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El lucrativo negocio de ser parisina

Icono de estilo por antonomasia, esta mujer reina como musa de un rentabilísimo microcosmos dentro del sistema de la moda.

paris
Manuel Litran

Pura estrategia. Cuando Laura y Nicolas tuvieron que escoger un nombre para su empresa, no dudaron. Impulsores de una de las primeras plataformas francesas de comercio electrónico de gama alta, decidieron ampliar horizontes e implantarse en China, allá donde la enriquecida clase media abraza el lujo casi como primera necesidad. Su portal pasó a llamarse So Parisienne. «El nombre tenía un potencial increíble», explicaron al presentar el proyecto en 2013. «La gente no solo entendía su significado, sino que se impregnaba rápidamente de nuestra filosofía. Era óptimo en términos de memorización de marca y transmisión de valores».

Acababan de entender lo que muchas otras marcas ya parecían tener aprendido: la mujer parisiense, proyección de rasgos tan fascinantes como en el fondo improbables, se había convertido en un personaje protagonista en el sector del lujo. Sus rasgos idealizados la convierten en poco más que una fantasía embaucadora, pero miles de millones de clientas potenciales parecen más que dispuestas a creérsela. La parisienne es sofisticada sin hacer ningún esfuerzo aparente. No sigue las tendencias sino que las reinterpreta a su gusto. No engorda un solo gramo por muchos pains au chocolat que engulla. Educa a sus hijos con desenvoltura, tiene una relación de plena igualdad con su pareja y habla de sexo como quien comenta la meteorología. El mito no es precisamente reciente: apareció en el imaginario colectivo a finales del siglo XIX. Pero muy pocos hubieran sospechado que las damiselas de irresistible mohín y admirable atuendo que describieron Proust y Balzac en sus novelas se acabarían convirtiendo en artífices de un lucrativo negocio que logra mover miles de millones de euros cada año.

¿Por qué vuelve ahora con semejante fuerza? «París como capital de la moda sigue siendo un mito muy seductor. Más que una realidad, si somos honestos. Pero cuando hacemos caso a ese mito, la parisienne emerge como referencia», afirma Jean-Jacques Picart, uno de los consultores en moda y lujo más reputados del Faubourg Saint-Honoré, que ha dirigido la imagen de marcas como Thierry Mugler, Cacharel, Hermès, Kenzo, Chloé y Helmut Lang, además de lanzar las carreras de Christian Lacroix y Hedi Slimane. «Cuando tantos blogs y estrellas de la telerrealidad promueven un estilo aseptizado, no es extraño que el mito de la parisienne resurja como contramodelo. Su independencia, autonomía y libertad frente a la dictadura de las tendencias la convierten en una especie de campeona de la elegancia».

© Eliot Press

Melanie Laurent, ‘parisienne’ contemporánea, vestida de Dior.

Cordon Press

La mujer parisina ha dejado de encarnar un arquetipo de feminidad algo ilusorio para convertirse en artífice de una nueva economía dentro del sistema de la moda, ocupando un espacio central en las estrategias de marketing de las grandes marcas. Especialmente, en la conquista de nuevos mercados alrededor del planeta, con la mirada puesta en el mundo anglosajón y las potencias emergentes, como China y los Emiratos Árabes. Más allá del libro escrito por Caroline de Maigret y otras tres parisinas recalcitrantes –traducido a una veintena de países pero, significativamente, no disponible en francés–, el fenómeno se expande a lo largo y lo ancho del mundo editorial. La pionera fue Mireille Guiliano con French Women Don’t Get Fat (Las francesas no engordan, editorial Vergara), apología de la dieta gala que fue traducida a 40 países y despachó tres millones de copias. La diseñadora y modelo Inès de la Fressange, encarnación perfecta de este supuesto modelo desde que fichó por Chanel en los ochenta, lanzó en 2010 una guía práctica, escuetamente titulada La Parisienne, (La parisina: guía de estilo, editorial Grijalbo), que logró vender un millón de ejemplares en todo el mundo. La escritora Pamela Druckerman, neoyorquina instalada en París, firmó el superventas Bringing Up Bébé (en castellano, Cómo ser una mama cruasán, publicado por Temas de Hoy) sobre las virtudes de la educación de los franceses. Hoy es columnista de The New York Times. Cuando al nutricionista Jean-Michel Cohen le propusieron versionar al inglés su libro de consejos dietéticos, que respondía al frugal título de Saber adelgazar, apostó por rebautizarlo The Parisian Diet (La dieta parisina). Terminó comercializando medio millón de ejemplares.

