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De los skinheads a los institutos jesuitas: así consiguieron las botas Martens invadir la España de los noventa

En el último ejercicio fiscal de la firma, que terminó justo antes de que la pandemia de Covid se declarase oficialmente, se habían vendido casi doce millones de pares de modelos en un año. ¿La historia se repite?

elastica
Raquel Peláez

“1997. Tenía 13 años. Las fuimos a comprar como el 20 de diciembre y luego mis padres las guardaron en el armario y tuve que esperar hasta el día de Reyes para poder ponérmelas. La noche antes no dormí. Me parecían un objeto sobrenatural de tan bello. Pegué todo lo que venía con las botas (un catálogo de gente súper cool con distintos modelos de las botas y la historia del Doctor Martens y sus botas medicinales, la caja desplegada, la bolsa) en las paredes de mi cuarto. Creo que es la única vez que me he visto rindiéndole culto a tope a una marca”. Al habla la escritora Sabina Urraca quien expresa un sentimiento que resultará muy familiar a varias generaciones de españoles para las que la imagen que se ve sobre estas líneas es una magdalena de Proust con olor a caucho que representa de forma muy nítida el concepto “juventud” y puede hacer volar la imaginación a muchos sitios diferentes: a un bajo de un local de conciertos donde cientos de cuerpos saltan en pogo, a un patio de un instituto donde una adolescente, carpeta en pecho, hace una entrada triunfal… y a una bancada de ultras en un estadio.

Las botas Doctor Martens tienen la cualidad transversal propia de los productos exitosos que consiguen penetrar a todo tipo de públicos. Es imposible negar sus vínculos originales con los grupos extremistas que las reivindicaron con virulencia en los años setenta. Punks, skinheads, rude boys y mods las adoptaron como calzado oficial en los años en los que Reino Unido alumbró las primeras tribus urbanas, los mismos en los que la crisis económica del país fue más profunda, los de Thatcher. Aún hoy aparecen en los manuales de la Comisión estatal contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte que maneja la oficina de deportes de la Policía Nacional para identificar simbología ultra.

Pero si contamos toda la verdad, lo cierto es que las Martens nacieron como unas botas ortopédicas para pies dañados inventadas en 1945 por un doctor alemán llamado Klaus Maertens en colaboración con un ingeniero llamado Herbert Funck, quien le ayudó a fabricarlas en cantidades industriales, y que en sus inicios las compraban las amas de casa. En su primera década de vida, la de los cincuenta, el ochenta por ciento de las ventas de las que todavía se llamaban Dr. Maertens se produjo entre mujeres mayores de cuarenta años que, en la Alemania de posguerra, se sentían comodísimas sobre esas suelas de goma hechas con restos de ruedas de aviones de la Luftwaffe. Luego, en los años sesenta, compró la patente la familia de zapateros británicos Riggs quienes la «desalemanizaron» cambiándoles el nombre a Martens  y les estamparon un ‘Made in England’ en la suela para vendérselas a los trabajadores que tenían que pasar mucho tiempo de pie. En sus inicios costaban dos libras.

Fue por esa connotación “humilde” pero “auténtica” que en las últimas décadas del siglo XX se extendieron como básico entre las bandas de rock. El mito que fomenta la propia firma es que el primero en ponérselas sobre un escenario fue Pete Townshend, de los Who. Él es probablemente quien ha hecho la mejor descripción de lo que supone calzárselas: «Su dureza, combinada con su flexibilidad es lo que las hacía perfectas para las pseudorutinas atléticas que llevaba a cabo cuando actuaba».

Pero vinieron muchos después de él: desde los hardcore hasta los grunges pasando por los indies y los britpoperos. Su popularidad en la cultura de masas fue en aumento desde los setenta hasta los años noventa, cuando se llegaron a fabricar diez millones de unidades al año y se convirtieron en un increíble éxito comercial, también en España.

Nuestro país, que durante la dictadura vio desde la barrera tantos fenómenos de consumo, esta vez no se quedó al margen. Las Martens fueron el primer objeto de deseo underground globalizado que triunfó en nuestro suelo. Y tuvieron éxito sin distinción de género y clase. «Caminar con ellas era como sentirse seguro, pisando fuerte. Imagino que la sensación será igual que llevar uno de esos coches enormes, tipo rancheras», explica irónicamente el periodista musical Andrés Castaño.

