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Eider Rodríguez: «La precariedad es la condena de la mujer soltera»

La escritora vasca se estrena en español con ‘Un corazón demasiado grande’, una antología que recoge relatos de su último libro e incluye otros de sus carrera. Una mirada caústica, tierna y dolorosa sobre la locura y olla a presión latente en nuestra aparente clase media.

«¿Por qué en tus relatos solo aparecen mujeres? Es que no hay casi hombres, ¿acaso lo que haces es escritura femenina?». La revancha de Eider Rodriguez (Rentería, 1977) contra la pregunta constante que (hombres) periodistas le hicieron una y otra vez tras publicar su primer libro de cuentos se materializó en una playa nudista de Hendaya. En concreto, en la que sirve de escenario para Carne, el cuento que abriría su segundo libro y donde narraba por primera vez desde el punto de vista masculino. Rodríguez aportaría la mirada del hombre, sí, pero de forma posesiva y tóxica y sin que se descubriese al macho como tal hasta la mitad del texto. «Me había enfadado mucho en la promoción del primer libro. Era otra época, a mediados de los 2000, y yo encima iba virgen a las entrevistas. No me preparaba nada y cada vez que me decían lo de la ‘escritura femenina’ me ponía rabiosa, insultaba interiormente al periodista una y otra vez. Me iba a casa y pensaba mucho sobre este tema porque para mí todo era muy intuitivo y yo no había intelectualizado esto así. Así que para el segundo lo planteé como un juego, una especie de venganza que tenía clarísima. El punto de vista masculino aparecería en el primer cuento, pero no de la forma esperada». Rodríguez lo cuenta en la cafetería del hotel Presidente en Barcelona, en una jornada de promoción plagada de entrevistas y sin apenas descansos. «Hoy no voy a salir del hotel», dice resignada. La expectación lo merece. Galardonada con los premios Euskadi Literatura y Euskadi de Plata, la autora acaba de publicar Un corazón demasiado grande (Literatura Random House), una esperada antología que ella misma ha traducido y que incluye, por primera vez en español, los cuentos de su último libro y una selección de otros relatos de libros anteriores, publicados originalmente en euskera.

La caústica, tierna y feroz mirada de Rodríguez disecciona las rutinas de una agónica clase media para revelar todo lo que se esconde bajo la alfombra de una aparente y a ratos asfixiante normalidad: una madre está convencida de que sus manos ya no le pertenecen y se las han cambiado de un día para otro. El oscuro secreto de una vecina sacude la monotonía de una mujer aburrida. Una mujer guarda su mioma extirpado de su ovario en un bote. Una familia de piel carbonizada y desfigurada por un antiguo incendio en otro hogar celebra un cumpleaños infantil. Chicas que toman tripis, se magrean en baños de bares mientras suena Rage Against the Machine y pasan a la vida adulta entre cacheos policiales diarios y miradas de desconfianza. «Identifico más a la escritura con un puñal o un bisturí que con una brocha de maquillaje. Escribir me sirve para llegar a lugares con los que no puedo llegar con las manos», apunta. Vaya si lo consigue.

¿Qué tiene lo cotidiano para reflejar tan bien nuestros miedos y anhelos?

Se habla de lo cotidiano pero, ¿qué es lo cotidiano? Es la locura en la que vivimos. Es levantarse y pensar en todo lo que tienes hacer durante el día. Ahora le hemos puesto ese nombre, ¿no? Pero, realmente, detrás de esa palabra, porque cada vez enmascaramos más la realidad con las palabras, hay una bomba que está a punto de estallar. Detrás de esa aparente normalidad y rutina hay gente cansada, loca, que vive al filo día tras día. Que tiene que llevar a casa un sustento, que tiene hijos, que tiene padres o que vive sola. Ahí hay muchísimo material literario, tanto o más que en una guerra o en una historia sobre el naufragio.

Pones el foco en las relaciones entre madre e hijas.

Es un tema que también forma parte de la rutina, todo el mundo tiene una madre, todo el mundo es hijo o hija. También se ha utilizado mucho a la madre para denominar un especie de ente absoluto y omnipresente. Parece que solo hay dos tipos de madres, esa y la contraria. En realidad hay tantas madres e hijas como relaciones. Es muy interesante, pero no solo por las dinámicas en torno a las relaciones sentimentales y de poder, sino para hablar de dos generaciones que colisionan. Dos épocas que chocan y dos maneras de ver el mundo. Para mí todo esto forma parte de nuestra locura.

“Además de otras madres y de los hijos, nadie suele querer estar con las madres”, escribes en La semilla. ¿El mundo da la espalda a las mujeres cuando adquieren ese rol?

En ciertos ámbitos y en cierta medida, sí. Esta es una frase hiperbólica dicha por una actriz que acaba de ser madre y nadie la llama para trabajar, porque huele a merienda de niño. Esa historia está escrita desde la rabia y desde la ira, en la realidad hay parte de esto.

Y no sólo en lo social o laboral, también en la propia identidad, el deseo sexual hacia ellas, por ejemplo, parece que se transforma.

