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La nueva vida de Justine Frischmann, la líder de Elastica que huyó del Britpop

La figura femenina más representativa del britpop se reinventa como pintora en Estados Unidos y deja atrás un pasado de música y adicciones en la pérfida Albión.

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Getty

A mediados de los años 90, Elastica, una banda formada casi íntegramente por mujeres (exactamente tres de cuatro de sus miembros lo eran), debutaba con un disco homónimo que encumbraría a su líder, Justine Frischmann, como una de las personalidades más importantes del panorama musical y cultural que tenía lugar en aquel momento en Gran Bretaña. Sin embargo, diez años más tarde, la cantante daría un giro radical a su vida mudándose a Boulder (Colorado) para estudiar Artes Visuales en la Universidad de Naropa (la única facultad budista del país), y empezar así un nuevo camino, alejada de una generación marcada por el patriotismo británico, los excesos y la ‘common people’.

Desde entonces ha pasado casi una década; y a estas alturas, a nadie debería sorprenderle ya que Frischmann haya dicho adiós a su faceta como cantante —a excepción de una colaboración puntual con la rapera M.I.A. en su primer álbum, Arular— y que, en la actualidad, sea una artista consagrada que desarrolla su producción en su casa de la bahía de San Francisco. Tampoco debería ser motivo de sorpresa que la antigua vocalista se haya casado con un profesor de meteorología de la Universidad de California-Davis. Porque, pensándolo bien, su biografía nunca ha sido la de una estrella de rock al uso. Al contrario de todos aquellos que participaban en la supuesta ‘contracultura’ del momento, Frischmann nunca formó parte de la clase trabajadora, y su realidad poco tenía que ver con aquella que los tabloides denominaron ‘cultura lad’, un estilo de vida abiertamente sexista en el que las mujeres solo podían aspirar a ser, como mucho, una ladette (o lo que es lo mismo, una ‘chicarrona’), que, o bien se adaptaba a los hábitos ‘masculinos’, o desaparecía del mapa.

Contrariamente a lo que sus pintas desaliñadas y andróginas parecían sugerir, Frischmann se crió en un palacete de Kensington, uno de los barrios más pijos de la metrópolis londinense; y su padre, un ingeniero de éxito, fue el encargado de construir la Torre 42, el tercer edificio más alto de la urbe. Asimismo, con su primer novio mediático, Brett Anderson, coincidió en las aulas de la prestigiosa Bartlett School of Architecture en Londres. Allí la pareja compartió aulas y aficiones que más tarde se materializarían en el germen de su primera banda, Suede. Con todos estos datos sobre la mesa, no se sería cauto considerar que la cantante tuviese mucho que ver con un mundo en el que solo existía el fútbol, los pubs y el ‘colegueo’.

En una entrevista que concedió en el año 2011 al periódico británico The Independent, Frischmann declaró que nunca se había sentido cómoda estando en el punto de mira y que jamás pensó en la música como una ocupación que pudiese durar. De hecho, antes de sumirse en el éxito más absoluto de la mano de Elastica, la estrella del rock había querido ser artista antes que vocalista (aun así, en ningún momento abandonó sus lienzos), pero sus padres consideraron que ese no era un camino fructífero ni realista. Y si tenemos en cuenta que la sociedad en la que vivimos —máxime en la City— valora especialmente la productividad en términos económicos, y la creatividad está reservada solo para algunos pocos, es lógico que, siendo tan joven, Frischmann no se atreviese a dar el paso hacia un mundo menos ‘seguro’ y que su relación con la música haya sido siempre algo transitorio. Además, según las palabras de la propia creadora, su naturaleza es más propensa a la calma, la paz y la estabilidad que al frenesí; justo lo contrario a la vida de celebrity britpopera que llevaba en Londres durante su juventud. Siendo esto así, no parece extraño que, finalmente, se haya decantado por una existencia tranquila, lejos de escenarios y portadas.

Pero la nostalgia es una enfermedad moderna y la procrastinación su compañera más leal. Y en la actualidad existen pocas cosas más placenteras que pasar una tarde navegando por las corrientes de internet, regodeándose durante horas en nuestro pasado; buceando y mirando hacia tiempos de adolescencia que ahora nos parecen inmaculados (nos olvidamos del acné recalcitrante y los cigarrillos a escondidas). Y lo que ahora conocemos como fandom se reproduce a las mil maravillas en la nube y se extiende como la pólvora, especialmente, a través de foros y de cuentas de Tumblr.