Todo comenzó gracias a los viajes de “shopping” a Reino Unido. Por un lado empezó a ser frecuente que los músicos fuesen a buscar allí tesoros para vestirse de forma original. Christina Rosenvinge recuerda que para sus actuaciones con Alex y Christina se compró su primer par a finales de los ochenta en una tienda de King’s Road, en su segundo viaje a Londres. Por otro lado, las clases medias que a lo largo de los años ochenta aumentaron su poder adquisitivo empezaron a mandar a sus hijos en verano a la Pérfida Albión, donde las Martens ya eran un fenómeno.

Esos estudiantes comenzaron a adquirirlas y a traerlas de vuelta, sembrando el gusanillo del oscuro objeto de deseo entre los que no eran tan afortunados de poder viajar. “Yo recuerdo que las primeras de verdad se la vi a mi hermano en 1988. Había ido con la academia de inglés a Cardiff y volvió con unas. Nos flipaban las habíamos visto a los Kortatu y a los Clash, y eso era para nosotros la leche”, cuenta Carlos García Molina, un fan de las botas que solo consiguió tener las suyas propias cuando se trasladó desde su ciudad natal leonesa a Madrid para estudiar. “Recuerdo que quedé con un chaval en los bajos de Aurrerá, en la zona de Moncloa y que me vendió las suyas, de segunda mano”. Lo que nos lleva al siguiente punto: en esa época hubo en Madrid un auge de grupos ultra cuya seña de identidad eran, además de los pantalones pitillo ajustados, los polos de piqué y las chaquetas bomber, aquellas botas que no solo se ponían sino que además vendían en un mercado negro que se desarrollaba en pisos.

Damon Albarn en un concierto en Queen’s Hall.
Damon Albarn en un concierto en Queen’s Hall.Mick Hutson (Redferns)

“Sería allá por 89. Yo era la típica adolescente de provincias que quería un par pero que no podía comprarlas porque en mi pueblo no había tiendas modernas ni existía aún Internet. Un primo mío que vivía en la capital me dijo que sabía dónde las vendían, así que fui a Madrid y además de llevarme al mercado de Fuencarral subimos a un piso de una casa antigua. No sé si eran skins o ultras, pero vendían Docs”, cuenta Patricia Rodríguez, escritora (y especialista en moda) vallisoletana que confiesa que el modelo que ella ansiaba era el ’20 holes’, de caña altísima, uno de los más fuertemente asociados a los grupos de ultraderecha y también a los punks más radicales. Aunque estos últimos iban por otro lado: “Nosotros pillabamos unas botas militares en el rastro por 1000 pesetas, bastante cutres pero chulas. Las Martens las considerábamos de nazis y de pijos despistados. ¿Para que te ibas a pillar unas botas con punta de acero si no era para patear?”, cuenta Alejandro Cristóbal, quien militó en filas punk (cresta incluida) a principios de los años noventa.

Aquellos pisos de venta ilegal se acabaron transformando en tiendas, algunas de ellas, como Rivendale Madrid, aún existentes, otras, como DSO, clausuradas por la vinculación de sus propietarios con grupos neonazis, a las que se podía comprar por correo y donde muchos miembros de tribus urbanas de las regiones periféricas de España recurrían, sin ser realmente conscientes de a quién le estaban comprando la mercancía. Para ellos, igual que para Patricia Rodríguez, el deseo ferviente de aquel calzado nada tenía que ver con filias políticas. Su motivación era puramente estética y estaba muy fuertemente asociada a la escena musical. Por un lado, en el Noroeste español se había producido un revival sixties y nuevaolero que había puesto de moda las parkas militares, los pantalones de cuadros y, por supuesto, las Martens. “Lugo. 1994. Yo era un mod más queriendo ser Paul Weller y eran objeto de deseo total. Meses ahorrando y me las compré en azul. Inseparables durante años y todavía en algún lugar del trastero”, rememora Alejandro Calvo, en la actualidad consejero de Medio Rural del Principado Asturias. En ese año, 1994, fue cuando Doctor Martens abrió su primera superstore en Covent Garden. Su definitiva masificación había comenzado.

