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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nudismo de izquierdas

Según Alfonso Guerra, Yolanda Díaz es «Mélenchon vestido por Christian Dior». ¿Por qué en 2023 está tan arraigada la idea de que una mujer feminista y de izquierdas no tiene derecho a preocuparse por su imagen ni a interesarse por la moda? ¿Y por qué, si expresa despreocupación por la ropa, se la acusa de dejadez y hasta de falta de respeto?

Spanish Royals Attend The National Day Military Parade
Getty (Getty Images)

«Frívolas», «dejando en un pésimo lugar a la mujer española» y «con ropa de precios inalcanzables para cualquier ciudadano»: así calificaban desde el Partido Popular la sesión fotográfica que la edición española de Vogue realizó en 2004 a los ocho ministras del Gobierno socialista, que a partir de entonces fueron conocidas de forma despectiva como «las ministras de Vogue». Aquello, desgraciadamente, conmocionó al país; como si las revistas de moda no hubieran sido históricamente esos lugares seguros donde las mujeres encontraban respuesta a muchas de sus inquietudes, espacios donde se han desmitificado y cuestionando estereotipos patriarcales. A aquellas ministras se les exigía que hablaran en foros ‘serios’, no en publicaciones que llegan a distintos tipos de españolas, interesadas o no en política y, por supuesto, se les exigía ‘austeridad’ en el vestir, sea cual sea el significado de esa expresión.

Veinte años después de aquella sesión, Alfonso Guerra, durante la presentación esta semana del libro del exministro Virgilio Zapatero, se refería a Yolanda Díaz como «Melenchon vestido por Christian Dior». Un político (supuestamente) cercano a la ideología de la vicepresidenta utilizaba una marca de moda como arma contra ella. «Qué fácil es empezar por alabar a las mujeres por cuidar su superficie para luego hacerlas desaparecer (o encontrarlas ‘adorables’) por ser superficiales. Es una trampa muy tosca que ha funcionado durante mucho tiempo», escribía Susan Sontag en Vogue (¡sorpresa!) en un ensayo titulado Sobre la belleza. Ese doble filo con el que se juzga el envoltorio hizo que, en el pasado y a veces en el presente, las mujeres que ostentan cargos de poder vistieran con lo que se llamó, por lo mismo, power dressing, que no es ni más ni menos que la traslación del traje de chaqueta masculino al femenino. Hay que alabar la ‘valentía’ de Carmen Alborch para llevar un vestido plisado de Miyake, pero también la de todas las políticas, del espectro ideológico que sean, que decidieron cambiar la americana por el vestido porque, paradójicamente, ese es un acto muy revolucionario.

El doble rasero del cuidado personal y la superficialidad, según convenga, sigue funcionando para todas, especialmente si ostentan cargos de poder pero, más especialmente, si su ideario es progresista. «Hay dos factores históricos que siguen funcionando hoy. El primero es esa idea misógina de que la moda es ‘cosa de mujeres’, aunque no siempre fue así. Fue en el siglo XIX cuando los hombres dejaron de lado la moda por ser ‘frívola’ y se determinaba su clase social por sus posesiones, sus caballos y hasta sus amantes», explica la experta en comunicación no verbal Patrycia Centero. «El segundo es que la moda ha estado tradicionalmente ligada a la clase social. Desde la indumentaria patricia de la Antigua Roma a las leyes suntuarias que acotaban el derecho al lujo sólo a la aristocracia…por eso sigue siendo en la mente de muchos algo clasista, solo para cierto tipo de gente», añade.

Yolanda Díaz se apropió del mote que le puso Federico Jiménez Losantos, «La fashionaria», demostrando que a veces la mejor defensa no es un buen ataque, sino la reapropiación de un insulto para resignificarlo. Su estilo, que podría ser el de cualquier mujer a la que le interesa la moda (como ella ha reiterado en numerosas ocasiones) se ha convertido en una herramienta de descrédito para algunos de sus adversarios. «El otro día veía la presentación de los miembros de Sumar y , como analista, agradecí la diversidad estética de todos, que se arriesgaran a arreglarse más allá del traje de chaqueta. Yolanda es muy consciente del poder comunicativo e incluso simbólico de la ropa para su electorado. Y me encanta que haya desterrado ciertos ‘uniformes’ de las mujeres políticas, que lleve los labios rojos, por ejemplo. Pero eso es un insulto aún para muchos, sobre todo para los que no tienen otros argumentos en los que escudarse», opina Centeno. Porque es «intolerable» predicar medidas sociales de izquierdas y preocuparse por el atuendo cada mañana. No, Yolanda no lleva Dior (entonces la lapidación pública sería insoportable), pero es consciente del poder que la ropa proyecta en el Congreso, en un juzgado, en un mitin, una visita informal o un paseo por la playa. También lo es Isabel Díaz Ayuso cuando se viste de rojo, consciente de su compleja carga simbólica.  Y no pasa nada.

