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Entramos en el estudio de Ronan & Erwan Bouroullec, iconos del estilo contemporáneo

Distintos pero complementarios, los Bouroullec se han convertido en iconos de la escena contemporánea del diseño.

Casi podrían parecer gemelos… De lejos. La ilusión se disipa en las distancias cortas, tanto en lo físico como en cuestiones de carácter. Ronan, el hermano mayor, tiene un aire más reposado y melancólico, frente a las descargas eléctricas que desprende Erwan, cinco años menor. Empezaron trabajando en la misma mesa, codo con codo, frente a frente. Hasta que entendieron, no hace mucho, que una proximidad excesiva también puede ser nociva. Incluso, o sobre todo, entre dos hermanos. Para empezar, los Bouroullec dan las entrevistas por separado. «No hay motivo para que lo hagamos todo juntos. De hecho, hablamos de formas bastante distintas de nuestro trabajo», afirma Ronan en la cocina de su estudio, situado en una antiguo recinto industrial al pie de la colina de Belleville, barrio parisino en pronunciado estado de gentrificación.

«Ahora somos más independientes, pero nuestro diálogo se ha vuelto más intenso. El proceso creativo consiste, sobre todo, en confrontar ideas distintas y en discutirlas. Una colegialidad excesiva puede ser perjudicial», le secundará Erwan unas horas más tarde. «Es como una relación de pareja. Tenemos intereses comunes y otros que no se parecen. A mi hermano le fascina la electrónica y a mí, la artesanía y el urbanismo. A él le gusta trabajar pausadamente y con mayor reflexión, mientras que yo necesito ir rápido, tal vez por el hecho de ser más viejo…», bromea Ronan. «A Erwan le bastan dos o tres proyectos al año. Yo necesito unos 40».

Distintos pero complementarios, los Bouroullec se han convertido en iconos de la escena contemporánea del diseño. Fueron descubiertos hace dos décadas por el italiano Giulio Cappellini, que como mentor suyo les encargó su primer proyecto de diseño industrial, el llamado Lit Clos (cama cerrada). Sus creaciones parecen proponer un espacio de aislamiento e introspección frente a un mundo estruendoso. Por ejemplo, su mítico Alcove Sofa, recibido en su día entre cierta indiferencia, se multiplica hoy en las oficinas de medio mundo: se terminó entendiendo que proporcionaba un lugar de receso en medio de la jornada laboral.

Las formas orgánicas de la naturaleza son su vocabulario, como demuestra otra de sus obras más conocidas, las aplicaciones murales Algues. Sus colaboraciones con Vitra, Kvadrat, Magis, Kartell, Ligne Roset o Alessi figuran en las colecciones de diseño del MoMA de Nueva York y el Centro Pompidou de París.

Sin embargo, nada en sus orígenes familiares les dirigía hacia el diseño. Crecieron en medio del campo, cerca de la ciudad bretona de Quimper, en un entorno rural y humilde. «Tuve una infancia solitaria. Y cuando uno crece de esa manera, tiende a tener muchas cosas en la cabeza. De niño ya sentía una atención muy fuerte por los paisajes, las sensaciones y los objetos. Escoger una mochila para ir a clase podía llevarme semanas», relata Ronan, que empezó a formarse desde pequeño. «Nuestros padres no eran personas cultivadas en materia de arte o arquitectura, pero nos inscribieron en talleres en la Escuela de Bellas Artes. Así empezó todo». Esa procedencia modesta condiciona, según su hermano, el perfil que han cobrado sus propuestas. «Todo lo que hacemos está pensado para el gran público. Siempre hemos tenido la vocación de hacer algo popular e incluso rústico. Nunca hemos entrado en un palacio. Si nuestro diseño tiene una obsesión, esta es no resultar pretencioso», opina Erwan.

Su asignatura pendiente es que sus diseños se conviertan en verdaderamente democráticos. «Me encantaría diseñar una pared que se pueda comprar en Leroy Merlin. Me enfado cuando pienso que todavía no lo hemos conseguido», admite Erwan. Entre sus últimas alianzas está la que han firmado con la marca danesa Hay, que propone un diseño de gama media a precios accesibles. «Hace algún tiempo también establecimos un diálogo con Ikea, pero no nos entendimos a nivel humano y lo dejamos correr…», cuenta Erwan. Dice encontrarse en plena reflexión sobre cómo alcanzar esa calidad que, a la vez, esté adaptada a los tiempos cortos que imperan en la vida moderna. «Hasta los años setenta te casabas una sola vez en la vida, tenías un solo empleo y te comprabas una sola casa. Los objetos estaban pensados para durar hasta que te murieras. Todo eso ha desaparecido, por lo que el diseño también está obligado a cambiar. Ahora vivimos rodeados de cosas temporales, efímeras…», añade el hermano menor. «Hace un siglo, una familia media tenía 200 objetos. Hoy contamos con unos 2.000. Diseñar se ha convertido en vender cosas sin importancia a personas que no las necesitan», sonríe Ronan, en una denuncia velada al materialismo dominante.

En el eterno debate entre lo bello y lo útil, se niegan a escoger. «Sería como preguntarle a un cineasta si prefiere la imagen o el sonido. El interés de esta disciplina es encontrar una mezcla casi química entre cosas tan complejas como el confort, la ligereza, el precio, el envoltorio y la sensualidad», sostiene Ronan. «En el fondo, ¿qué diferencia a una persona de otra? Más que la belleza, es ese poder mágico e indefinible al que llamamos charme, encanto. Del mismo modo, creo que una silla también puede tener más encanto que otra».

Los hermanos fundaron su estudio en los noventa, durante el apogeo de Philippe Starck, figura tutelar que influyó a toda una generación de diseñadores franceses, como Pierre Charpin, Matali Crasset, Inga Sempé o Constance Guisset. «Starck es un personaje fascinante, gran entendido en la técnica industrial, que supo utilizar la provocación para hacer avanzar las cosas. De pequeño esperaba con ansias sus catálogos de venta por correspondencia. Aunque hoy me genera una especie de amor y rechazo simultáneo…», confiesa Erwan, que prefiere citar a Jasper Morrison y otros adalides de la llamada nueva simplicidad británica como principales influencias. Ronan recuerda sus primeros pasos como diseñador con cierta ternura. «Fue un periodo naíf. Internet no existía y el fax era el colmo de la inmediatez. En aquella época tomé un avión por primera vez en mi vida. Iba a Milán y cortaba los espaguetis con cuchillo y tenedor», se carcajea. «Hoy me acuerdo de aquella ingenuidad y me esfuerzo en conservarla a toda costa». Sabe que es esa supuesta candidez lo que los convierte en únicos.

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