Por otro lado, la onda expansiva de la explosión grunge en Estados Unidos se hizo notar en todo el territorio nacional con el nacimiento de una escena musical independiente que enseñó a los jóvenes a encariñarse con las camisas de cuadros, los vaqueros gastados y esas botazas, mostrencas y desafiantes, que expresaban la angustia de unos adolescentes disconformes con “el sistema” pero suficientemente acomodados como para pedir en casa 14.000 pesetas para comprarse el calzado de moda y encontrar una tribu a la que adscribirse. Las Martens ya no eran aquel calzado barato de clase obrera que costaban dos libras, pero seguían habiendo en ellas algo profundamente contestatario.

Convertidas ya en el buque insignia del teenage angst de aquel tiempo y en una seña de identidad que recogía todo tipo de sensibilidades alternativas por fin llegaron a los circuitos comerciales oficiales. En Madrid las distribuyó por primera vez una cadena de tiendas llamada Geltra, donde también distribuían otras marcas exclusivas como Camper, Lotusse o Sebago. Más tarde empezaron a venderse en El Corte Inglés. Ahí se las compró la periodista cultural Blanca Lacasa, quien las quería porque se las había visto a sus colegas greñudos, fans de Henry Rollins y Rage against de Machine en un garito de Malasaña llamado Norton. “Cuando llegué a mi casa me las puse y a los quince minutos dije: ¿pero qué leches es esto? ¡Esto no hay quién se lo ponga! Me pareció lo más incómodo que se había inventado jamás”. Paradójicamente, ese calzado medicinal inventado en 1945 por un médico tras un accidente de esquí requería de un ritual iniciático de dolor en el que sangraban talones y dedos. Pero eso solo fomentaba su leyenda: el que pasaba las pruebas ya nunca se las quitaba. A pesar de las “dificultades” que entrañaban, las Martens empezaron a invadir los institutos. Por fin habían llegado a las zapaterías de provincias justo a tiempo para la explosión del britpop y del Cool Britannia, ese término estrechamente asociado al nuevo gobierno laborista de Tony Blair. Algunos de los máximos representantes culturales de aquel movimiento, como el líder de Blur, Damon Albarn, las hicieron suyas. También fueron el calzado básico de la líder de Elastica, Justine Frischmann. O de los personajes de Trainspotting.

Hacia 1996 todo el mundo quería unas, incluidos los pijos, que encontraban en aquel calzado una forma de desafiar los rígidos códigos del mundo burgués: “En los Jesuitas de Logroño se empezaron a poner muy de moda entre los guays. Y las llevaba todo el mundo en negro porque en la ciudad no había demasiada oferta de colores”, rememora el especialista en marketing Victor Rojo. Los que no tenían dinero se las ingeniaban: “Yo estaba loca por los Sex Pistols  y cuando iba a Barcelona a ver a mis primos siempre veía a los redskins con ellas. ¡Tenía 14 años y eran carísimas! Un día una amiga me regaló las suyas, casi nuevas, porque le quedaban algo pequeñas. Las tiré hace dos días”, cuenta con auténtica devoción Sandra García Feliz, vocalista de la banda indie Juniper Moon. O bien recurrían al ya muy prolífico mercado de imitaciones: «Yo me compré unas de color morado en Los Guerrilleros y todavía las uso hoy en día», detalle el fotógrafo Óscar Carriquí.

Una asistente al Festival Sónar de Barcelona en 2014.
Una asistente al Festival Sónar de Barcelona en 2014.Xavi Torrent (Getty Images)

A finales de los noventa ya era posible adquirirlas en todas partes en cientos de variaciones. “Mis amigas y yo nos las cambiábamos. Las teníamos de todos los colores”, cuenta la periodista de moda Paloma Sevilla. Las Martens habían dejado de ser definitivamente un fenómeno minoritario.

