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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A solas en el MoMa

Sé que pasarán los meses, pero no olvidaré esa mañana de viernes en lo que parecía el fin del mundo.

Leticia Vila-Sanjuán.
Leticia Vila-Sanjuán.

Pasé el fin de año de 2014 visitando a mi amiga Anna, que trabajaba como corresponsal en Nueva York. Fue un invierno especialmente gélido y justo después de que me fuera la ciudad sucumbió a la tormenta de nieve Juno, que detuvo toda la actividad durante varios días. Recuerdo perfectamente nuestra excursión al MoMa el 3 de enero, las capas de abrigos que nos sacamos al entrar al museo abarrotado de gente. Los cuadros más famosos estaban fuera de nuestra vista, detrás de hordas de turistas que, como yo, querían sacarse una foto con la noche estrellada de Van Gogh o el colosal lienzo de Pollock. Un poema de Tranströmer dice: «Lo único que quiero decir reluce fuera de alcance como la platería en la casa de empeños». Porque a veces lo que más deseamos ver lo atisbamos por su reflejo. Queda, como los cuadros de esa tarde de enero, lejos de nuestro alcance.

Esa había sido mi última visita al museo de arte moderno. Los museos en Nueva York empezaron a reabrir hace pocas semanas, con unas restricciones muy estrictas y al 25% de su capacidad total. Para ir hay que comprar entradas programadas con bastante antelación y la cola virtual para sacar tickets del MoMa es la experiencia más cercana a conseguir entradas de Glastonbury que se puede tener este año. Después de varios minutos en tensión frente a la pantalla del ordenador lo conseguí. Me sentí afortunada y veloz, mi compañera de piso y yo teníamos entradas para ir un viernes a media mañana.

Recorrer un museo tan célebre casi vacío constituye una experiencia entre religiosa y distópica. De repente, teníamos todo el tiempo del mundo para ver la gigantesca colección a solas. Liberadas de la presión de ir directas a los cuadros que hay que ver, caminamos sin rumbo. A pesar de que tanto mi amiga como yo habíamos estudiado historia del arte en la universidad, nos centramos en el disfrute puramente subjetivo. La escritora Olivia Laing explora en La ciudad solitaria la relación entre las obras de varios artistas y la soledad salvaje que uno puede llegar a experimentar en Nueva York. Ella se sentía extremadamente perdida rodeada de gente. Los lienzos de Hopper y sus protagonistas melancólicos que miran al infinito siguen compartiéndose más que nunca estos días porque reflejan muy bien esa sensación de alienación en los tiempos de la distancia social. Podemos sentirnos solos en un restaurante rodeados de gente, en una habitación de hotel, en pareja o en una calle transitada de una gran ciudad. Y ver un cuadro de Hopper, irónicamente, nos hace sentir menos solos en nuestra experiencia particular.

Nos sentamos en los bancos de las salas de arte contemporáneo, que en tiempos normales siempre están atestados. Puntualmente entraba una pareja a la sala, hablaba un rato frente a las señoritas de Avignon, hacía una foto y se iba. Contemplando unos Rothkos enormes, coloridos y preciosos, me acordé de lo que tan bien describe la escritora argentina María Gainza en su fantástica novela El nervio óptico: «Dicen que hay que pararse frente a una tela de Rothko como frente a un amanecer. Son cuadros bellísimos, pero la belleza puede ser sublime o puede ser decorativa, y en los livings neoyorquinos del Upper East Side sus cuadros combinan deliciosamente bien con los sofás de cuero y las alfombras de angora». Puede que mirar un Rothko tenga algo de experiencia espiritual, pero de una clase que no admite palabras. Es como visitar los glaciares o atravesar un desierto. Pocas veces lo inadecuado del lenguaje se vuelve tan patente. Frente a Rothko, una busca frases salidas de un sermón dominical pero no encuentra más que eufemismos. Lo que uno querría decir en realidad es «de puta madre». Hay visitas a museos y a viejos cuadros conocidos que están para siempre grabadas en mi memoria: la primera vez a solas con Los embajadores de Holbein en la National Gallery de Londres, A Bigger Splash de Hockney en una retrospectiva maravillosa en la Tate, Hopper en la Yale Art Gallery, Richard Estes en galerías de Madrid y en Barcelona. Los recuerdo porque esas imágenes me trasladan directamente a lo que significaron para mí en ese momento. Ocurre con la pintura como con las canciones y con las películas: en última instancia, todo nos remite a nosotros mismos. Lo decía el título de aquella película, Todas las canciones hablan de mí. Por eso sé que pasarán los meses, pero no olvidaré esa mañana de viernes en lo que parecía el fin del mundo, fotografiando un MoMa vacío y contemplando esos cuadros que parece que siempre están ahí. A veces, como sucede con muchas cosas importantes, sentimos que quedan fuera de nuestro alcance.

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