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‘Y mi mamá también’: cuando los hijos de los grandes hombres de la cultura rescatan la figura de sus madres

En ‘Gabo y Mercedes’, Rodrigo García trae el primer plano la figura de la mujer a la que llamaban ‘la Gaba’, un ejercicio parecido al que han hecho antes otros descendientes

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El Cocodrilo Sagrado. La Madre Santa. La Jefa Máxima. Así conocían en la familia a Mercedes Barcha, aunque los amigos la llamaban La Gaba, como si fuera un apéndice de su marido, Gabriel García Márquez. Su hijo, el director de cine Rodrigo García, revela esos apodos domésticos en Gabo y Mercedes. Una despedida (Literatura Random House), el libro en el que dice adiós a sus padres. Aunque el relato empieza con y dedica más tiempo a la muerte del padre y al proceso de su lento descenso a la demencia, una de las intenciones del libro, explicitadas ya desde el título, es poner en pie de igualdad a uno y al otro, a Gabo y a Mercedes, que falleció en septiembre del año pasado.

“Mis sentimientos por mi padre, aunque amorosos, fueron más complejos, debido a que su fama y talento lo convirtieron en varias personas diferentes, que tuve que esforzarme por integrar en una sola, rebotando siempre de un lado a otro entre emociones encontradas. También tengo sentimientos enrevesados sobre la larga y dolorosa despedida que fue su pérdida de memoria, y la culpa de encontrar algo de satisfacción al sentirme intelectualmente más capaz que él. Mis sentimientos por mi madre son ahora, para mi sorpresa, completamente sencillos. Esta es la clase de afirmación que hace que los psicoanalistas levanten las cejas, y sin embargo es cierto”, escribe Rodrigo García. Su libro se puede inscribir en una especie de corriente que estamos viendo en la que los hijos varones de los grandes hombres de la cultura se paran y reivindican las figuras de sus madres como algo más que consortes y acompañantes, más que la mujer que hacía bien las maletas, como destacó Vargas Llosa sobre su exesposa, Patricia, al recoger el Nobel.

Mercedes Barcha y su marido, Gabriel García Márquez, en la portada de libro que les ha dedicado su hijo.
Mercedes Barcha y su marido, Gabriel García Márquez, en la portada de libro que les ha dedicado su hijo.

Hace un par de meses fue Nick Cornwell, el hijo de John Le Carré (cuyo nombre real era David Cornwell) quien escribió un artículo en The Guardian sobre su madre, Jane (Valérie Jane Eustace), de la que siempre se supo que mecanografiaba las novelas de su marido, pero no hasta qué punto fue crucial en la redacción de las mismas. El hijo describe el trabajo colaborativo de sus padres como “una conspiración”. “Desde que puedo recordar, mis padres se definían por el trabajo que hacían juntos y por una relación de trabajo tan entretejida con su vida personal que las dos eran inseparables”, contaba en el artículo. Sobre su madre, dice que “era fácil confundirla con una mera mecanógrafa, y muchos lo hicieron, no solo porque ella lo escribía todo, ya que él nunca aprendió, sino porque sus interacciones se hacían en privado, antes de que nadie viera el texto. Yo fui testigo de niño y de adolescente pero en general solo ellos sabían lo que pasaba y hasta qué punto ella re-enmarcaba, ajustaba y entrenaba las novelas a medida que crecían. Ella insistía en que su contribución no era de escritura, que su sociedad creativa era desigual. Declinaba entrevistas y se salía de las fotografías, incluso las familiares (…). Él producía, ellos editaban, él quemaba, ella daba aire. Era su conspiración, lo que nadie más podía ofrecerle a él y en la que los dos se compinchaban”. Ellos eran, dice, más que un equipo, un solo proceso funcionando con dos personas. John Le Carré murió en diciembre del año pasado y Jane solo le sobrevivió un par de meses. Falleció en febrero de este año.

John Le Carré y su esposa, Valérie Jane Eustace.
John Le Carré y su esposa, Valérie Jane Eustace.Getty

Mercedes Barcha no trabajaba en los manuscritos de su marido, pero sí se encargó de rescatar a escondidas los que él desechaba y que ella sabía que sería importante reservar. “Fue mujer de su época, sin estudios universitarios; madre, esposa y ama de casa” escribe su hijo, que le admira haber sabido digerir el mundo en el que de pronto se encontraron debido al éxito de su marido.