Eso es, conlleva una pérdida de capital social. Esto da mucha rabia. No se tiene en cuenta sus necesidades o condicionamientos. Fíjate, hablaba con escritoras que han sido madres y ellas me contaban que habían tenido mucho cuidado después de serlo en no escribir sobre ello o al menos no escribir acerca de eso de manera sentimental o sensible para que no sean encasilladas. Si ya ser escritora y no escritor te saca de lo universal, pues ya ser escritora y madre puede ser doble encasillamiento. Estás cuestionada.

Zadie Smith planteó algo similar cuando dijo lo de que a Michael Chabon nadie le pregunta por cómo lo hace con sus cuatro hijos pero sí a su mujer, la también escritora Ayelet Waldman.

Un periodista no le pregunta eso a un hombre que escribe pero sí a una escritora madre. Detrás de ese “¿Y cómo haces para escribir siendo madre?» yo creo que hay: A) la sospecha de que no eres lo suficientemente buena escritora porque eres madre o B) no eres buena madre porque estás escribiendo y no estás haciendo de madre o C) ambas.

En los relatos muchas historias se enmarcan en la clase media española. Si de aquí a diez años se lee tu libro, ¿crees que se analizará como el canto del cisne de esa sociedad del bienestar, de los últimos vestigios de la clase media en sí?

No lo sé, no me atrevo a decirte. No tengo ni idea de si se verá así, intento escribir en la realidad de esas cosas que me pasan, de cosas que nos pasan a todos. En el libro sí que hay sensación de olla a presión, de que sí que se está desbaratando esa estructura. Yo sí que tengo un poco este sentimiento en cuanto a la locura que te decía antes y que es insostenible en el tiempo. Nuestros padres vivían mejor y nuestra generación no tiene casa y no tiene nada que perder. A nivel material es impactante ver cómo esta generación está en la cuerda floja y la que viene por detrás, también. Nuestros padres invirtieron en educación, en ‘Tenéis que estudiar’ y ‘Tenéis que ser superiores’. Los que seguimos por ese camino ahora miramos atrás y ¿qué vemos? Nos hemos convertido en otras personas, tenemos el capital cultural pero no el bienestar de nuestros padres. Es una sensación esquizofrénica.

Precisamente algo así describes en Paisajes: “Estás sola porque es el estilo de vida del sitio en el que vives. Vives donde vives porque tu precariedad económica no te permite vivir sola en ningún otro lugar”. ¿Esa precariedad es la última barrera para la autosuficiencia de la mujer soltera?

Es una súper condena. Yo vivo en Hendaya, que está en el estado francés y allí la vivienda es mucho más barata que en el estado español. Soy de Rentería, pero muchos nos fuimos a vivir allí, al otro lado de la frontera porque yo no podía tener una habitación propia donde yo vivía, era imposible. Algo que ya estaba reclamando Virginia Woolf, muchísimos años más tarde, es todavía más difícil y por otros motivos. Tener que vivir con más gente o en pareja porque no te puedes permitir la soledad elegida también es violencia.

Allí, en Hendaya, suceden buena parte de los cuentos como una suerte de ‘no lugar’. ¿Qué representa para ti?

Hendaya es un pueblo fronterizo, es colindante con Irún, yo vivo allí pero trabajo en Donosti. Casi todos los días cruzo la frontera, voy y vengo. Hendaya, estéticamente y arquitectónicamente, es un pueblo muy bonito, pero también es muy fantasmal. No hay nadie en la calle. Tiene una atmósfera que me ayuda mucho a crear, sobre todo porque no hay nada que hacer. Eso, por un lado. Por otro, el hecho de vivir en la frontera pone de manifiesto el artificio mismo de esa división, ¿no? Lo ridículo que es que en un kilómetro estás en Irún y en otro estés en otro espacio: cambia la lengua, cambia el estado, cambia la policía, los alimentos, etc. Cuando levantas la tela de lo rutinario, que en este caso es la frontera, te das cuenta que es una simple raya; pero también ves las implicaciones que tiene. Por ejemplo, todos los días veo a los furgones policiales a la caza del inmigrante africano, que los agarraran en la frontera en Irún y los ponen de patitas en la calle. Estar en Hendaya me sirve para estar en un lado y en otro: en un lado soy la otra y en otro soy ‘nosotros’; pero a nada que cambie de lado, cambia ese rol. Te ves desde otros ojos todo el rato. Crea un sentimiento de extrañeza que también me sirve para mirar el mundo.

“Solo las perdedoras se desquician por los chicos”, dice la protagonista de ‘Lo que se esperaba de mí’. ¿Estamos dejando de romantizar el cuelgue femenino?

Es que yo de pequeña bebí de eso. Me considero de una generación a la que educaron en contra del amor. Eso conlleva sus taras también, eh, no te creas. Pero sí que me decían ‘Tú tienes que estudiar y lo de los chicos, pues eso es para gente que no estudia’. Nuestra identidad, la mía y la de mi entorno, se construyó, desde pequeñita, en contra de ese amor romántico. Nos preparaban más para la guerra que para el amor.

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