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Entre el mito y la necesidad: la controvertida relación de las escritoras con las revistas femeninas

Se reedita ‘La campana de cristal’, el clásico de Sylvia Plath inspirado en el verano que pasó en la revista ‘Mademoiselle’. No es la única autora célebre que mantuvo una particular relación, como trampolín o sustento, con las revistas de moda.

«Jay Cee era mi jefa. No era una de esas pánfilas de las revistas de moda con pestañas postizas y joyas estrafalarias. Jay Cee tenía cerebro, así que sus pintas feas no parecían importar». Unas «pánfilas». Así ve Esther Greenwood a sus compañeras de redacción. Esther no sabe ni esquiar ni montar a caballo porque «eran aficiones demasiado caras», pero ha ganado un concurso de una revista femenina, «escribiendo artículos y cuentos y poemas y consejos de tendencias» y de premio la han llevado a Nueva York, donde «casi toda la gente que conozco intenta adelgazar» y aprende que «no hay nada como vomitar con alguien para sellar una amistad». A Esther le fascinan y repugnan por igual las inquilinas del Amazon, el hotel de mujeres en el que descansa mientras no está en la revista durante su verano en Manhattan, un edificio habitado por «chicas de mi edad con padres ricos que querían asegurarse que vivieran donde los hombres no pudieran molestarlas y engañarlas». Esas chicas le parecen un muermo. «Las veía en la terraza, bostezando y pintándose las uñas e intentando mantener el bronceado de Bermudas, y parecían aburridas a más no poder […] Las chicas así me asquean. Me dan tanta envidia que no puedo ni hablar».

Esther Greenwood es la protagonista de La Campana de cristal, la única novela publicada de Sylvia Plath (1932-1963), la que narra el intento de suicidio de una joven poeta y que fue, fatídicamente, la misma que se publicó un mes antes de que metiese la cabeza en el horno. El texto, que ahora se reedita en Random House con nueva traducción de Eugenia Vázquez Nacarino y prólogo de Aixa de la Cruz, traza paralelismos biográficos con la propia vida de la autora. Al igual que Esther, Plath ganó un concurso como editora invitada de una revista femenina (Mademoiselle) en 1953 y pasó alojada en el hotel para mujeres Barbizon unas semanas en el mes de junio en Nueva York junto a otras jóvenes seleccionadas (las mismas con las que también sufrió una intoxicación de tomaína). Al igual que Esther, durante ese lapso de tiempo salió con un traductor simultáneo de la Naciones Unidas (Gary Kamirloff; en la novela, Constantin) y el delegado legal José Antonio Las Vías, una cita que la propia Plath recordaría como «el peruano cruel» en sus diarios (editados aquí por Alba en 2016) y que en la novela se traduce en un violento encuentro con intento de violación.

En La campana de cristal Esther demuestra su hastío por esos «consejos de moda, plateados y vacíos» que «nadaban como burbujas escurridizas en mi cerebro» y «salían a la superficie como un estallido hueco». En la vida real, Plath tampoco atesoró buenos recuerdos de Mademoiselle. Así lo escribió en su diario al poco de volver: «Nueva York: sufrimiento, fiestas y trabajo»; un período marcado por «la competencia, las modelos preciosas y las señorita Abels» (Jay Cee en la novela). El 24 de agosto de 1953, al volver a casa tras su etapa en Mademoiselle, Plath, como Esther en su novela, se vio sometida electrochoques e intentó suicidarse tomando una sobredosis de somníferos escondida en un cobertizo de su casa.

Plath entrevistando a Elizabeth Bowen para ‘Mademoiselle’.
Plath entrevistando a Elizabeth Bowen para ‘Mademoiselle’.Mademoiselle
Portada y poema de Sylvia Plath en la revista ‘Mademoiselle’ en 1953.
Portada y poema de Sylvia Plath en la revista ‘Mademoiselle’ en 1953.

