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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Espíritu deportivo

OPINION-SOFIA

No hago deporte. Lo he intentado muchas veces, pero no lo he conseguido nunca. Me he apuntado al gimnasio solo para no ir. Me dio por correr algunas veces, sin éxito. Durante una época intenté, como todo el mundo, seguir el furor de la rutina de siete minutos de The New York Times. Solo hacía cuatro. Es tan grave el asunto que el año antes de la pandemia (seguramente la vida la dataremos así a partir de ahora) una compañera me pasó el contacto de su entrenador personal. Los martes, a las 7.30 de la mañana, Fran tocaba la puerta de mi casa y a mí me sorprendía la mayor parte de los días aún en pijama y con un café en la mano. Sí, llegaba tarde a clase en mi propia casa.

No hago deporte, pero eso no significa que no tenga equipaciones completas para practicarlo. Durante una época compré, como todo el mundo, varios leggins y camisetas de Outdoor Voices, la marca de Austin que marcó el advenimiento del athleisure milenial. Sueño con los chándales de Entireworld, me imagino arropada en uno de ellos al salir de hacer varios largos en la piscina. ¿Recuerdan aquel anuncio de una gran marca deportiva en el que una atleta confesaba «con esta equipación corro más rápido»? Ese es mi mantra.

Con todo este bagaje comprenderán que los Juegos Olímpicos no son más que un ansiolítico para mí. El Tour, Wimbledon, la Vuelta y los Juegos reflejan mejor el tedio del verano que una película de Guadagnino. No soy inmune a Simone Biles (quién lo es) y he visto en bucle el perfect ten de Nadia Comaneci con su magnífico maillot del otro lado del Muro. He caído fascinada ante el corte en sección de la piscina donde nadaba Michael Phelps y si de madrugada encuentro un partido de curling no me despego del sofá. Pero eso es todo.

Recuerdo que cuando el mundo se paró todos mirábamos como meta los Juegos Olímpicos. Parecía imposible que se suspendieran. Esto solo había pasado en tres ocasiones anteriores y siempre debido a las guerras mundiales. Los atletas vieron cómo sus cuatro años de entrenamiento se convertían en cinco. Tokio, la ciudad transformada para recibir hordas de visitantes, se replegaba sobre sí misma. La organización, el dinero invertido y la ilusión se aplazaban un año. Este anuncio dio la medida de la gravedad de la pandemia.

Los Juegos Olímpicos son, lo comprendí entonces, una especie de reloj puntualísimo que marca el paso del mundo. No se para este reloj más que en las ocasiones en las que se para el mundo. Sirve para marcar récords y hazañas. Su poder simbólico, como bien sabemos por la cita en Berlín, 1936, es tan poderoso como para echar a Hitler de su propio estadio.

En este número revisamos el deporte y los Juegos desde muy distintos prismas. El de la moda, completamente influenciada en los últimos tiempos por la ropa deportiva. El del fair play y el compañerismo: lean la entrevista de portada con Florence Pugh, es toda una revelación. Hablamos con Paloma del Río, la voz que siempre asociaremos con los Juegos y que cuenta las dificultades de ser periodista de deportes y mujer. La jugadora del Manchester United Ona Batlle desgrana la relación entre el deporte y la salud mental, un equilibrio difícil, y la surfista Ariane Ochoa explica cómo sobreponerse a no clasificarse para unos Juegos: entrenando más.

Disfruten de estas lecturas y de los Juegos Olímpicos. Yo este año, que en realidad es el pasado (recuerden que se siguen llamando Tokio 2020), pienso hacerlo.

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