De la alta costura al fast fashion, las marcas no han tardado en abrazar este poderoso mito. Fabrice Boé, antiguo director general de Hermès, se ha hecho cargo de la presidencia de la marca que lleva el nombre de Inès de la Fressange y aspira a desarrollarla alrededor del mundo, con la apertura de tiendas físicas y virtuales en los grandes mercados del planeta. De la Fressange también ha firmado una colección cápsula para Uniqlo, mientras la influyente Garance Doré ha colaborado con Zara. La maison francesa Gerard Darel ha tenido como imagen a Charlotte Gainsbourg, otra parisina por antonomasia. Ahora sus musas son las chicas del grupo Brigitte. «La parisienne vuelve en un momento en el que se apuesta por los valores seguros y tradicionales, ante la incertidumbre impuesta por la hiperglobalización. Las marcas quieren rescatar una figura que tranquiliza y apacigua al consumidor, puesto que es capaz de reconocerla, igual que sucede con la femme fatale o la mujer andrógina», analiza la socióloga Émilie Coutant, responsable del Grupo de Estudios sobre la Moda (Gemode) de la Sorbona. «Se trata de un estereotipo que aúna a públicos distintos y crea consenso. Al constituir un mito construido a partir de la suma de todas las parisinas, numerosos tipos de mujeres distintas logran identificarse con ella, incluidas las extranjeras. Si triunfa, es solo porque en el fondo no existe», sentencia Coutant.

James Andanson

Ojos melancólicos y oscuros y cabellera negra como su atuendo: Juliette Greco, otro referente.

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El fenómeno explica la fascinación anglosajona por actrices como Clémence Poésy, probablemente más conocida y apreciada en el extranjero que en Francia (donde rueda poco y no siempre cosas interesantes), o bien por Léa Seydoux, a quien Woody Allen ofreció un papel de parisiense de manual en Medianoche en París: una chica que vendía vinilos en el mercado de las pulgas de Saint-Ouen y pronunciaba diálogos como «París es más bella cuando llueve». Tras el escándalo generado por La vida de Adèle, nunca totalmente perjudicial para una parisina digna de ese nombre, la actriz rueda ahora la nueva entrega de la saga James Bond. Su último estreno en Francia ha sido una nueva adaptación del Diario de una camarera que en su día filmó Buñuel junto a Jeanne Moureau, donde Seydoux interpreta a una parisienne de entresiglos.

Esta figura es una construcción que corresponde al espíritu francés, siempre rebelde y transgresor, empeñado en no adoptar la regla por sistema. Ese tipo de valores inmateriales también alimentan el mito», explica la historiadora de moda Guénolée Milleret, especialista en el siglo XIX y antigua responsable de los archivos de Yves Saint Laurent. «En términos de consumo es un elemento tranquilizador, porque remite a la elegancia eterna, aunque también sea víctima de una explotación algo vergonzosa. Una cosa es vender ropa y otra seguros o coches». Para Milleret, el mecanismo que rige la utilización del arquetipo de la mujer parisina resulta clásico en el sistema de la moda, que suele difundir imágenes que convierte en objeto de deseo, aspiración o emulación. «Ya en la literatura decimonónica, la parisienne aparecía descrita en oposición a la mujer provinciana, quien recibía las publicaciones ilustradas de estilo mucho más tarde y se esforzaba en copiar al pie de la letra todo lo que veía en ellas», apunta. Para la historiadora, la globalización ha provocado que ese grupo de adeptas tardías se haya ampliado considerablemente. Según el razonamiento del márketing, cualquier mujer que no viva en París ha pasado a formar parte de ella, ya habite en Lyon, en Dubái o en Shanghái.

Rue des Archives

La modelo Kiki de Montparnasse fue musa de muchos artistas europeos. Aquí, retrato del pintor Moise Kisling de 1925.

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«Esa lógica tiene un sentido histórico. La emergencia de la moda en el siglo XIX está ligada al desarrollo de las grandes ciudades durante el paso a la modernidad, cuando abren los primeros grandes almacenes y se desarrolla el comercio», aclara Coutant. En ese contexto, aparece el personaje de la flanêuse, esa sofisticada paseante que vaga por los bulevares ataviada con elegantes modelos desprovistos, por primera vez, de la rigidez del miriñaque. Manet inmortalizará a esa mujer finisecular en su cuadro La Parisienne (1876), donde la modelo aparece vestida con un atuendo de seda de negro estricto, ya no entendido como símbolo de luto sino de gusto minimalista. El propio artista confesó que su musa era una actriz, evidenciando así el carácter algo ilusorio de su puesta en escena. «Una fémina en corsé es una mentira, una ficción que para nosotros [los hombres] es mejor que la realidad», llegó a teorizar Eugène Chapus en un volumen titulado Manual del hombre y de la mujer ‘comme il faut’, publicado en 1855.

Para que este entramado funcione en el mercado hiperglobalizado, mujeres de todo el mundo deben adoptar esta actitud. Igual que en otra época hicieron la británica Jane Birkin o la estadounidense Jean Seberg, Natalie Portman se identifica hoy con el mito en la campaña para Miss Dior, igual que Kate Moss es imagen del perfume Parisienne de Yves Saint Laurent o Keira Knightley, de Coco Mademoiselle. «Como todas las tendencias, terminará por agotarse», sostiene Picard. «Pero si a las mujeres se les contagia algo de la elegancia, la modernidad y la personalidad de Inès de la Fressange o Caroline de Maigret, ya será un progreso, especialmente en las economías emergentes. La parisienne no intenta parecerse a la página de una revista, sino que tiende a una armonía personal y única». Para encarnar una leyenda imposible, sus efectos son considerables.

Courtesy Everett Collection

Isabelle Adjani en ‘Diario íntimo de Adèle H.’, de François Truffaut, 1975.

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