Del «merezco más que esto» a la cronista generacional

Si echamos la vista atrás, las revistas femeninas han ejercido de funcional trampolín o puro sustento en esa venerada lista de autoras que han definido parte del análisis cultural y sociopolítico del último siglo y medio. Una relación controvertida, y algo esquizofrénica, si analizamos una evolución marcada por tres fases fácilmente diferenciadas. De los complejos misóginos por escribir sobre ‘lo femenino’ y el canon intelectual (en la edición masculina) interiorizado entre autoras como Plath o Nora Ephron hace medio siglo pasamos, derivada por los clichés de series y películas, a una especie de fantasía y mito aspiracional irreal de cronistas frívolas o jefas pérfidas obsesionadas por el poder de la moda a lo Sexo en Nueva York o El diablo viste de Prada. Una representación ombliguista, jaleada en la vida real por autoras como Cat Marnell, que se vio abocada a la extinción por la paulatina desaparición de las ediciones impresas y la explosión de esa burbuja bon vivant de la industria tras los años 90 y los principios de los 2000. Irónicamente, la crisis del papel ha favorecido un nuevo paradigma de prestigio para las más jóvenes, alejadas de las privilegiados círculos de las semanas de la moda y herederas de una nueva explosión del ensayo sociocultural en la esfera digital.

Las renegadas

La apabullante lista de negritas del ámbito literario y de opinión de autoras femeninas en las revistas femeninas durante todo el s. XX no provocó, precisamente, entusiasmo entre las propias firmas por el hecho de publicar en ellas. Vogue acogió a Dorothy Parker –antes de que saltara a Vanity Fair–, a Joan Didion o a Susan Sontag. Mademoiselle, cuyo lema era «una revista de calidad para las mujeres jóvenes», premió a Plath y también a Françoise Sagan, a Sontag, tuvo de editora a invitada a Didion, a Joyce Carol Oates y publicó textos de ficción de Flannery O’Connor y Shirley Jackson. Sin las efervescentes crónicas de Nora Ephron en Cosmopolitan nunca la hubiesen fichado en Esquire para sus memorables perfiles o reportajes sobre el feminismo–recogidos en Ensalada Loca (Contraseñas, 2006)–, a la que saltó, precisamente, con uno de la mítica editora de Cosmo, Helen Gurley Brown. Porque no todas se mostraban satisfechas o realizadas al lograr ese hueco en la prensa de moda.

La propia Plath expresa en sus diarios la ansiedad temprana por poder publicar y escribir para una «revista realmente profesional», como veía a Harper’s, The Atlantic o al New Yorker, mientras consideraba a las femeninas como un simple intermediario para su excelencia como autora: «Diablos, merezco más que aparecer en el The Ladies’ Home Journal», resumió, verbalizando ese malestar misógino que creía ver su talento reducido o menospreciado por publicar en una liga de publicaciones de segunda división

Joan Didion, fotografiada en el 67 mientras preparaba ‘Arrastrarse hacia Belén’. A la derecha, su ensayo ‘Sobre el amor propio’, publicado en ‘Vogue’ en 1961.
Joan Didion, fotografiada en el 67 mientras preparaba ‘Arrastrarse hacia Belén’. A la derecha, su ensayo ‘Sobre el amor propio’, publicado en ‘Vogue’ en 1961.Getty/ Vogue

Tal y como recuerda Michelle Dean en Agudas (Turner, 2019), Nora Ephron, que se hizo freelance tras dejar el Post, escribía «por dinero» para las revistas femeninas «como Sontag hizo antes que ella». La autora de Se acabó el pastel (traducida aquí por Contraseñas en 2006) no siempre disfrutaba de sus reportajes porque tenía la sensación de que en las revistas de moda «no alcanzaba el nivel intelectual que es más satisfactorio para mí como escritora».

