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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pocas y buenas

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Aunque crecí escuchando que más vale poco y bueno que mucho y de usar y tirar, una de las primeras cosas que hice cuando cobré mi primer sueldo fue ir a arrasar tiendas de rebajas para renovar mi armario. Con esa compra pensaba que me abastecía para cualquier ocasión: ropa de oficina, vestidos para eventos hipotéticos que nunca llegaban, blusas para el verano y ropa de deporte por si algún día me decidía a hacerlo. Por supuesto, la mayoría de esas prendas eran casi siempre de mala calidad y acababan en la basura la temporada siguiente.

En su recopilación de reflexiones, filias y fobias Agua y jabón, la periodista Marta D. Riezu explica que el origen cultural de esta tendencia tiene las raíces muy asentadas en nuestra cultura: “En España existe un auténtico culto a la acumulación de chorradas, algo lógico en un país que ha conocido la miseria. La apertura de los ‘Todo a cien’ fue nuestro gran salto adelante hacia esa desconocida: la abundancia. De tener poco y malo pasamos a tener mucho y malo”. Con el transcurso de los años me ha pasado algo parecido con las relaciones —es mejor tener pocas y buenas que infinitas y superficiales—. Durante mucho tiempo quise aumentar mis círculos sociales lo máximo posible, y acumular amistades, amoríos y nuevos conocidos. La expansión constante me parecía la forma más natural de evolución, con la emoción ante todas esas personas que todavía no conocía. Y aunque hoy vivir en Nueva York, una ciudad de renovación interminable, alimenta y sacia esa ansia de novedad, cada vez valoro más las relaciones que sobreviven a ciudades, etapas y momentos vitales.

Pienso en el mensaje que me mandó Ana, amiga incondicional, justo después de uno de nuestros últimos encuentros, diciéndome que hace 25 años que nos conocemos. Sobre el papel, no podemos tener menos en común en esta fase de nuestras vidas. Y, sin embargo, es la pared de ping-pong contra la que reboto ideas, consejera fiel y a ratos memoria histórica. Y aunque llegan nuevas amistades, que me despiertan la emoción de poder elegir qué versión de mí misma voy a ser esta vez, hay algo único en cuidar y sostener algo durante tantos años. Los anglosajones, que siempre tienen expresiones que suenan acertadas, lo llaman quality over quantity.

En su manifiesto Cómo no hacer nada, la escritora Jenny Odell explica que nuestra idea de productividad está vinculada siempre a la innovación. Como sociedad, no tendemos a ver el mantenimiento y el cuidado de las cosas como algo productivo, escribe la autora. Vivimos en una cultura que empuja a la novedad y al crecimiento por encima de lo cíclico o la regeneración, y que eso hace que desdeñemos todo lo que no es novedoso. Yo estoy en la ciudad que precisamente representa la mutación constante, esa fascinación por la productividad contra la que lucha Odell, donde todo cambia sin cesar. Pestañeas y el restaurante de barrio o la vieja lavandería de la esquina han sido derruidos para construir un edificio de apartamentos de lujo. Pero este luto por todas las cosas que no serán durables hace que aprecie mucho más las que milagrosamente lo son. Hace poco fui a una reunión y alguien me hizo un comentario sobre el vestido que llevaba, y contesté asombrada que lo había comprado para mi primera feria del libro de Frankfurt, hace ya bastantes años. Y con esa misma sorpresa y vértigo releo el mensaje de Ana, pensando que ojalá hubiese más prendas y amistades que sobrevivan 25 años.

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