El caso de Rodrigo Muñoz Avia es un tanto distinto. Tanto su padre, Lucio Muñoz, como su madre, Amalia Avia, fueron pintores reconocidos, con carreras dilatadas y un gran reguero de exposiciones importantes, pero desde que ambos fallecieron se ha encontrado dedicando más tiempo a poner en orden, y en valor, la obra de su madre, una de las integrantes del grupo del que también formaban parte Antonio López, Julio López, Isabel Quintanilla y María Moreno entre otros. En 2022 tendrá lugar una amplia retrospectiva de la obra de Amalia Avia en Madrid, comisariada por Estrella de Diego, y Muñoz Avia se encuentra ahora en la tarea de empezar a catalogar y localizar obras de su madre que estaban desperdigadas, cosa que no ocurre con la obra de su padre. “Ella tenía una humildad respecto a su propia obra. Hay ahí una dualidad un poco contradictoria. Por un lado, mi madre tenía un tesón como artista y una ambición pictórica importante. Creía en su traajo y en su mirada. Pero por su carácter y por su tendencia a ser vergonzosa, tendía a no valorarse”, explica Muñoz Avia. “Le daba pudor que sus obras tuvieran un valor económico. Si tenía que vender en el estudio, era bastante desastrosa”. El hijo, que publicó hace un par de años La casa de los pintores (Alfaguara), unas memorias de su infancia en una casa en la que la práctica artística estaba mezclada con lo doméstico, sí que detecta en esa tendencia de su madre a infravalorar el aspecto económico de su obra un rasgo de género. “En el caso de mi madre nunca diría que ella no fuera visible. Tuvo una carrera profesional, expuso mucho, vendió, hizo una antológica aun en vida, en 1997 publicó unas memorias. Pero es verdad que el hecho de ser mujer le dio menos visibilidad, por motivos que todos conocemos. Hay prejuicios que aun se sostienen en el mundo del arte, a la hora de tomar en serio el trabajo artístico de alguien. Todavía nos cuesta hablar de un genio en femenino. ‘Genia’ suena raro, no se dice”.

Amalia Avia solía decir que si ella no se hubiera casado con un pintor, seguramente hubiera dejado de pintar. La pareja se apoyaba y se criticaba mutuamente. “La vida del artista está llena de inseguridad, y tener a otro cerca te la quita”, apunta su hijo. Quien, sin embargo, pone en duda la afirmación de su madre, porque cree que siempre hubiera encontrado la manera de dedicarse al arte. Eso sí, Amalia pintaba en el tiempo que le dejaban otras tareas, cuando los niños estaban en el colegio y no estaba atendiendo a la intendencia de la casa. “Mi padre salía del estudio y se sentaba en la mesa, a esperar la comida”, cuenta.

Cuando se sentó a escribir el libro, su intención no era alumbrar de manera especial la figura de su madre, sino narrar la vida de su familia. Lo que le ocurrió, sin embargo, es que Amalia fue ganando fuerza a medida que redactaba. “Está relacionado con el hecho de que los últimos años de su vida estuvieron muy marcados por la depresión. La muerte de mi padre fue un revés que le marcó muchísimo y ya antes había sufrido depresión. Mis hermanos y yo vivimos tantos años con mi madre lejos de su esplendor que al escribir el libro y contar la infancia pude recuperar su figura espléndida, alegre, vital, cariñosa…y también su esplendor profesional, un lugar que había quedado sepultado por los años de la enfermedad y por ese olvido injusto que es más dañino con las mujeres”, dice.

Si los Cornwell se fueron casi juntos, Avia todavía sobrevivió 13 años a su Lucio Muñoz, y Barcha seis a García Márquez. Disfrutó de sus nietos, sobre todo de sus nietas, en sus últimos años, y supo encontrar la manera de estar en el mundo sin su famosísimo marido. Finalmente y tras 65 años fumando, sus pulmones no aguantaron más. Puesto que su muerte ocurrió en plena pandemia, Rodrigo, el hijo, no pudo viajar a despedirse de su madre y la vio por última vez a través del móvil. “En los días posteriores a su muerte esperaba que llamara para preguntarme: Encones, ¿cómo fue mi muerte? No, calma. Siéntate. Cuéntalo bien, sin prisas”. Lo ha hecho ahora, por escrito.

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