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Tu hijo de 12 años podría estar ganando 4.000 euros al mes y tú sin enterarte

Un gestor de marketing experto en intermediar con influencers y marcas desvela el caso de un niño español que cobraba varios miles de euros mensuales sin que sus padres lo supieran. ¿Es una excepción o una realidad en la sociedad del marketing viral?

Alejandro Rivas es profesor del área de Dirección de Marketing en IEDGE y fundador de MarcaSfera, una agencia de acciones especiales para marcas. El pasado sábado, para celebrar la década que lleva al frente de su empresa, Rivas decidió compartir en Twitter un hilo para visibilizar su trabajo; esto es, ser el mediador en el lucrativo negocio y trato con los influencers y las marcas. Para los que vivan en otra galaxia y desconozcan el término, un influencer es un supuesto líder de opinión en cierto ámbito que, a través de sus cuentas personales en Internet, influye recomendando productos a sus seguidores. En España los hay de todo tipo y pelaje, pero la historia de Rivas se ha viralizado rápidamente por lo asombroso de la anécdota: en ella cuenta cómo un niño muser de 12 años, sin supervisión paterna y gestionando sus ganancias por Paypal y sin cuenta en el banco, cerraba tratos hace tres años con marcas de todo tipo.

El chaval, que ahora tiene 15 años y al que Rivas apoda como «el próximo Amancio Ortega», es un influencer muser especializado en vídeos de humor («una especie de Cremades en pequeño, subiendo vídeos chorras con sus colegas en el cole»). En 2016, el niño tenía 200.000 seguidores en Instagram, contestaba correos electrónicos de trabajo en horario lectivo y hasta se había trabajado un hoja con tarifas «de lo más elaborada». Sus condiciones para trabajar con marcas eran tajantes: no hacía facturas, ningún adulto firmaba ningún permiso para el trabajo y su padre no se podía enterar. Aunque la acción de marca que Rivas planteaba no se acabaría llevando a cabo por no caer en la ilegalidad, el niño le dijo que trabajaba con firmas con frecuencia y que era plenamente consciente de que «cobraba más que su padre» (ese mismo mes había cerrado tratos por unos 4.000 euros). Sus progenitores no tenían ni idea de lo que ingresaba, él se las apañaba para ingresar sus trabajos por cuenta de Paypal (que había creado con datos falsos) y todo lo compraba con Internet. Sus padres pensaban que eran regalos de las marcas por «ser muy conocido en Internet».  «Es un caso único entre las más de 1.000 acciones con influencers que hemos hecho durante estos años», aclara Rivas por teléfono, abrumado por la viralidad de su historia. El experto en marketing asegura que mientras los niños influencers siempre están tutelados (agencias de representación o padres), los adolescentes con cientos de miles de seguidores son los que más procuran saltarse el consentimiento paterno. «Nosotros nunca trabajaríamos en esa situación, tras este episodio, decidimos sentarnos con nuestro abogado para establecer un protocolo de actuación en caso de que se nos presentara un caso similar», aclara.

El caso del niño influencer español pone sobre la mesa un hecho: ¿quién controla el trabajo de estos menores? Los niños prodigio ya no salen del cine y ahora copan las redes. Para muestra, los datos de Forbes: el octavo youtuber que más cobra del mundo tiene 6 años. Su canal es Ryan ToysReview y se embolsa 11 millones de dólares anuales por probar juguetes y hacer reseñas a sus 10 millones de suscriptores.

No es una parodia, es real. En EEUU se edita esta revista para emprendedoras menores de 15 años.
No es una parodia, es real. En EEUU se edita esta revista para emprendedoras menores de 15 años.Teen Boss

¿Es una excepción el caso del niño que cobraba más que su padre sin que éste lo supiera o una realidad en el marketing viral? Fuentes de agencias de comunicación consultadas por esta revista que trabajan con influencers explican que el caso expuesto por Alejandro Rivas es una excepción bastante extraordinaria, aunque que sí existen vacíos legales con influencers menores que cobran y gestionan su negocio sin agencias de representación o intermediarios. Más habitual es encontrarse, en el nicho de la moda y belleza, con una chica menor, con unos 120.000 seguidores en Instagram, que decida mencionar una marca en uno de sus posts. Por hacerlo se llevará entre unos 700 y 1.000 euros y para no tener que facturar a su nombre porque no puede, pedirá a la agencia o la marca que la factura se emita a la empresa paterna. Según cuentan las citadas fuentes, prácticamente en todos los casos los padres tienen pleno conocimiento de los negocios de sus hijos, aunque ellos no gestionen el trabajo directamente y lo deleguen en el menor.

La proliferación de estos casos no debería sorprendernos. «¡Cómo conseguir dinero online ahora mismo!» o «Brooklyn & Bailey explican cómo puedes ganar millones en YouTube… solo siendo tú misma» son algunos de los titulares de la revista estadounidense Teen Boss (Teen Bo$$ en su diseño gráfico). Una publicación cuatrimestral dirigida a niñas adolescentes en las que, tal y como defendía Jia Tolentino en su análisis en The New Yorker, «el dinero es lo que el sexo es en Cosmopolitan: un gancho irremplazable y de atención». Una revista para emprendedoras menores de 15 años podría hacer sonar muchas alarmas en España, pero aquí también sufrimos una suerte de cultura hagiográfica de chavales millonarios con una idea. El ansia por encontrar a ‘baby emprendedores’ (menores de 23 años) en la burbuja mediática que celebra y premia el triunfo capitalista no importan derrapes como el de Pau García Milà, el jovencísimo gurú mediático que todos se rifaban (incluido Buenafuente) y que después llevó a sus empresas a la quiebra. Una consecuencia de esa narrativa ‘mágica’ que exponen revistas como Teen Boss en la que la riqueza y el capital implica felicidad y la realización personal de niñas a las que probablemente no les haya bajado ni la regla. Lo certifica en Teen Boss una niña de 12 años con reality y una línea propia de leotardos: «No es como un trabajo de nueve de la mañana a cinco de la tarde. ¡Trabajamos 24/7!». Que no decaiga el entusiasmo (y las exclamaciones) pese al atisbo de esclavitud laboral.

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