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«Me pedían que les subiese el bajo aún más»: cómo Mary Quant convirtió la minifalda en éxito, a pesar de que ella no la inventó

De acto de rebeldía adolescente a declaración política y, al final, clásico del vestir femenino. ¿Quién inventó realmente la minifalda?

Mary Quant junto a varios modelos en Londres, en 1967.
Mary Quant junto a varios modelos en Londres, en 1967.getty images (PA Images via Getty Images)

Mary Quant no inventó la minifalda. No la ideó, no la creó. Tampoco la popularizó. Lo que hizo Mary Quant por la minifalda fue en realidad algo mucho mejor, revolucionario incluso: darle carta de naturaleza comercial. André Courrèges, que siempre reclamó la autoría de la prenda, desdeñó a la diseñadora por aquella gesta empresarial, atrevida Prometeo en su apropiación del fuego de los altos salones de la costura para incendiar el mercado de gran consumo. «La moda es algo inherente a todos y no debería depender únicamente de la belleza, el coste del tejido y el trabajo manual. Tiene que producirse en masa», arengaba la británica.

La verdadera historia moderna del vestir empezó así. Del largo por encima de la rodilla hay noticias tempranas, nada escandalosas. El mismísimo Cristóbal Balenciaga lo introdujo en algunas versiones de su vestido saco, en 1957, enfatizando las proporciones de un volumen que hacía desaparecer el cuerpo. Yves Saint Laurent lo ensayó, más promesa que otra cosa, en su primera colección para Dior, la de los vestidos trapecio de la primavera-verano 1958 que reformulaban la Línea A de 1955. Jaleada por las revistas de la época, aquella silueta ligera, rejuvenecedora, que volvía a permitir el movimiento, no tardó en pasar a mayores, abaratada en serie por los fabricantes y comerciantes textiles que, con licencia parisién o no, abastecían tiendas y grandes almacenes. Pero el círculo vicioso del sistema, la transmisión clasista del estilo, permanecía inalterable.

Una mujer en el escaparate de la primera tienda de Quant en King’s Road en 1959.
Una mujer en el escaparate de la primera tienda de Quant en King’s Road en 1959.Ray Moreton (Getty Images)

«Lo que estaba mal entonces era que la moda solo tenía una hoja de ruta: se creaba para una minoría», concedía Quant en 1988, en conversación con el escritor Joel Lobenthal, autor de Radical Rags: Fashion of the Sixties. «Lo que yo quería era diseñar para mujeres que tenían un trabajo y una fantasía de vida en la que esos trabajos importaban». A la emancipación económica y social también por la moda, he ahí la cuestión. Sucedió que, a partir de 1950, la juventud se reveló como motor de cambio sin precedentes. En Gran Bretaña, chicos y chicas de entre 16 y 22 años entraron en tropel en la bolsa laboral, con unos salarios que para 1960 doblaban los de los adultos. «Sus ganancias han aumentado un 50 por ciento y su gasto discrecional real probablemente sea del 100 por 100», constataba el sociólogo Mark Abrams, padre de los actuales estudios de mercado y pionero en identificar a los adolescentes como segmento demográfico con cultura e intereses de consumo propios («un gasto adolescente distintivo con fines adolescentes distintivos en un mundo adolescente distintivo»). Sin cargas ni responsabilidades, la muchachada derrochaba en música, bares y ropa, mucha ropa. No cualquier ropa, claro. Desde luego no la que vendían las cadenas y almacenes donde compraban sus padres. La nacida después de la Segunda Guerra Mundial fue, en efecto, la primera generación que no quiso parecerse a la de sus mayores, en especial a la hora de vestir. «La costura es de [mujeres] mantenidas», se burlaba Barbara Hulanicki, coetánea de Quant y fundadora de la que sería meca estilística seminal del Swinging London, la boutique Biba, que comenzó como ilustradora en distintos diarios a finales de los cincuenta copiando figurines de París, esnobismo diseñado para hacer sentir inferior a cualquiera».

Lo que yo quería era diseñar para mujeres que tenían un trabajo y una fantasía de vida en la que esos trabajos importaban.

A través del programa Youth Commission, el Gobierno laborista tomó además la iniciativa de expandir los horizontes de la juventud de las islas con una política de ayudas económicas que desbordó las facultades y escuelas de arte de estudiantes de extracción humilde. El grado de moda en el Royal College of Art –el primero en impartirse en la Universidad de Londres, desarrollado en 1948 por Madge Garland, periodista e impulsora del London Fashion Group, antecedente del British Fashion Council–, lo petó. «Se nos formaba para observar, explorar y disfrutar del trabajo. Sentíamos que al acabar podíamos hacer cualquier cosa, sin restricciones», recordaba la diseñadora Sally Tuffin, mitad del dúo Foale And Tuffin, otra de las etiquetas a considerar en el devenir no solo de la minifalda, sino del giro en la indumentaria de los primeros sesenta comandado por mujeres. Zandra Rhodes, Moya Bowler, Janice Wainwright, Bill Gibb y Ossie Clark también fueron alumnos. A Quant, sus padres no la dejaron estudiar diseño, pero la beca que consiguió para cursar dibujo en el Goldsmiths College tuvo el mismo efecto.