De la misma forma que es imposible prever cuándo un producto se hará viral, es difícil saber cuándo comienza el declive del fenómeno. En 1995 la fábrica de R. Riggs tenía 2.700 empleados en suelo inglés. En 1999 los beneficios de la compañía todavía eran de 412 millones de dólares. A la altura de 2003 la empresa estaba al borde de la bancarrota por la caída de las ventas: de los diez millones anuales de unidades se pasó a menos de la mitad. La firma tomó entonces la decisión de llevarse la producción a China y Tailandia. En Inglaterra quedaron apenas 20 empleados. En 2006 los beneficios habían caído a 127 millones. Las suelas hidráulicas de goma ya no rezaban “Made in England”.  En las siguientes dos décadas, las Martens prácticamente desaparecieron, al igual que desaparecieron las tribus urbanas, el brit pop y Tony Blair. Sin embargo, el poder de seducción de estas botas no estaba muerto, solo aletargado.

La escritora Sabina Urraca a los 13 años con sus primeras Martens. Foto cedida por ella.
La escritora Sabina Urraca a los 13 años con sus primeras Martens. Foto cedida por ella.

En 2007 la firma hizo una colaboración con el diseñador japonés especialista Yohji Yamamoto. Esta joint venture no significó un resurgir inmediato pero sí anunció el preludio de un posible regreso. Ese mismo año, Martens decidió reabrir su fábrica en suelo inglés y hacer una edición limitada de sus botas clásicas que puso en el mercado bajo la etiqueta «vintage». Aquellas botas originalmente alemanas que el mundo asocia irremediablemente con el Reino Unido de nuevo podían reivindicar la Union Jack.

Las Martens triunfaron en la convulsa Inglaterra de Thatcher y en la feliz Albión de Tony Blair, así que es difícil defender de forma sólida su vínculo con el descontento, pero sí es verdad que las botas militares, que hacen sentir el pie protegido y el paso firme, siempre gozan de buena salud en tiempos de crisis económica o de angustia existencial. ¿Quién quiere ponerse zapatitos finos en tiempos de coronavirus?

Como si presagiaran lo que se avecinaba, el año pasado dos grandes nombres de la moda, Bottega Veneta y Prada, volvieron a incorporar a sus colecciones botorras agresivas de clara inspiración militar. Y esa vuelta se ha hecho notar en las ventas de Doctor Martens. La juventud vuelve a reclamarlas: «El año pasado ya me compré unas botas altas pero este quería unas Martens. No sé muy bien por qué, pero me encantan y son comodísimas», explica Martina Domínguez López-Rivadulla, una estudiante madrileña de 14 años que no ha escuchado hablar en su vida de Madness, The Who, Blur o Elástica, pero que a pesar de todo les encuentra ese je ne sais quoi mágico que ha hecho que este calzado se resista a morir, pese a su nada desdeñable precio: las clásicas cuestan en la actualidad 180 euros. «Fueron un regalo de mi tía abuela, que tiene setenta años, y cuando las vio me dijo que ella también quería unas».

El doctor Klaus Martens con el ingeniero Herbert Funck. El primero patentó las botas. El segundo las fabricó en serie. Getty Images.
El doctor Klaus Martens con el ingeniero Herbert Funck. El primero patentó las botas. El segundo las fabricó en serie. Getty Images.Daniel Giry (Sygma via Getty Images)

En el último ejercicio fiscal de la firma, que terminó en marzo, justo antes de que la pandemia de Covid se declarase oficialmente, la firma había vendido casi doce millones de pares de modelos. Hasta ese momento, sus beneficios en relación al ejercicio anterior habían crecido casi un 50% (según datos oficiales de la compañía). Los resultados post-pandemia están por ver, pero la empresa no ha dejado de abrir tiendas ni un solo momento mientras otras grandes firmas se derrumban. Aunque últimamente podemos salir menos, solo hay que pisar la calle para ver que, efectivamente, las botas militares han vuelto con fuerza. Y que, como en la Alemania de Klaus Maertens, las llevan mayoritariamente mujeres. El ciclo vuelve a empezar.

Martina Domínguez López-Rivadulla con sus recién estrenadas botas en el centro de Madrid.
Martina Domínguez López-Rivadulla con sus recién estrenadas botas en el centro de Madrid.

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Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.
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