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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué esas chicas llamaron «pobrecillos» a sus vecinos de colegio mayor

Supongo que ellas aún no se dan cuenta de que lo pequeño e intrascendente, aparentemente poco peligroso, se añade a lo grande.

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¿Has visto lo del colegio mayor ese? ¿Cuál colegio mayor? Ay, yo sí lo he visto. Qué horror. Qué espanto. Leo y siento la noticia como la sentimos tantas. Querría entrar en el edificio desde el que se gritó, entrar también en el de enfrente, preguntar, indagar, saber qué sienten, uno por uno. Ver sus vidas consiguiendo rasgar ese tejido tupido que los recubre, un tejido que han generado entre todos y parece representarlos a todos, amalgamado su pensamiento, amalgamado su grito por la ventana. Y amalgamadas también ellas en su respuesta, que desconcierta. Porque las chicas receptoras de los gritos furibundos y los aullidos animales de sus compañeros del colegio mayor de enfrente, también han amalgamado su opinión para verterla a los medios: Se quejan de que la reacción social es excesiva, desmedida. Y dicen “Pobrecillos”.

Pobrecillos es una palabra que se repite en las declaraciones de ellas. Quizás simplemente el periodista haya querido repetirla y nada más la dijeron una vez, pero a mí eso me ha resonado profundo: las muchachas compadeciéndose de ellos, sintiendo incluso una extraña ternura por esos machotes que lanzan gritos guturales y las llaman putas, ninfómanas, y les aseguran que se las van a follar. Obviamente, ha sucedido como tantas veces, que lo relativamente pequeño (una noche de descontrol y gritos, un ritual demencial entre colegios mayores) se ha convertido en el símbolo de algo mucho más grande (el machismo imperante e imparable, la toma de fuerza de los comportamientos violentos y sexistas entre las generaciones más jóvenes, la muestra de una sociedad embrutecida).

Y entiendo ese “pobrecillos” incauto y joven, ese “no es para tanto” en boca de las chicas del colegio mayor de enfrente. Y voy a ser paternalista, mirándolas con la preocupación de una persona –una mujer– que ha vivido, como tantas hemos vivido, una pequeña acumulación de alaridos. Supongo que ellas aún no se dan cuenta de que lo pequeño e intrascendente, aparentemente poco peligroso, se añade a lo grande. Tampoco se dan cuenta todas esas personas que en redes defienden este suceso como una tontería, una chiquillada, de que esos alaridos en el edificio de enfrente se van acumulando y se van amplificando, de que viven aquí, con nosotras, y que son el ginecólogo que te llama puta o loca, el médico que no te escucha, el jefe que se burla de ti y no te deja hablar, el novio que te presiona para follar aunque no quieras, el tipo que te sigue por la calle de noche. Son cosas que pueden parecerte diminutas porque solo te han pasado a ti, porque no hay marca visible en tu cuerpo, porque bueno, la vida sigue. Puede ser que alguien te lo señale y digas que no es para tanto, que pobrecillo, que para qué complicarle la vida a ese, a ese, o a ese otro. Y así, a base de pobrecillos, es posible que un día te des cuenta de que es difícil andar por el mundo sin escuchar, cada tanto, unos alaridos que te van comiendo el terreno, que ya te lo han comido, que ya no queda casi nada.

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