Hija de maestros de escuela, descendientes de mineros galeses recolocados en el extrarradio de la capital en busca de mejor vida, Barbara Mary Quant ejemplificó ella misma la jovial algarada interclase del momento. En la escuela de arte conoció al que sería su socio y marido, Alexander Plunket Greene, que menudo pedigrí: nieto del legendario barítono irlandés Henry Plunket Greene y la aristócrata británica Gwendoline Maud Parry, hijo del corredor de motos, músico de jazz y escritor Richard Plunket Greene, joyita de los bohemios Bright Young Things cuyas andanzas llenaron las páginas de los tabloides londinenses en los años veinte (íntimo de la familia, el escritor Evelyn Waugh se inspiró en él y sus hermanos, David y Olivia, para componer los personajes de Los cuerpos viles y Retorno a Brideshead). Todavía de novios llegaron a Chelsea, que en 1955, en los albores del youthquake, tampoco era ya un barrio cualquiera, hervidero de músicos, artistas, cineastas y cachorros de sociedad haciéndose los beatniks en cafés (los espresso-bares) y tiendas de ropa. En noviembre abrieron un restaurante, Alexander’s, y una boutique, Bazaar, en el edificio que Plunket Greene y su amigo Archie McNair, abogado reconvertido en fotógrafo, habían adquirido en King’s Road. El bistró fue un fracaso; la tienda, un éxito que cambiaría irremediablemente el modelo de comercio y eso que hoy llamamos experiencia de compra.

Desde que Courrèges la pusiera en un brete señalándola como agente comercial, que no creativo, Quant no se cansó de repetir que la minifalda no fue más que el resultado de su tiempo. De las mujeres de su tiempo. «Yo pensaba que mis faldas eran cortas, pero las chicas que venían a la tienda me pedían que les subiera el bajo aún más», contaba. La continua fiesta de maniquíes del escaparate, el rock atronando en el equipo de música, la bebida gratis y un horario de venta extendido hasta la noche hicieron el resto. Para el caso, hay pruebas que cuestionan la reclamación del francés: el modista lanzó oficialmente la prenda para la moda en su colección de alta costura presentada en abril de 1964, pero el Victoria & Albert de Londres conserva un minivestido de la línea de difusión de la británica, la más económica Ginger Group, fechado aquel año. El museo londinense, que atesora el mayor archivo de la diseñadora, posee además evidencias de que en Bazaar ya se despachaban faldas y vestidos suspendidos justo encima de las rodillas en 1958. En sus casas, las compradoras los acortaban más y más. «Resulta complicado encontrar originales de los primeros sesenta sin alterar», afirma Nigel Bamforth, conservador del V&A que trabajó para la marca como director de producción durante casi dos décadas. «Las creaciones de Mary fueron decisivas para la introducción de la minifalda en el mercado de masas. Se salían de la norma y para las chicas significaban que no tenían que parecerse a sus madres», remata.

«Fue la chelsea girl quien estableció que esta segunda mitad del siglo XX pertenece a la juventud. Jóvenes con ideas propias. Comprometidos. Sin prejuicios. Ellos representan el nuevo talante de la actual Gran Bretaña, un espíritu sin [diferencia de] clases», exponía la diseñadora en Quant by Quant, precoz autobiografía publicada en 1966. Entonces rondaba los 36 y, con la línea cosmética recién lanzada, ya lo había hecho todo. Propietaria de tres tiendas (a la de King’s Road le siguieron una en Knightbridge y otra en New Bond Street), con dos ventajosos contratos de licencias para producir y vender sus colecciones a bajo precio en Estados Unidos, su volumen de negocio se aproximaba a los 20 millones de euros (casi 200 millones al cambio actual, según la inflación acumulada), una barbaridad para la época que, a mayor provecho de las arcas de su país, le valió la Orden del Imperio Británico. Un año después, la revista Time titulaba en portada: «La minifalda está aquí para quedarse», haciendo notar que «desde su aparición tres años atrás en pequeñas y poco convencionales boutiques y oscuras discotecas, ha llegado a los campus, las oficinas, las avenidas y cualquier lugar que la juventud elija para mostrar desafiante sus colores». Pero, sorpresa, quien aparecía en la cubierta junto a dos modelos minifalderas era el diseñador estadounidense Rudi Gernreich.

