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El paraíso privado de Catalina Estrada

Parece surgida de una novela de realismo mágico. Y es que la infancia de esta ilustradora colombiana tiene un cariz poético, colorista y romántico que ha influido enormemente en su obra y en su persona.

Catalina Estrada

Acaba de llegar de París, donde ha presentado su primera colección de papeles pintados. «Siempre había soñado con ello. Me encantan los interiores, quizá porque paso mucho tiempo en casa, donde trabajo, o porque he heredado de mi madre ese gusto por todos los detalles que conforman un hogar. Me emociona pensar que una de mis ilustraciones puede generar un mundo en torno a un espacio», explica.

La casa de su familia, en Medellín, en la que pasó su infancia y adolescencia, era grande, luminosa y llena de color. «Mi madre tenía cada una de las habitaciones pintadas de tonos distintos y muy vivos. Me resulta fascinante cómo los colores tienen tanto que ver con las sensaciones y los estados de ánimo. Guardo muchas impresiones relacionadas con el color y el espacio. Imágenes de vivencias en mi casa, en la de mis abuelos y en la de mis bisabuelos, de las que tengo una idea muy romántica». Y también en las de tíos y primos. «Vivíamos relativamente cerca, ya que mi bisabuela dejó en herencia a sus ocho hijos, y estos a los suyos, unos terrenos en los que cada núcleo familiar ha ido edificando. Mis abuelos vivían solo a 500 metros de nosotros. En verano, nos trasladábamos al norte a una tierra árida y hermosa, con árboles de mango gigantes, mil pájaros diferentes, cielos estrellados y sin electricidad. Era genial».

Catalina es hogareña –«mis padres también lo eran y lo siguen siendo»–, a pesar de que el trabajo de su progenitor lo obligaba a viajar con frecuencia, sobre todo a Japón. «Trabajaba para empresas orientales y mi madre solía acompañarlo. Eran viajes de tres o cuatro semanas, un par de veces al año. Lo recuerdo bien porque mi hermano y yo nos trasladábamos con mis abuelos: mi abuela nos contaba cuentos cada mañana, al desayunar, y con mi abuelo disfrutábamos de los animales. Cuando mis padres regresaban lo hacían con la maleta llena de maravillas: juguetes, tejidos, rotuladores de colores increíbles, libretas con grafía japonesa. Todo eso ha influido en mi obra».

Lo primero que llama la atención de su trabajo es la riqueza de elementos y el atrevido uso del color. Sus dibujos atrapan enseguida. «Intento transmitir optimismo porque creo que es lo único que puede salvarnos», nos dice. «Vengo de un país que es un paraíso, pero también un infierno. Uno debe tener los pies en la tierra, pero no dejarse atrapar por el pesimismo para no caer en la oscuridad».

Junto al color, motivos de la naturaleza se desparraman exuberantes en torno a figuras aniñadas y animales, todo muy alegórico. «Así es mi país, la flora y la fauna son una locura. En mi casa siempre ha habido flores en todos los jarrones, era fácil salir al jardín y hacer los ramos. Mi papá cuidaba los pajaritos que llegaban, les ponía frutas, plátano maduro… Todo en Medellín es exuberante, vivimos en una eterna primavera. Eso condiciona nuestro sentido estético y nuestra forma de entender el mundo».

Estudió Diseño Gráfico en la Universidad Pontificia Bolivariana y poco antes de finalizar la carrera, en 1995, sus padres la convencieron para que hiciera un intercambio con la Universidad de Pittsburgh. «Se trataba de pasar un semestre estudiando Humanidades a bordo de un barco. Salíamos de Canadá y llegábamos a Japón, pasando por Hong Kong, China, Vietnam, Turquía, Ucrania, Marruecos, India… Estudiábamos todo lo relacionado con esos países y pasábamos unos días en cada uno de ellos».

Esa información visual le marcó. «Fue una experiencia que lo cambió todo. Descubrí otros lenguajes y volví a Colombia exultante». Al finalizar sus estudios, se marchó un trimestre a París, «para aprender francés», y luego viajó a Barcelona para conocer a Erika Bornay y asistir a sus clases. «Había leído Las hijas de Lilith. La admiraba, le escribí y me invitó a venir».

Sucedió hace 12 años y ahí sigue. «Las cosas se encadenaron de una manera increíble: trabajo, inquietudes y vida personal. Asistí también a clases de Historia del arte contemporáneo con Lourdes Cirlot, me matriculé en la Escola Llotja para hacer Litografía y todo transcurrió de un modo tan fluido y agradable que me he ido quedando», a pesar de que, en ese momento, sus ilustraciones realistas no estaban de moda. «Intenté hacer abstracto, pero me resultaba imposible», recuerda. Donde sí triunfaba era en el diseño de flyers para dj, su primer trabajo. «Ahí sí se permitía el color y las formas gráficas. Mi idioma artístico encajaba».

