítica internacional. Hacía nada menos que 66 años que Abercrombie había expuesto en solitario en la capital artística del país y, para muchísima gente, su obra fue un descubrimiento. Desde entonces, se han organizado exposiciones de su pintura en algunos de los museos más importantes del país y se espera que este año, el Museo Carnegie de Pittsburgh, le dedique una gran retrospectiva.

En sus cuadernos, Abercrombie escribe: “El surrealismo encaja conmigo porque soy una persona muy realista, pero no me gusta lo que veo. Así que sueño que es diferente”. Esta frase, junto con las imágenes que representa en su obra, no puede sino hacernos reflexionar sobre la actualidad del trabajo de la pintora de Chicago.

La recuperación de la obra de Abercrombie no es casual. En ella detectamos al menos dos temas universales, pero que en el momento actual nos afectan de forma especialmente significativa: por un lado, la soledad, y por otro, el mundo exterior como amenaza y el deseo de alejarse de él como vía de escape.

La soledad es uno de los principales problemas en nuestra sociedad. Según un estudio promovido por el Observatorio Social de la Caixa, un 43% de los españoles se sienten solos y el dato es todavía más elevado en otros países occidentales. A pesar de que la mayoría vivimos rodeados de gente, la soledad, como describe Olivia Laing en su ensayo La ciudad solitaria: Aventuras en el arte de estar solo (Capitán Swing, 2017), “no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sea, de encontrar la intimidad que deseamos”.

La británica no es la única que ha teorizado sobre este problema del primer mundo. En los últimos años, algunas de las autoras más elogiadas por la crítica como Vivian Gornick, Rachel Cusk u Ottessa Moshfegh, han tratado esta cuestión. De hecho, Moshfegh, en su novela Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019), encuentra su inspiración en el segundo de los temas: la huida radical de la realidad. Su protagonista decide enfrentarse a una ciudad de Nueva York hostil y despiadada durmiendo durante días con la ayuda de barbitúricos, café barato y blockbusters de Whoopi Goldberg.

La última etapa de la vida de Abercrombie también estuvo marcada por la huida de la realidad. En su caso tomó la forma de un grave alcoholismo que acabó con ella en 1977, a los 68 años y sumida en un cierto olvido. Por suerte, como confirmación de su valía, sus pinturas han resurgido muchos años después como representaciones de nuestro enigmático presente.

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