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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El reverso tenebroso de la nostalgia: Putin y las golondrinas de ‘A vida portuguesa’

La tristeza melancólica, ese instinto de la memoria que apunta hacia algo indeterminado, que acaso no existió nunca, lo inunda todo, y es el caldo de cultivo del sueño autoritario de los nuevos dictadores y sus disciplinados émulos.

Tribuna Mariam
COLLAGE DE ANA REGINA GARCÍA CON FOTOS DE GETTY IMAGES Y SAUDADE LUSA VÍA ETSY
Máriam Martínez-Bascuñán

«Al lugar dónde has sido feliz no debieras tratar de volver”, dice una canción de Sabina. Pero siempre se vuelve. Volvemos al mismo lugar, pero ya no es el mismo. Nos sucede como a Ulises al regresar a Ítaca, cuando debe enfrentarse a esos otros rostros de sí mismo que ha ido descubriendo en su viaje y que trae consigo al encuentro de Penélope. Quizás por eso, al cargar con tantas máscaras nuevas, nadie –salvo su perro y el porquerizo- lo reconocen al volver. Ya nada es igual, ni dentro ni fuera, pero hay una fuerza nostálgica que le echa a volar lanzándolo hacia abajo, como hace la gravedad con las alas del águila.

Ese volver, como en la famosa película de Almodóvar, puede ser el patio blanco con su zócalo azul chauen repleto de geranios donde habita el recuerdo de mi abuela. La nostalgia es descubrirme a mí misma regando uno en mi pequeña terraza madrileña. O volviendo una y otra vez a Lisboa, la ciudad donde fui feliz y que siempre se parece a sus postales, allí donde resuenan las palabras de Calvino describiendo a Maurilia: “A través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue”. Precisamente allí, en Lisboa, una querida amiga me lleva a una tienda llamada A vida portuguesa, un lugar mágico donde encontrar productos antiguos y deliciosos que vuelven a fabricarse manteniendo su receta original. Jabones, agua de colonia, mantequilla de almendra, y esas figuritas en forma de golondrinas de diferentes tamaños que emulan el vuelo en bandada de las avecillas. Recuerdo que también estaban en el comedor de mi abuela, así que decido comprar cuatro y las pongo encima de mi cama, para verlas cada día cuando me despierto.

Tal vez la nostalgia funcione en nosotras como la gravedad para los pájaros: hay una fuerza que tira de ellos en vertical, pero las alas vencen. Porque la nostalgia es también la percepción de que nuestra vida está condicionada por límites que no podemos vencer. Nos adaptamos al cambio y al paso del tiempo, pero es inevitable que ese cambio provoque añoranza por un mundo al que siempre querremos regresar, como quijotes dolidos ante la certeza de que ya no es posible. Ese mismo abismo lo encontramos en el tránsito del pueblo a la ciudad. En la gran urbe, la gente vive de otra manera: no se conoce, todo es rápido e impersonal. También se come de otra forma, aunque proliferen los mercadillos perfectos que crean la ilusión de que hacer la compra puede ser una experiencia cercana, incluso en la ciudad. Y aunque una se adapte a su ritmo, siempre surge esa necesidad de arraigo que provoca la emergencia de la nostalgia, el anhelo por un mundo lejano que quizás no haya existido jamás. Y es que, por mucho que “el olor de las almendras amargas nos recuerde siempre el destino de los amores contrariados”, siempre tenderemos a idealizar ese viejo amor. Gabriel García Márquez nos recuerda que la memoria es selectiva.

Pero, en un mundo cada vez más incierto, necesitamos puntos seguros y, curiosamente, siempre los encontramos en nuestro lugar natal. Lo saben bien quienes comercializan con la nostalgia y olvidan el reverso de ese patio luminoso de la abuela: las campanas que disciplinan los días, los campesinos que encienden la noche, el hastío de las tardes que pasan como una larga rumia, los balcones y las verjas negras de Bernarda Alba que marcan la pulsión de transgredir los límites, sobre todo para las mujeres. Esa miseria, que también recuerdo, no me impide echar la mirada hacia el pasado y llevarme las golondrinas de la tienda de Lisboa. Quizás mi abuela también las trajo de allí y, casi 100 años después, yo las cuelgo en un lugar de una casa -mi casa- que he convertido en refugio. Todo forma parte de la rueda de consumo identitario: las avecillas son una superficie sobre la que proyecto mi identidad mirando hacia el pasado. Porque vamos a la caza de identidad y pertenencia en esos productos que nos recuerdan una parte de nuestra vida: la compra de una marca de perfume dice algo, mucho, de nosotras. Buscar refugio a través del consumo nos hace legibles. Las golondrinas colgadas en la habitación, el frasco antiguo de agua de colonia que espera en la cornisa del baño ofrecen pistas a la gente para leerme, para saber dónde ubicarme. Hoy, más que nunca, es el consumo lo que nos define, y tal vez indagando en las cosas antiguas que nos son familiares consigamos cierta seguridad, ese sentimiento de pertenencia que no ofrece la fría ciudad.

La lógica de la nostalgia opera también en la identidad que buscamos en las ideologías en estas abstractas sociedades de las que habla el liberalismo, en la fragilidad de su abrazo. Pero incluso hoy esas sociedades que se dicen abiertas y cosmopolitas están llenas de muros. La tristeza melancólica, ese instinto de la memoria que apunta hacia algo indeterminado, que acaso no existió nunca, lo inunda todo, y es el caldo de cultivo del sueño autoritario de los nuevos dictadores y sus disciplinados émulos. En sus bocas, la apertura significa invasión, despoblación, pérdida de refugio. La respuesta sería volver a un pasado legendario donde buscar nuestras esencias, una suerte de felicidad perdida. Las nuevas ideologías de la nostalgia se inventan una autenticidad falsa para imponernos identidades cerradas, asfixiantes, imposibles. Es una melancolía que también aparece en nuestros feminismos, en la búsqueda de la emancipación a través de valores de la feminidad que, curiosamente, son aquellos que la cultura patriarcal más ha explotado. La maternidad, nuestra biología reproductiva, los impulsos e instintos de la crianza, el llamado pensamiento maternal y del cuidado que la tradición coloca inevitablemente en la esfera de la mujer representan un nuevo y ambivalente camino de emancipación que deja en el aire una pregunta inevitable: si las actividades dominadas tradicionalmente por los hombres son menos válidas, si nos definen menos que las pertenecientes tradicionalmente a la mujer, ¿en qué consiste entonces el privilegio masculino? El ideal melancólico de una comunidad perfecta, circular, comprensiva de quienes somos acecha en los instintos del nacionalismo y su exacerbación imperial, pero también en esa extraña forma de entender el feminismo que excluye a quien no cabe en esa eterna y divina esencia maternal. Pero cuidado, pues esa melancolía, el peso excesivo de nuestras nostalgias, puede hurtarnos la ligereza necesaria para vencer a la gravedad y, abriendo las alas, echarnos, al fin, a volar.

Máriam Martínez-Bascuñán es profesora de ciencia política en la UAM; ha sido directora de Opinión de EL PAÍS, donde continúa siendo columnista.

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