No era la única. La crítica hoy se rinde ante escritos como Sobre el amor propio, el ensayo que Joan Didion publicó en Vogue en 1961 y que se recoge en Los que sueñan el sueño dorado (Literatura Random House, 2012), pero la mayor parte de los textos en primera persona que escribió para la publicación mientras vivió en Nueva York  –basados en sus propias frustraciones, como los celos– no ha sido recogida en otras antologías. «Es importante recordar que en aquella época Didion escribía para una revista que no tenía el respeto intelectual y literario«, insiste Dean en Agudas.

Joyce Maynard, que como Plath y Didion ganó siendo una cría el concurso de Mademoiselle –publicó en modo confesional La turbación de ser virgen y desde sus páginas entrevistó a la hija del presidente Nixon antes de que J. D. Salinger se obsesionase con ella al verla a toda página como rostro (y voz) de su generación en la portada del magazine del New York Times en 1972–, tuvo una relación de dependencia absoluta y pura necesidad con las femeninas durante buena parte de su carrera como periodista. Lo recuerda en varias ocasiones en sus memorias Mi verdad (Circe, 2000) donde expresa el malestar por recurrir una y otra vez a este tipo de publicaciones por dinero. Mientras vivió su peculiar romance con Salinger, Maynard aguantó estoicamente el menosprecio y sarcasmo del escritor por las revistas para mujeres. Ese poso no pudo quitárselo durante años, despreciando a unas publicaciones con textos «falsos e hipócritas, desgraciadas componendas de comercio y arte». El destino querría  que esa estrategia fuese su salvavidas económico familiar cuando retomó su carrera de freelance al verse arruinada, embarazada y con un marido que malvivía pintando casas a los 24 años. «Estaba cansada de escribir para revistas para mujeres […], pero llamo por teléfono a todos los antiguos contactos y les brindo ideas para artículos sobre la manera de mantener vivo el matrimonio, de sacar partido a los malos momentos, de alentar al marido a comunicarse». Esos textos confesionales sobre las alegrías y angustias de lo doméstico le valieron una célebre columna sindicada en diversos periódicos locales, Domestic Affairs, que la hizo famosa a escala nacional, borró, en parte, el rastro de Salinger de su currículo personal y permitió seguir con su carrera de guionista y escritora.

Joyce Maynard, fotografiada en 1973 a los 20 años al publicar su primer libro. A la derecha, Nora Ephron en 1972.
Joyce Maynard, fotografiada en 1973 a los 20 años al publicar su primer libro. A la derecha, Nora Ephron en 1972.Circe/ Getty

La eterna fantasía aspiracional de la redactora de moda

El nuevo siglo lo estrenamos asumiendo que la escritora en revista de moda más famosa del mundo ni siquiera existía en la vida real. A través de una serie de la HBO, prácticamente todo el planeta asumió que una podía permitirse un apartamento en Manhattan y el horno lleno de bolsos de Fendi si escribía unas pocas palabras en un columna mensual. Carrie Bradshaw, la columnista de Sexo en Nueva York que interpretó Sarah Jessica Parker, sería la encargada de moldear a escala global ese arquetipo de autora y revista femenina con la llegada del s. XXI. Un estereotipo narcisista y tirando a frivolón que se exploraría y desarrollaría con más ahínco en otros productos culturales en ficción (El diablo viste de PradaBetty la fea) o en realities como The Hills en la MTV. Una era de excesos donde la fascinación global estuvo marcada por el reinado de las editoras a lo Anna Wintour, Carine Roitfeld o Franca Sozzani o por los cronistas superestrella de la propia industria, como Suzy Menkes, Tim Blanks, Cathy Horyn o Vannessa Friedman.

