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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pan de cebolla

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Durante una buena etapa de mi vida, al salir del colegio, me dirigía al conservatorio de música de Valladolid, donde yo estudiaba violonchelo. Como vivíamos en un pueblo, y tanto el colegio como su homónimo musical estaban en la ciudad, no merecía la pena volver a casa entre ambas actividades, así que después de clase, con mi voluptuoso instrumento cargado a la espalda dentro de su funda negra mullida —que durante muchos años fue como una extensión de mi propio cuerpo—, me dirigía hacia allí para abordar (la pereza pesaba incluso más que el instrumento) la segunda parte de mi día. Aprovechaba la pausa de dos horas entre las clases de la mañana y las que me esperaban por la tarde, para comer.

La dinámica era siempre la misma: cada mañana, mi madre me preparaba un túper cuyo contenido (a veces tortilla, a veces filete con pimientos, de entre todas las opciones recuerdo estas dos con claridad) yo utilizaba para rellenar una baguette pequeña recién horneada, que compraba a la hora del recreo en la panadería del supermercado que se encontraba frente al colegio. Ya en el recinto del conservatorio, si hacía buen tiempo, apoyaba mi espalda contra cualquier árbol, la falda de cuadros sobre la hierba, y sacaba de la mochila mi bocadillo. Siempre compraba el mismo pan: tenía el tamaño perfecto, pero lo que hacía especial a aquella barrita es que estaba horneada con cebolla; albergaba pedazos que se fundían con la miga, convirtiendo un simple entre pan en un bocado fragante y jugoso. El pan con cebolla costaba unos 36 céntimos, pero para mí era una experiencia premium. Un día como otro cualquiera, en la panadería del supermercado dejaron de tener aquel pan. Al principio pensé que sería un problema de stock, ¿quizás había problemas con el suministro de cebolla? Qué sabía yo. Pero pasaban los días, y ni rastro de mi baguette. Pregunté a diario a las tenderas, que se encogían de hombros ante mi insistencia, mientras internamente, me abordaba la desesperación: ¿volvería alguna vez a probar aquel pan?

Con el tiempo, asumí que aquellos trozos de cebolla no volverían a alegrar mis comidas solitarias. Pensé que me estaba bien empleado: tendría que haber valorado más que aquella opción hubiese estado tanto tiempo disponible para mí. Porque la comida, en sí misma, es una experiencia volátil. Nunca un mismo bocado te emocionará por igual dos veces, no de la misma manera. Tampoco un olor: las moléculas volátiles que se cuelan en nuestra nariz nunca serán exactamente el mismo cóctel de moléculas. Lo que has olido una vez, no lo olerás dos de la misma manera. Se parecerá, pero no será igual.
Quizás, por eso, comer comparte algunas cualidades con el mindfulness, que nos anima, alegóricamente, a apreciar lo que cada uno de nosotros tiene, en este preciso instante, en su plato. Además, visto desde otra perspectiva, tampoco ningún alimento está hecho para durar, lo cual refuerza su valor esencial. La industria, de hecho, basa su actividad en luchar contra esa dichosa manía de que los alimentos tienen de perecer, de no dar tregua al tiempo. Hace poco, volví al supermercado en el que, 10 años atrás, compraba mi pan de cebolla. Por supuesto, no estaba allí. Sin embargo, sí que permanecía el recuerdo, la idea, ya un poco envejecida, como un papel arrugado, de cuánto disfruté en aquellos días de mis bocadillos de pan de cebolla. Y pensé que, al final, comer es atrapar instantes entre los dientes. V

* Clara Diez es activista del queso artesano.

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