Tampoco pasa nada por no preocuparse por la ropa. En las redes sociales, ese nido de odios y bulos, el sector incel de la población (hombres heteros de derechas misóginos) lleva años asociando a las feministas con la fealdad y el descuido; por supuesto, las líderes para ellos de esta corriente de fealdad y negligencia son las ministras de Podemos. Hasta han corrido noticias falsas para refrendar sus opiniones: hace un año, se acusaba a Ione Belarra de impedir que las mujeres de Podemos fueran «primorosamente arregladas» a los actos. Lo que ella y otras políticas decían en su Protocolo de comunicación feminista (de 2018) es que, a la hora de buscar imágenes de campañas, había que huir de la sexualización que el mainstream hacía de la mujer, «siempre jóvenes, delgadas, primorosamente arregladas y expuestas como un objeto». Nada que ver. Pero hasta la ciencia les da supuestamente la razón: la semana pasada se publicó un ‘estudio’ que afirmaba que las mujeres conservadoras resultaban más atractivas (siempre a los hombres, por supuesto) que las progresistas.

Si Irene Montero se pone un vestido de Bimani para el desfile del 12 de Octubre la critican por ser una marca que visten políticas del otro espectro como Isabel Díaz Ayuso (a ella no se la critica por hacerlo). Si viste vaqueros no se preocupa por su aspecto y no tiene respeto por sus compañeros en el Congreso. Si lleva vestido se habla de su estrategia para ‘ser más pija’, la misma ‘malévola’ estrategia que, para muchos, ha seguido Yolanda Díaz desde sus tiempos en el partido comunista, porque las mujeres de izquierdas no solo no pueden vestir bien o vestir fatal, tampoco pueden cambiar. Para Rita Barberá, sin embargo, «un bolso de Louis Vuitton era un regalo habitual» entre los miembros de la Generalitat.

“En estos años como alcaldesa, he perdido la cuenta de las veces que se me ha criticado mi forma de vestir (…)Me compro la ropa como buenamente puedo, con mi dinero y en el poco tiempo que tengo. Y quiero reivindicar mi derecho a repetir conjunto regularmente, a vestir un día más formal y otro más cómoda a llevar alguna mancha en la americana (cosas que pasan cuando tienes hijos pequeños) o a cambiar tacones por zapatillas porque me duelen los pies. Y sobre todo  quiero reivindicar mi derecho a que no se me juzgue como alcaldesa por esto, sino por las políticas que estamos haciendo para mejorar la ciudad”, escribía en un post de Instagram la exalcaldesa Ada Colau. Era una disculpa pública ante la seca respuesta que le dió a una estudiante en el campus de la Pompeu Fabra: si su transformación estética indicaba una ‘moderación’ o ‘maduración’. «Me sabe mal. Entiendo la intención, me sabe mal que me pregunte una mujer. No responderé sobre mi forma de vestir, cómo visto y categorizar… está fuera de lugar. Me visto como me da la gana”, respondió Colau.

Paola Aragón, periodista experta en comunicacion política feminista, cuenta que recuerda a menudo «una imagen de una de las primeras apariciones que hicieron juntas la reina Letizia e Irene Montero,  la reina con un vestido démin e Irene  con un vestido así tipo bata; las dos llevaban unos stilettos color crema súper similares, y sin embargo hubo muchísimo  acoso en redes de gente que decía que a Irene Montero le quedaban peor los zapatos, que ella no sabía llevarlos», explica. «¿Qué las diferenciaba? Claro, recordemos que Letizia en su momento, cuando empieza a ser la novia del entonces príncipe Felipe, como era una mujer de ideas progresistas también se la acosaba en exactamente la misma línea, pero ahora que ella es una figura asentada dentro de la Casa Real sí la utilizan de ejemplo para atacar a otras mujeres. El ataque no tenía tanto que ver con los zapatos en sí, sino con la figura que Irene Montero representaba en ese momento, la ministra de Igualdad, una política de izquierdas».