La publicación de sus dibujos en el Anuario de la editorial alemana Die Gestalten Verlag supuso un cambio de ritmo y los encargos empezaron a sucederse. «Me llegó una petición de Paul Smith, a quien no conocía, y le contesté que me resultaba imposible colaborar porque estaba muy ocupada. Esa misma noche, al comentarlo con unas amigas, me obligaron a reconsiderarlo. Entonces estaba muy alejada del universo fashion». Así, acabó diseñando para la línea Pink, «que se distribuyó en Japón».

Hoy, sus ilustraciones son motivo de los estampados de la firma brasileña de moda Anunciaçao, diseñada por María Elvira Crosara. Toda la colección inunda su armario, así que ella solo compra en H&M para hacerse con básicos. Eso sí, nunca renuncia a un zapato original de Melissa, Camper o Tamara Brazdys.

«Jamás he sido presumida. Era muy masculina en mis juegos y en mis gustos, a pesar de tener una madre bellísima y moderna. Las faldas llegaron en la universidad. Hasta entonces, mi mundo eran los pantalones», confiesa.

Femenina y dulce, cuesta imaginar que el primer juguete que pidió a su padre fue una moto. «Quería hacer motocross y lo practiqué. Solía jugar con mi hermano y con dos vecinos. Había pocas niñas alrededor de mi casa, así que aparqué la Barbie  y jugué a la Guerra de las Galaxias. Hay quien no para de comprar ropa, pero mi debilidad son las vajillas: platos, tazas, vasos, cuberterías…».

En uno de sus últimos viajes a Colombia, su madre le colocó en una maleta la vajilla completa de su bisabuela. «Llévatela, Catalina, quiero que la disfrutes. Si alguna pieza se rompe, no importa», le dijo. Solo se rompió una tacita. «En nuestra familia tenemos apego por las cosas, pero no nos gusta contemplarlas, hay que vivirlas. Usar a diario esa antigua vajilla es maravilloso», asegura.

Muchos de los objetos que hay sobre sus muebles y paredes provienen de la casa paterna. Otros los ha comprado en mercadillos o los descubrió en la calle. «Mi madre dice que todo, según cómo y cuándo, se puede colocar. Ella me enseñó que cada uno tiene su noción de belleza y que hay que aprender a respetarla».

Esta es la tercera casa en la que vive desde que llegó a Barcelona. Primero se instaló en el pequeño estudio de Pancho, entonces un buen amigo; luego, ambos se trasladaron a un piso cerca del Palau de la Música; y, después, encontraron este amplio principal, que no se había remodelado desde hacía años. «Fue como volver a mi hogar. Los suelos, los techos, los frescos de las paredes, la madera de las puertas, incluso la terraza donde poder cuidar de las plantas… Fue increíble». Pancho –su actual pareja– es argentino, fotógrafo y ambos comparten la zona habilitada como estudio –de Ikea revisitado con toques de autor– y el día a día. En las paredes, fotos artísticas de él, obras de ella y de otros amigos como Sergio Mora.

Catalina Estrada es actualmente una marca que gestiona licencias en el mundo de la papelería, la decoración, los bolsos, el textil… pero su trabajo artístico no cesa. «Durante algún tiempo me quedé bloqueada porque me empeñaba en pensar qué quería el público, pero era un error. Decidí que el arte era mi capricho y que debía hacer lo que realmente sintiera».

Cada una de sus exposiciones es un proyecto independiente. «Necesito partir de una idea, hilvanar una narrativa y tener un timing», comenta. En la última, Desarmando sueños, pintó niños rodeados de naturaleza y empuñando armas. «Necesitaba hablar del papel de la infancia en el conflicto armado de Colombia», afirma. Las ganancias fueron a parar a una fundación que trabaja con los desplazados de su país. «Todo lo que hago, lo consigo gracias a Pancho, él es mi socio silencioso».

Prendas de Anunciaçao, bolsos de Wayuu y de Puro corazón; zapatos de Melissa, Camper y Tamara Brazdys; pañuelos solidarios para El laboratorio del Espíritu.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

El leopardo fue un regalo de Pancho, su marido. A su lado, bolso negro de Anunciaçao. Sobre el mueble de mercadillo figuras de su casa familiar. En la pared, cuadro de su expo Desarmando sueños.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

Catalina en un rincón de su salón apoyada en una silla de plástico de Fantastik. Vestido de Anunciaçao, joyas de Beatriz Fabres.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

A la derecha, sobre la mesa del comedor, Catalina pone color a uno de los dibujos de su libreta de apuntes.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

Al fondo de la gran sala, Catalina y Pancho han dispuesto su espacio de trabajo en mesas contiguas. El mobiliario es de Ikea, funcional, pero todo respira su sello personal.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

Catalina tiene joyas de su hermano, Nicolás Estrada, y de Beatriz Fabres.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

Ciervo huichol de México. Máscaras de Barranquilla. Dibujo del perro de Catalina por Marcela Cárdenas. Cuadro de José Suárez y obra de Gastón Liberto.

Sergio Moya y Ximena Garrigues

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