El de los hombres intentando capitalizar el origen de la minifalda es un capítulo a considerar en esta historia. Amén de Courrèges, en París el visionario Pierre Cardin lanzaba su línea Cosmocorps el mismo año de gracia de 1964, que incluía la primera versión del sucinto Target dress, el minivestido blanco de la diana roja, amarilla y negra (aunque el rey de las licencias nunca entró al trapo de la polémica concepción). Pero es que en Londres, John Bates se colgaba también la medalla, defendido por la muy influyente Marit Allen, la editora de moda de Vogue que firmaba la sección Young Idea. Bajo el nombre comercial de Jean Varon, en 1960 sus vestidos mini de sencillas líneas geométricas eran superventas en Wallis, popular cadena minorista con licencia para copiar aquellos modelos de Chanel y Dior denostados por las nuevas generaciones. Y luego estaba la ya-ya skirt, falda de vuelo con nombre de twist elevada hasta 15 cm sobre la rodilla, a lucir con cancán, atribuida al anónimo jefe de ventas de una tienda de Oxford Street y que incluso cruzó el Atlántico en el verano de 1960. «Esto es más que un brindis al sol. Esta moda pone de manifiesto que las mujeres buscan un estado matriarcal, en su deseo de subyugar a los hombres», se leía en los tabloides.

Por supuesto: antes de significar emancipación, la minifalda pasaba por mero reclamo erótico, según manifestaban los escurridos atuendos de las heroínas de cómic y películas y series de ciencia-ficción de los cincuenta. «La pin-up con minifalda de la intelligentsia», describía The Washigton Post a Gloria Steinem tras aquel reportaje de la revista Life de 1965, en el que la activista glosaba los in y outs de la naciente cultura pop. Otra prueba de que la mirada dominante, eminentemente masculina, sobre la prenda era todavía exterior.

Hoy parece imposible negar su politización desde el momento mismo en que ganó la calle, inseparable de un contexto social en el que la mujer comenzaba a ganar terreno en lo laboral y el control de su salud reproductiva; sin embargo, su incorporación al relato de la independencia económica, social y sexual femenina no fue tan temprano, aunque la coincidencia en el tiempo con la comercialización de la píldora anticonceptiva –disponible en Reino Unido desde 1961– ayudó al mito. «Las mujeres llevaban mucho tiempo trabajando en ello, pero antes de la píldora no podía ser posible una independencia real. Y cuando al fin sucedió, quedó reflejada claramente en el look, en la imagen del momento, con una exuberancia casi infantil que gritaba: ‘¡Guau, mírame! ¿No es maravilloso?», refería Quant en aquella conversación de 1988.

Otro instante en su estudio.
Otro instante en su estudio.Bettmann (Bettmann Archive)

Más allá de prejuiciosas consideraciones morales, a la minifalda se la acusó en su día lo mismo de cosificar a la mujer que de encarnar todos los males del capitalismo. También de fomentar la delgadez. El furor de las dietas se precipitó con ella, igual que la sobreproducción (la línea Ginger Group tenía cerca de 200 puntos de venta solo en su país), impulsada por una demanda voraz que consiguió, por primera vez en la historia, que la ropa no estuviera pensada para durar (sí, las quejas por la mala calidad de la ropa eran frecuentes). En declaraciones al Sunday Telegraph, en junio de 1966, la propia Quant asumía que tanto frenesí quizá debería calmarse. Y prometía un otoño de culottes. Lo que ofreció a cambio fue el microshort. «Toda vez que has experimentado la libertad en faldas cortas y zapatos de tacón bajo, no quieres volver a las restricciones», admitió. «La minifalda es para siempre», rezaba en las pancartas esgrimidas por la autodenominada British Society for the Advancement of the Miniskirt, el comando de mujeres que se manifestó ante la sede de Dior como protesta por el regreso de la falda larga a la colección otoño-invierno 1966/67 de la casa francesa.

Nada ni nadie impidió que, a finales de la década, la maxifalda impusiera su ley. Relegada como cualquier producto de moda al caprichoso ir y venir de las tendencias, la mini ha reaparecido en el armario femenino con mejor o peor suerte desde entonces, tubo de lycra body en los ochenta, perversamente ingenua en los noventa (los vestiditos kinderwhore del grunge), de brevedad imposible en los 2000 (aquello de «las faldas deberían ser del tamaño de un cinturón: la vida es corta, tienes que asumir riesgos» de Paris Hilton), empoderada por defecto ni hace uño (la versión viral de Miu Miu, el pasado otoño-invierno). Pero, ¿por qué parece ser lo único que ha trascendido del nada desdeñable legado de Quant? Ojo ahí, que, botas go-gó, jerséis ceñidos de punto (el skinny rib, resultado de comprobar sobre su cuerpo el charme peterpanesco de un suéter de niño), panties de nailon en colores vivos o estampados, microshorts y chubasqueros de PVC aparte, la diseñadora avanzó también la andrógina revolución del traje de chaqueta y pantalón, de mayor calado real a efectos de emancipación para el vestir femenino. En el componente sexual implícito de la minifalda, guinda escarchada a esa significación de libertad, bien podrá encontrarse la respuesta. Aunque lo explica mejor ese genio comercial que, al pulsar la tecla correcta, la convirtió no solo en ubicua, sino también en necesaria. Lo sentenció ella misma: «Un buen diseñador es aquel que, como el editor de un periódico, se adelanta a la noticia, respirando lo que está en el aire».

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