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El arte de la convalecencia: cómo perdimos el respeto a la cura lenta

La medicación y la exigencia de productividad impusieron una idea antinatural de ‘vuelta a la normalidad’, argumenta un médico y escritor escocés que ha escrito un tratado sobre el arte de la recuperación. Los enfermos de covid lo comprueban a diario.

En el siglo XIX, existía cierto consenso de que entre la enfermedad y la salud había un espacio intermedio, que ahora ha desaparecido.
En el siglo XIX, existía cierto consenso de que entre la enfermedad y la salud había un espacio intermedio, que ahora ha desaparecido.ALAMY / CORDON PRESS

Esther Summerson, la narradora de la Casa desolada de Dickens, se pasa aproximadamente 600 de las 1.200 páginas que suele alcanzar la novela en su traducción al español recuperándose de la viruela. De hecho, la novela victoriana no se entiende sin la convalecencia como parte del argumento. En el siglo XIX, existía cierto consenso de que entre la enfermedad y la salud había un espacio intermedio, generalmente mucho más largo que la propia enfermedad, que implicaba descanso y una reconquista paulatina de todo aquello que se había perdido. Para aquellos que podían pagárselo, existía toda una industria de la rehabilitación, que abarcaba desde los balnearios a los hospitales para tuberculosos (a menudo construcciones bellísimas orientadas al sol), los baños de mar y las propias novelas de 1.200 páginas, el complemento perfecto para seis meses de guardar cama y reposo.

En algún momento esa especie de acuerdo tácito, que también formaba parte de la medicina popular en la mayor parte de culturas, se perdió y se sustituyó por una idea mecanicista de la salud, ligada sin duda a las exigencias del sistema capitalista y ayudada por la tecnología. El trecho entre la enfermedad y la salud se sustituyó por un botón on/off. Off: enfermo. On: sano, y produciendo.

Pablo (no es su nombre real), de 42 años, pasó de estar ingresado con una pulmonía bilateral en la primerísima ola del Covid –tuvo los primeros síntomas el 14 de marzo de 2020, el mismo día que Pedro Sánchez decretó el estado de alarma– a reincorporarse a su puesto de trabajo en la gestión de salud púbica en apenas dos semanas y media. Ni siquiera había recuperado la capacidad de respirar sin dificultad, pero su médico de cabecera le llamaba a diario y le preguntaba: “¿Qué?, ¿estás para incorporarte? Deberías ir pensando en incorporarte”. “Me presionaron tanto y yo mismo veía que mis compañeros tenían tanto trabajo que volví. Le dije a mi jefe que empezaría poco a poco, pero el poco a poco fue mucho a mucho. Algunos días me sentaba al ordenador a las ocho de la mañana y luego me daba la una de la madrugada y seguía ahí. Solo había parado 25 minutos para comer. Ese era mi ocio”, explica.

La falta de recuperación y la excesiva carga de trabajo le pasaron una factura alta. “Le metí a mi cuerpo una enorme situación de estrés. Y al año, caí. Empecé a tener fallos cognitivos, pérdidas de memoria. No recordaba haberme despertado por la mañana. Un día me perdí por la calle y tuvo que venir mi hermana a recogerme”. Lo cuenta con angustia todavía, pero con la cierta tranquilidad que le da haber podido pasar, ahora sí, por una convalecencia con retraso. Tras esa crisis, se tomó medio año de baja. Ha intentado hacer deporte, salir a pasear y seguir rutas por el campo. “Me hacía falta aire libre y descansar mentalmente”. Además, claro, de medicación.

Su caso es similar al de Carme Juárez, que también se dedica a la gestión sanitaria en la provincia de Tarragona. Sobre ella caía la responsabilidad de gestionar varios centros de menores, de personas con distintas capacidades y también de ancianos. “Los internos se nos morían en 24 horas; la prensa nos machacaba, las familias no entendían…”. También ella contrajo Covid, sin vacunar, en enero de 2021. Incluso estando enferma teletrabajaba y en cuánto el primer test le dio negativo, se reincorporó de manera presencial «en la oficina y a full”, dice. Su cuerpo no estaba preparado para ese retorno drástico y se lo hizo saber. «Empecé a no tener memoria. Estaba dispersa y, sobre todo, muy triste. Cuando estaba en casa, era incapaz de salir. No tenía ganas de hacer nada. Me hablaban y no atendía. Además, como veía que no estaba al 100% en el trabajo, no rendía y veía mis limitaciones. En mayo ya caí en picado con ansiedad. Todas las mañanas vomitaba. Fui al médico y me dieron tratamiento. Ahora estoy bien. Hice un intento de quitarme la medicación a la brava y no funcionó, así que volví a tomarla regularmente”, cuenta. Juárez también ve claro que si hubiera podido tomarse un tiempo tras la enfermedad no hubiera llegado a esa situación tan límite, pero cree que su trabajo no se lo permitía. “Yo veía a los demás durante el confinamiento, haciendo repostería, aplaudiendo a las ocho y me daba mucha rabia. Cada vez que me enviaban otro pastel por WhatsApp, pensaba: ¿pero qué me estás contando?. Al menos ahora lo verbalizamos. Antes estaba bien visto ir al trabajo enfermo. Eso lo hemos hecho todos, ir a trabajar con tos de perro”.

