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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El hombre del paraguas

Las comedias románticas son una gran parte de mi educación sentimental, y probablemente una de las razones por las que me obsesioné con querer vivir en Nueva York.

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He visto cientos de comedias románticas a lo largo de mi vida: para animarme cuando estaba triste, para reafirmarme cuando estaba feliz, después de un mal día, durante una buena tarde. Me apasiona el género y no me canso de verlas. Pocas cosas me reconfortan tanto como una de esas películas de Hollywood pobladas de gente guapa que se enamora al ritmo de canciones pop, con la Gran Manzana de fondo. Las comedias románticas son una gran parte de mi educación sentimental, y probablemente una de las razones por las que me obsesioné con querer vivir en Nueva York.

Despreciadas por muchos y relegadas a la categoría de placer culpable, valoro de ellas su guion predecible, el patrón que siempre se repite, la tranquilidad de saber cómo acabarán. En tiempos convulsos me encanta empezar una película sabiendo que habrá un final feliz, una canción bonita, una pareja enamorada y títulos de crédito. Vemos comedias románticas porque queremos creer en las pequeñas mentiras sin importancia, en ese amor fácil y en una vida de ensueño durante el rato que estamos frente a la pantalla. Roxane Gay, la autora de Mala feminista, escribe sobre cómo esta fórmula la relaja: «Chico conoce a chica, chico y chica tontean, hay complicaciones, hay una ruptura de corazón o tal vez alguien que se interpone en el camino. Pero todo sale bien, el amor es real, el amor es bueno, verdadero y eterno, el amor lo conquista todo, el amor es lo máximo, el amor es todo lo que una chica quiere. [Cuando veo estas películas] creo que no es necesario trabajar mucho para permitirse ese estilo de vida en Los Ángeles o Nueva York. Me encanta la forma en que mienten las comedias románticas».

Por supuesto que la vida no es una comedia romántica ni siquiera en Nueva York, pero durante mis primeros meses en la ciudad pensé que podría serlo. Recién aterrizada, todas las posibilidades estaban a mi alcance. Tal vez haría un gran amigo del que me acabaría enamorando, como en Cuando Harry encontró a Sally. O quizá sería al encontrar trabajo en una editorial, como en La proposición. En el peor de los casos, siempre podría ser una millennial atribulada como las chicas de Girls.

Llevaba un mes de máster cuando una noche salí de mi clase en Midtown para ir a cenar a casa de una amiga. Como la temperatura era agradable, decidí ir paseando. Estaba a mitad de camino cuando empezó a diluviar. Era una tormenta torrencial, pero ya no había ninguna línea de transporte público que me sirviera, así que me saqué la gabardina para impedir que mi ordenador muriera por ahogo y que mis libros se desintegrasen. Ya me ducharía en casa de mi amiga. De repente se me acercó alguien por la derecha. Era un hombre alto y de ojos verdes. Compadecido de mi aspecto de perro mojado, me cubrió con su enorme paraguas azul claro. Caminamos juntos un buen rato, y me explicó que era alemán, que pasaba la mitad del año en Europa y la otra mitad en Nueva York por negocios, que conocía bien España. Su hotel quedaba entre mis clases y la casa de mi amiga. Cuando llegamos a la entrada insistió mucho en que me quedara el paraguas, que lo necesitaba más que él. Desconcertada por lo que acababa de suceder, llegué a mi cena y expliqué la anécdota. A medida que la relataba en voz alta, me daba cuenta del horror: había desperdiciado mi oportunidad. Esta era mi escena de comedia romántica.

Tendría que haberle escrito una nota con mi teléfono y dársela al portero del hotel. Al día siguiente, con el sol brillando de nuevo, intenté encontrar el lugar donde me había despedido del misterioso hombre alto, con la esperanza de hacerme con algún dato. Mi pésimo sentido de la orientación y el hecho de que todavía no conociera bien la ciudad no ayudaron. A veces creo que soñé o me imaginé al alemán de ojos verdes, pero desde la esquina del sofá donde veo comedias románticas atisbo el enorme paraguas que me regaló. Me queda su paraguas… y las películas.

Leticia Vila-Sanjuán es editora y vive deseando que algún día su vida se parezca a una novela.

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