Frischmann y Albarn (vocalista de Blur y novio por aquel entonces de la susodicha) forman parte de ese circuito de parejas que han marcado a fuego a aquellos nacidos entre los años 70 y los 90, y entre las que se encuentran Winona Ryder y Johnny Depp, PJ Harvey y Nick Cave, o Chloë Sevigny y Harmony Korine, entre otras muchas. Todas ellas soportan la carga de ser recordadas como parejas inmaculadas e imperecederas, y para aquellos que las contemplamos, funcionan como una especie de ‘comfort couples’, si es que algo así existe (poco o nada tienen que ver con esas personas que llevan años saliendo sin acostarse). Por el contrario, las parejas de famosos ‘guays’ se convierten en un agujero vacío que podemos llenar con nuestras propias ensoñaciones; en el que proyectamos todo aquello que querríamos ser. Como consecuencia, nos pasamos horas dedicados a mirar sus fotos; nuestro dedo hace clic una y otra vez sobre los cientos de miles de archivos consagrados a recordar aquella época en la que éramos más guapos y más jóvenes. Los vemos a ellos a través de nosotros y, en un momento en el que cada vez los productos culturales se exponen de una manera más fácil para su consumo, este es quizás uno de los pocos espacios que nos permiten volver a construir, a nuestro gusto y de manera individualizada, nuestra fantasía, acorde con nuestra propia vida y anhelos.

Justinne y Damon Albarn.
Justinne y Damon Albarn.

Y, ¿por qué no decirlo? Establecieron, sin quererlo, un triángulo demasiado atractivo para la prensa del momento: dos de las estrellas más relevantes de aquella subcultura (con la que hasta Tony Blair empatizaba), Anderson y Albarn, estaban enamorados hasta las trancas de la misma mujer; la que se había atrevido a dejar primero a uno y después al otro para empezar una nueva etapa y otear nuevos horizontes. Así que, en medio de este caldo de cultivo, parecía necesario aderezar el resto de la leyenda con una pizca de celos, despecho y una malvada femme fatale. Y aquí llegaba, por fin, el turno de Frischmann: la eterna rompecorazones insensible que abandonó a dos de los ídolos musicales del momento. Así lo acreditan álbumes como 13 de Blur y canciones como Animal Lover de Suede, en donde los dos vocalistas se regodeaban en su dolor y en cierto modo le echaban la culpa públicamente a su ex-novia de sus miserias, contribuyendo a escribir unos anales del britpop en los que Frischmann no salía precisamente muy bien parada. Ni rastro del éxito obtenido con su banda, Elastica, que se consagró en el ámbito internacional después de haber vendido más de un millón de copias.

En la actualidad, Frischmann prefiere la zona norte rural de California antes que las ruidosas calles de Londres; el paisaje no solo le permite disfrutar de una vida más tranquila, también funciona como fuente de inspiración. Tanto es así que la creadora londinense se ha despojado incluso de su televisión. En medio de este panorama idílico, la artista multidisciplinar —que también ha ejercido de curadora— desarrolla su obra sin necesidad de involucrarse con nadie más que con ella misma, lo que ayuda a hacer el proceso menos cansado (especialmente para las personas introvertidas). Aun así, la música sigue siendo una parte fundamental de su día a día; siempre la acompaña cuando pinta y la mayoría de sus creaciones llevan por título los nombres de sus canciones favoritas.

Su trabajo y, más concretamente, su serie Lambent (que se encuentra expuesta en la galería George Lawson de California), se nutre de referencias arquitectónicas y líneas geométricas. En su proceso de creación entran en conflicto dos fuerzas antagónicas; a través de la pintura, Frischmann persigue los contrarios: el caos y la calma, el vandalismo y el orden, lo visceral y lo racional. Para hacerlo, la artista se guía por sus impulsos, y pinta con óleo y spray sobre planchas de aluminio que resultan en unas piezas casi borrosas, pero en las que se intuye una luz que camina entre las tinieblas y la serenidad (en sus composiciones se vislumbran los errores, las dudas y los momentos de incertidumbre). Y aunque la metrópolis británica forme ya parte de una vida pasada, las obras de Frischmann no tendrían sentido en la actualidad si la artista no hubiese participado activamente en ese movimiento de rock and roll y excesos que se llamó britpop. Cuando la echemos de menos y la nostalgia nos sobrevenga, refugiémonos en sus eternas melodías o contemplemos durante horas sus cuadros, en los que, si miramos bien, podremos intuir más que unos simples brochazos.

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