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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Segundas oportunidades

«Propongo algo: regalemos lo que no usamos, lo que compramos fruto de un capricho y ahora miramos con desgana».

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Georgia lleva una americana roja de animal print y elabora jabones en una isla situada en medio del Egeo. Su historia es la de muchas atenienses: rondaba el 2012, los bancos cerraban, la ciudad se llenó de delincuencia y ella no quería vivir con miedo ni penurias. Tomó un barco y se instaló en Tinos. “Quería vivir con sencillez, tener un horizonte limpio delante de los ojos”, me cuenta mientras miro hipnotizada cómo fabrica un jabón de clavo, cacao y naranja de aspecto amarmolado. Lo ha logrado y hoy cuenta con un pequeño negocio llamado Ena Karo, que gestiona desde una casita encalada con una puerta azul que me ha abierto para que lo conozca. En un momento, limpia un resto de aceite esencial con una servilleta y me dice, mirándola: “Ahora la guardo en un armario para que huela bien”.

Con los restos de los jabones esculpe pequeños animales. Aquí todo se aprovecha. Y no solo se refiere a sus procesos, sino a algo más profundo: en Tinos, como en cualquier lugar conectado a la naturaleza, todo lo que proviene de ella sirve para comer, para generar energía, para cuidarse. En los días que pasé en esa isla hablé con cocineros, artesanas y arquitectos y solo un par de veces surgió la palabra sostenibilidad y nunca prefijos como eco o bio. No lo necesitan. Tampoco romantizan su vida, ni desprecian la ciudad; no hablan desde un púlpito, sino frente a un horizonte claro. Viven aquí, sin más.

En Tinos todo está pensado para durar. Grecia lleva durando milenios. La mayoría de lo que tenemos en casa, no. Y a veces eso es bueno; por ejemplo, bendita la cosmética que se acaba. Eso es porque se usa y se repite, ese es el mejor cumplido para una marca. Uno de los mandamientos de la sostenibilidad, esa palabra que, entre todos, perdón, estamos manoseando hasta dejar sin brilló, reza: “Compra algo que resista el paseo del tiempo”. El autocorrector ha escrito paseo en lugar de paso y creo que es bonito. Esto se aplica a una camisa, pero no a un champú: lo deseable es que su paseo por el tiempo sea corto. Lo que dura es, también, lo que se recuerda. Los datos y palabras se olvidan y lo que permanece es lo inasible: los aromas, los sonidos, el espacio. Es ese perfume que recuerda a aquel tipo guapo e innecesario, esa habitación donde nos dieron un masaje arrulladas por el mar. El mejor tratamiento es el que se recuerda y la mejor cosmética es la que se usa. Chimpún. Es preferible un producto mediano que se utiliza cada día a uno superstar abandonado en la repisa del cuarto de baño. Esos desprecios son tristes porque suponen una esperanza truncada. A la cosmética le pedimos mucho y si no nos lo da somos crueles con ella, ahí te quedas.

Propongo algo: regalemos lo que no usamos, lo que compramos fruto de un capricho y ahora miramos con desgana. Es frecuente que si alguien viene a mi casa salga con un cosmético en la mano y no se me agolpen llamando al timbre, por favor. Son productos que no benefician a mi piel o de los que me cansé y merecen seguir su camino. No tengo apego y sí amigos. Con la cosmética sucede como los amores; no hay que empeñarse. Leí en las páginas de este periódico una cita de André Green que anoté: “El aferramiento es lo contrario del vínculo”. Juan Gabriel lo escribió de maravilla: “No te aferres a un imposible”. A los sérums que no nos hacen bien, como a algunas personas, hay que dejarlos ir. Quizás a otras pieles les gusten. Es más fácil decirlo que hacerlo. Las segundas oportunidades son más fáciles que las primeras.

*Anabel Vázquez es periodista. ¿Sus obsesiones confesas? Las piscinas, los masajes y los juegos de poder.

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