Queen Letizia Attends A Meeting About The Role Of Women In The Internationalization Of The Spanish Economy
Paolo Blocco (Getty Images)

Poco ayudó a esta retórica demagoga y reaccionaria aquel día, allá por 2014, en el que Pablo Iglesias dijo en una entrevista que se compraba las camisas en el Alcampo y era «muy dejado para eso». Les dio sin darse cuenta la razón a aquellos que consideran que las políticas sociales están reñidas con la ropa de marca, la preocupación por la estética y hasta con pedir hipotecas. Pero la realidad, en teoría, debería ser la contraria: las políticas del bien común, la conciencia ambiental y el feminismo, por mera coherencia, no deberían estar envueltas con ropa de cadenas de moda rápida que contaminan, sobreproducen y explotan a mujeres en fábricas del sudeste asiático. Sin embargo, para un grueso demasiado amplio de la sociedad española si una mujer de izquierdas con presencia pública lleva una firma sostenible (por lógica, más cara que la de una gran cadena de fast fashion) o una marca local está contradiciendo sus propias ideas. «No tengo nada que criticar del estilo de Yolanda, como mucho, por buscarle algún pero, que vista de Zara. Entiendo que es ‘orgullo gallego’ y que es una marca accesible, pero quizá no es la más apropiada», opina Centeno. La exdelegada de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, Andrea Levy, etiquetó a Zara en una imagen de Instagram en la que se la veía posando en un acto público. Ya lo había hecho antes con diseñadores españoles. Tuvo que editar aquella publicación ante las sospechas de que Zara le prestara la ropa y hubiera traspasado la línea que separa al cargo público de la influencer.

Aquí no sirven los ejemplos de los abrigos de Nancy Pelosi, los trajes de segunda mano de Alexandria Ocasio Cortez o las Converse con perlas de Kamala Harris en Vogue. Es impensable en 2023 que una política española con ideas de izquierdas comunique abiertamente a través de sus elecciones indumentarias sin ser tachada de ‘poco seria’. «Supongo que en España la moda no se considera cultura, como sí lo es en otros países. Para el espectro conservador, sin embargo, es más sencillo, llevan un uniforme claro, un tipo de traje, de vestido o de bolso», dice Centeno.

De ahí que arreglarse, para muchos, sea de derechas, porque en su cabeza es normal que las políticas conservadoras, efectivas para los privilegiados, efectistas y aspiracionales para el resto de clases que las votan, lleven al enriquecimiento, al ocio y al cuidado. El resto no tiene, al parecer, derecho a practicarlos, no tiene ‘derecho a la moda’. «La moda es capital simbólico. Más allá del dinero que tengas,  sirve para dar valor social, porque lo que importa es cómo eres percibido», explica Paola, «y se ha generado un relato social, una especie de ‘austeridad autoinfligida’ que ‘prohíbe’ el acceso a ella a las personas de izquierdas: si te interesa la moda es que no eres tan del pueblo, tan clase obrera. En el pasado, el acceso público al arte, a los museos, por ejemplo, no era tan evidente. A lo mejor es lo mismo, a lo mejor lo revolucionario es exigir el derecho a la moda como expresión para todos, y así combatimos estos discursos que asocian austeridad con compromiso político».

Utópicamente, si se asumiera la idea de que la moda o mejor dicho, la preocupación por la indumentaria personal, no tiene que ver con la ideología o la clase, si fuera algo a lo que todo el mundo tuviera acceso en el relato social «sería un asunto mucho más transversal, que pondría en cuestión los sesgos de genero», argumenta Paola. «La moda dejaría de ser vista como algo ‘opresor’ por parte de muchos y empezaría a considerarse un ejercicio de comunicación y creación individual», añade. Por desgracia, aún hoy preocuparse por el aspecto y por la moda es ‘poco feminista’, porque muchos todavía creen que el feminismo tiene que ver con poder comportarse como un hombre, no con desmantelar el patriarcado. Pero si te despreocupas demasiado estás faltando al respeto a tus compañeros de juzgado, de congreso o de acto y no mereces el puesto que ostentas. Ante esta incomprensible dicotomía, la solución para que una mujer de izquierdas no sea tachada de frívola o de dejada es, simple y llanamente, que vaya desnuda.

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