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¿Por qué la Alta Costura (incluso en formato digital) sigue siendo relevante?

Puede que la experiencia en remoto reste emoción a un ámbito que vive de la fantasía, pero lo cierto es que la Alta Costura, hoy más ‘realista’ y ecléctica que nunca, resulta una herramienta necesaria en un momento en que muchas firmas buscan nuevos lenguajes para seguir importando a la audiencia.

De izda. a dcha., los desfiles de Valentino, Az Factory, Dior y Armani Privé
De izda. a dcha., los desfiles de Valentino, Az Factory, Dior y Armani PrivéImaxtree

Llevamos años preguntándonos qué sentido tiene la Alta Costura, la máxima expresión de la artesanía, el lujo y la exclusividad, en una industria que lleva tiempo caminando (o mejor dicho, corriendo) hacia la senda de la prenda masiva y la novedad mensual. Ahora, más que nunca, el debate sobre su relevancia está sobre la mesa: para los pocos que suelen asistir a los desfiles, porque ahora no pueden disfrutar de esa experiencia elitista ni apreciar a simple vista prendas cuya importancia real reside en los matices; para los muchos que la disfrutaban desde casa, a través de Youtube o Instagram, y que ahora, en cierto modo, no la viven con el mismo sentimiento de escapismo (es curioso, pero un desfile presencial, aunque se disfrute desde la pantalla, genera más emoción que uno grabado a puerta cerrada); y luego están los clientes, que los hay, aunque sus nombres y sus procesos de compra son parte del lucrativo misterio que rodea a este negocio.

Lucrativo porque, por mucho dinero invertido en procesos, logística y materiales, la Alta Costura sigue siendo una inversión en capital cultural, es decir, sigue funcionando como un motor necesario para mantener el aura de ciertas marcas. El pasado martes, pocas horas antes de que se desvelara su colección, contaba vía Zoom Bruno Pavlovsky, presidente de moda de Chanel, que su relevancia actual residía en «que es la manifestación más pura del ADN de una marca. Si hacemos lo que hacemos después, en las tiendas, es porque existe la Alta Costura». Eso no quiere decir, por supuesto, que esta tenga que ser obligatoriamente un despliegue fantasioso ajeno a la realidad. De hecho, Virginie Viard, sucesora de Lagerfeld en la dirección artística de la maison, siempre ha apostado por priorizar la excelencia en materiales y procesos por encima de los artificios en el diseño. Puede haber trajes de pantalón de Alta Costura, vestidos fluidos y aparentemente simples, bermudas o chalecos absolutamente versátiles (si no fuera por su precio, claro). Es cierto que tradicionalmente se espera que este sea un reducto de escapismo y sueños impracticables; que, en cierto modo, hay un sector de la audiencia que espera la vuelta de aquellos desfiles de Galliano (en Dior) o Alexander McQueen, pero la Alta Costura, aunque elitista, sigue formando parte de una industria que no se mueve por los mismos mecanismos que hace veinte años. Hoy la exclusividad, en sentido amplio, e incluso el lujo, han redefinido sus códigos. No apelan al mismo consumidor, ni siquiera al mismo público.

Por eso quizá el desfile de Valentino también refuerce la tesis de Pavlovski. La casa que fuera durante años la favorita de la semana de Alta Costura, por sus volúmenes extremos, su preciosismo y su vibrante gama cromática, también a relajado sus códigos, y ha reducido el efectismo a plataformas imposibles y máscaras doradas. No solo ha introducido modelos masculinos, es que directamente ha trasladado el discurso recurrente del prêt-à-porter a la costura: Pierpaolo Piccioli explicaba la colección como «una ruptura de códigos de género y de libertad a la hora de vestir», es decir, con la narrativa habitual en la que se redunda para hablar de esas propuestas mucho menos exclusivas que aspiran a venderse en las tiendas. Armani, que siempre ha jugado en esa liga de lo realista y lo atemporal, contaba a este periódico al hilo de su colección que la Costura «está en buena forma. Tengo muchas clientas que son directivas y sus encargos siguen llegando. Aunque es verdad que los vestidos para ocasiones especiales son el eje central de nuestro sector”.