Historias como las de Pablo y Carmen están muy presentes en Recovery: The Lost Art of Convalescence (Profile), un volumen que acaba de publicar en Reino Unido Gavin Francis, uno de esos médicos que además saben escribir, a lo Olvier Sacks, al que cita a menudo en libro. Allí mezcla experiencias personales de su práctica médica en Escocia –trabaja en la Seguridad Social y dedica un día a la semana a albergues de personas sin hogar–, reflexiones y excursiones históricas sobre la arquitectura de la convalecencia. Aunque no trata específicamente sobre la pandemia, el coronavirus sobrevuela el texto, en parte porque el Francis doctor influyó al Francis escritor: ha pasado los últimos dos años hablando de recuperación con sus pacientes, y recetándoles bajas generosas, en muchos casos con diagnósticos tan vagos, y a la vez tan comprensibles, como “crisis de vida”.

“El covid ha hecho más visible la necesidad de convalecencia a gente que normalmente está sana y bien, gente que normalmente no piensa mucho en la enfermedad”, señala a S Moda. Incluso pacientes que pasan el virus sin secuelas y de manera mucho más leve notan que tardan días y semanas en volver en sí, que les cuesta completar tareas en el trabajo, que no están como antes. “Como doctor, veo muy claro que la salud no es un extremo que hay que alcanzar, no es un destino final, es un equilibrio que puede ser distinto para cada persona. A medida que vayamos saliendo de esta horrible situación espero que más gente se dé cuenta de la importancia de encontrar ese equilibrio a base de dieta, descanso, ejercicio y trabajo. Tenemos que aprender un nuevo lenguaje y tratarnos con cuidado”.

Tanto antes como ahora, el acceso a la convalecencia está necesariamente atravesado por las condiciones laborales y materiales. Obviamente, a principios del siglo XX no todo el mundo tenía acceso sanatorios suizos como el que aparece en La montaña mágica. “Pero incluso en mi ciudad, Edimburgo –señala Francis– durante el primer tercio del siglo XX existían tres hospitales de convalecencia, y ahora no hay ninguno. Allí gente de todas las clases sociales tenía acceso al descanso, a un ambiente limpio y a buenos cuidados de enfermería. Uno de ellos incluso alojaba a los pacientes antes de las operaciones”.

La idea contrasta con la petición que hicieron la semana pasada los empresarios madrileños de acortar las bajas de los enfermos de Covid de siete a cuatro días. También reclamaron que las bajas dejaran de ser automáticas. La conversación sobre los empleados que piden la baja para estar en casa holgazaneando y no por auténtico malestar ha vuelto a los medios y a la calle, y con ella el miedo de muchos trabajadores, realmente enfermos (o en recuperación) a pedirla.

“Trabajo en la empresa familiar con mi marido. Si fuera empleada por cuenta ajena, soy muy consciente de que estaría de patitas en la calle, no tengo duda”, explica Beatriz Fuster Curto, administrativa de 41 años, que sufre un caso de Covid persistente. Desde que tuvo la enfermedad, hace nueve meses, todo es un reto, para ella, de la mañana a la noche. Se fatiga enseguida, le duelen las articulaciones y nota que tiene que hacer grandes esfuerzos para completar cualquier tarea, incluso caminar un trecho corto. “Yo era de hacer spinning y tonificación todos los días. Ahora nada. Todo se ha acabado. La gente me ve buena cara y no entiende que no puedo ni caminar. Piensan que te cuidas poco y te dicen tonterías como: ‘anímate’, ‘come bien’, ‘toma hierro’. Socialmente cuesta mucho que la gente entienda que no estás al 100%”. Ella también ha recurrido a los antidepresivos y a ejercicios de rehabilitación muy suaves. “La única solución es dar química al cerebro”, dice, con resignación.

“Creo que algo pasó en los años cincuenta y sesenta del año pasado”, teoriza Francis. “A medida que los antibióticos, los inhaladores, los esteroides y los antidepresivos empezaron a prescribirse de manera intensiva, se extendió la idea de que con la prescripción adecuada podías volver a estar ‘normal’. La realidad de la recuperación, y del cuerpo, es mucho más complicada que eso, y con el libro quería llamar la atención sobre algunos principios que nos ayudan a mí y a mis pacientes con las dificultades de la convalecencia. La palabra ‘doctor’ viene de la misma raíz que la que significa ‘guía’ o ‘profesor’ y yo veo mi trabajo como el de alguien que guía a sus pacientes a través de paisajes de enfermedad en los que tengo experiencia. Somos muy impacientes como cultura y hemos adoptado una mentalidad de la prisa. Mi libro no pretende volver al pasado, es un llamamiento para aprovechar mejor el conocimiento de la medicina moderna para que no nos olvidemos de esas actitudes antiguas. De vez en cuando necesitamos volver a aprender el valor de la convalecencia”.

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