El mito aspiracional, la fantasía que rodea a la redactora de revista de moda, siempre ha estado ahí, prácticamente inmutable: en 1953, Sylvia Plath se compró todo un conjunto de estilismos estudiados, vestidos rectos y zapatos de salón, para aterrizar en la redacción de Mademoiselle. Joan Didion ha hecho de los básicos su maleta de viaje un culto que siguen tótems del diseño como Phoebe Philo. Más de medio siglo después, Cat Marnell aparcó sus bailarinas para ir cómoda en el metro y se hizo con unos Marc Jacobs de tacón y una falda de lápiz de Prada de segunda mano para emular a la pinta que supuestamente debía tener una editora de belleza de Teen Vogue. Marnell habrá sido el enfant terrible politoxicómano de las femeninas –también pasó por Nylon, Lucky y XO Jane y se hizo famosa por crónicas en las que contaba cómo había esnifado heroína en viajes de prensa–, pero también ha sido la mejor cronista, como se puede comprobar en sus memorias How to Murder your life (Simon& Schuster, 2010), de todo lo que se cocía en los cuarteles centrales de Condé Nast a principios de los 2000. Sus vivencias son un baño de realidad frente a ficciones televisivas: nada de baguettes de Fendi en el horno, en las redaccione se malvivía a base prendas de segundo mano y reventas de freebies. Si ella podía permitirse el trabajo en Lucky, por apenas 26.000 dólares al año, o pasar por otras redacciones del gremio, fue porque, obviamente, sus padres le pagaban el alquiler de su piso en Nueva York.

Carrie Bradshaw, la escritora en revista de moda más famosa con la que empezamos el nuevo siglo no existía en la vida real.
Carrie Bradshaw, la escritora en revista de moda más famosa con la que empezamos el nuevo siglo no existía en la vida real.HBO

Internet y el regreso de la ensayista politizada

El 10 de diciembre de 2016 la web de Teen Vogue inició un nuevo paradigma digital: un ensayo titulado Donald Trump está haciendo luz de gas a América se convirtió en un fenómeno sin precedentes en la red. Firmado por la (ahora controvertida) periodista Lauren Duca, el texto que analizaba como el nuevo presidente se había hecho con el poder haciendo dudar a los estadounidenses de su propia salud mental se compartió de forma viral tras el trauma nacional de los comicios de noviembre y contó con el beneplácito de históricos del sector del periodismo hard, un factor que todavía parece requerirse para que un texto salido de una web femenina sea validado y aplaudido por unanimidad. «Dan Rather, el veterano anchorman y patriarca del periodismo estadounidense, la compartió en sus redes comentando que la publicación era una ‘improbable fuente’ para un ensayo tan lúcido y militante. Se entiende que Rather, de 85 años, no esté al día con la línea editorial de una revista para adolescentes, pero en realidad no era tan improbable», recordaba Begoña Gómez Urzaiz cuando explicó el proceso de politización (digital) de la revistas femeninas en El País.

La irrupción y popularización de blogs o newsletters feministas (The Hairpin, Jezebel, Lenny Letter) en la última década, una explosión que interseccionó con la personalización informativa del algoritmo en las redes sociales, ha servido como espejo para la politización de las versiones digitales de las revistas de moda. El éxito y la consecuente inversión publicitaria por la multiplicación de clics de este tipo de textos (el tráfico de Teen Vogue creció un 250% cuando empezó a tratar temas de igualdad, sexualidad y justicia reproductiva) llegaron con ensayos militantes de jóvenes redactoras politizadas sin miedo a utilizar la primera persona. Una nueva generación marcada por firmas como Jia Tolentino, Emily Gould, Sloane Croasley, Doreen St. Félix, Ann Friedman o la propia Duca, autoras que pasaron por las revistas o blogosfera femenina, han dado el salto a publicaciones generalistas o son las mismas que ahora triunfan editando sus ensayos y novelas, las que lideran y abren paso a nueva tanda de cronistas sociopolíticas en la segunda década de los 2000. Mujeres que escriben para una nueva generación de lectores inmersos en la cuarta ola feminista, aquella que reniega de la necesidad de imitar un canon masculino para ser validadas y que no presenta traumas o sentimiento de inferioridad por sentir lo femenino como lo universal.

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