Son precisamente esos vestidos especiales, aptos para unos pocos, los que siguen dando sentido a casas como Stephane Rolland, Alexandre Vauthier y en cierto modo, Giambattista Valli, que se dedican casi exclusivamente al encargo y el hecho a medida. Ahí este sector es absolutamente negocio, no imagen; sus colecciones se presentan año tras año, pero no resuenan en grandes audiencias. Cumplen su función. Y, por supuesto, tienen su público, aunque los criterios para juzgarlos no deberían ser los mismos que en el caso de aquellas grandes casas que utilizan la Costura como estrategia para fines mayores. Curiosamente, Schiaparelli ostenta un extraño término medio; solo hace Costura, pero su resonancia histórica la convierte en una casa que juega en la liga de audiencias más populares. El eterno coqueteo con el surrealismo de Elsa Schiaparelli ha sido, obviamente, la baza que ha jugado su actual director artístico, el americano Daniel Roseberry, pero si su propuesta, presentada con un sencillo catálogo de fotos, ha sido una de las más celebradas, es precisamente por su firme creencia en subvertir los prejuicios asociados al sector: «la palabra ‘costura’ evoca en el imaginario colectivo delicados bordados, frágiles como el encaje; faldas confeccionadas con metros de seda, vestidos tan inofensivamente bellos como un cuento de hadas. Pero, ¿quién dice que esto es lo que debe ser la costura?», explicaba Roseberry. La potencia en lugar del romanticismo, la ironía en lugar de la grandilocuencia, ha convertido sus imágenes en las más virales.

Así, en una industria que está pasando por una transición forzosa, la Costura también oscila entre ideas heredadas y esa ‘actualización’ de la que se habla desde hace tiempo. La situación ha hecho que dicha oscilación sea más patente: hay lenguajes más actuales, discursos más conectados con el presente, hasta el punto de que firmas nicho asociadas a lo urbano, como Area o Sterling Ruby, se han estrenado en este ámbito con ideas que no distan mucho (o nada) de sus propuestas habituales; hay, por lo mismo, reivindicaciones añejas en el prêt-à-porter pero casi nuevas en la Costura; como la de Alber Elbaz, el hijo pródigo, que ha regresado con nueva marca/laboratorio de ideas, AZ Factory, proponiendo esos ‘vestidos especiales’ para todas las tallas y edades (aunque, visualmente, su idea del diseño sea muy similar a la de sus años dorados en Lanvin). Y, por supuesto, resiste la grandilocuencia, los despliegues en los materiales y los matices preciosistas, como en el caso de Dior, la única marca en hacer un vídeo y que ha llevado a la vida (y al presente) los arcanos del Tarot de la baraja de Bonifacio Bembo del siglo XIV. Su inspiración, como la de Fendi (la siempre recurrente Virginia Woolf), entronca con las narraciones profundas y oníricas de la costura de hace veinte o treinta años; su ejecución, sin embargo, resulta dispar; mientras Dior apela al sueño y la magia, también en los vestidos por separado, Fendi busca hacer historia inmediata en redes sociales a través de su casting de celebridades. El propósito para ambas, en cualquier caso, sigue siendo el mismo: producir imágenes exquisitas que marquen la diferencia en una industria obsesionada con la producción de contenido.

Pero, paradójicamente, lo que más destaca de esta Costura es que cumple mejor su función que muchas de las erráticas colecciones de prêt-à-porter para esta temporada, repletas de ensoñaciones y de piezas impracticables en 2021. La Costura no se lleva puesta si no eres billonario, se disfruta visualmente, pero eso no quiere decir que su discurso sea ajeno a la actualidad: tiene más sentido desplegar la identidad de una firma de lujo en prendas absolutamente exclusivas y artesanales que proponer tendencias masivas alejadas de la vida actual cuando incluso la misma idea de tendencia lleva tiempo en el banquillo; es más lógico captar al consumidor potencial de una marca hablando de maestría, detalle, manufactura e historia que hacerlo realizando juegos visuales y proponiendo estéticas con poca traslación a un presente que viste ropa básicos que conserva en su armario.

Por si ya este hecho no fuera lo bastante contradictorio, esta semana de la Alta Costura ha dejado otra paradoja latente: a falta de desfiles presenciales y espectáculos masivos, funcionan mejor la sencillez, la fotografía y/o la filmación de la pasarela clásica que los juegos narrativos y efectistas que muchos intentaron en la edición del pasado junio, la primera en digital. No solo la Costura está viva, sus dinámicas para generar deseo y adhesiones a las firmas siguen funcionando a la antigua usanza.

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