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De la pasarela a ¿la calle?: los códigos del pasamontañas que obsesiona a los creadores

Diseñadores de estilos y discursos muy dispares se han puesto de acuerdo para resucitar uno de las accesorios más simbólicos (y difíciles) que existen. ¿Por qué el contexto actual pide a gritos la vuelta del pasamontañas?

A Raf Simons le obsesionan, entre otras cosas, los pasamontañas. Su fijación por las subculturas juveniles le ha llevado a usarlos en varias ocasiones, con especial hincapié en aquel desfile de 2002 inspirado en las protestas pasadas (y las que vendrán) donde los combinaba con antorchas y al que tituló, nada menos «¡Ay de los que escupen a la generación del miedo, el viento la hará retroceder!». Mucho después, en 2018, durante su breve etapa como director artístico de Calvin Klein repitió operación, esta vez los hizo de ganchillo para hablar de los oficios textiles tradicionales en América y, de paso, simbolizar la violencia y el miedo que forman parte de la idiosincrasia oculta de un país entonces gobernado por Donald Trump. Ahora acaba de volverlas a lanzar, desde su marca homónima, y también con factura artesanal.

Aunque se trata de una pieza muy recurrente en pasarelas pasadas y recientes, 2018 fue, en términos de moda, el año de la guerra. Los verdugos proliferaban en las colecciones, de Gucci a Richard Malone, de Zegna a la todopoderosa Nike. En aquel momento se hablaba, de forma visual y muy implícita, del miedo a un mundo en conflicto, del ansia de protección o, simplemente, de la necesidad de rebeldía. Normalmente las modas vuelven con un margen más o menos de 20 años, pero solo se han necesitado dos para que el pasamontañas vuelva a nuestras vidas (o a las pasarelas). Las razones son obvias: la incertidumbre ante el futuro y las protestas del último año han recuperado ese elemento que sirve para pasar desapercibido y, a la vez, para llamar la atención sobre el resto.

Beyoncé, como Simons, es otra de esas figuras que lo introdujo en su uniforme hace tres años, cuando realizó su gira On The Run II (de aquellas lo firmaba Gucci) y lo ha rescatado del olvido justo ahora, en versión chandalera, para su colección de ropa junto a Adidas, Ivy Park. Junto a ellos, Marine Serre, la diseñadora que convirtió la mascarilla en accesorio de moda antes que nadie y cuyo discurso suele dar vueltas en torno a la ropa de protección; con monos, pantallas, guantes y obviamente, pasamontañas. Hasta Hedi Slimane, más del indie que de la guerrilla, las ha includo en su reciente colección másculina para Celine, eso sí, pasadas por el filtro rockero-medieval, es decir, más parecidas a la cota de malla que se podría llevar a un festival que al accesorio que se usa en una revuelta.

Porque el pasamontañas, o en su acepción anglosajona, balaclava, se creó inicialmente en el siglo XIX como una pieza para que los soldados británicos no pasaran frío en la guerra de Crimea. De ahí que sea recurrente en los deportes de montaña, pero también que, durante el siglo XX, se convirtiera en una herramienta para evocar la amenaza, el vandalismo y la oposición. Llevarlo es, a grandes rasgos, querer ocultar el rostro para cometer un delito. Tener razones para no querer ser identificado. De ahí que su carga simbólica hiciera que con paso del tiempo el entorno del rap se apropiara de ella, como de la capucha u otros signos amenazantes relacionados con la criminalidad, para neutralizar los prejuicios en torno a una comunidad: si nos creéis un peligro vestiremos como tal. Por eso, también, activistas como las Pussy Riot lo convirtieron más recientemente en un icono pop: en colores rosa, celeste o verde, conjugaban los estereotipos cromáticos de la feminidad con las connotaciones de disidencia y amenaza.

Pero no es lo mismo cubrir la cabeza en los diseños de Pier Paolo Piccioli en Moncler o Burberry que hacerlo en la última colección de Vetements (o en la citada de Simons). En los primeros la cabeza como símbolo de distinción y, quizás, como acercamiento a su clientela musulmana. Los segundos apelan a su significado político. “Piensa mientras seas legal”, reza una de las nuevas camiseta de la enseña georgiana que se combina, en su presentación, con un pasamontañas y, por si quedaban dudas, se tiñe de pintura azul, como a que arrojaban los policías durante las protestas de Hong Kong. Las de Marine Serre, sin embargo, resultan más protectoras que ‘peligrosas’; sus colecciones, y sobre todo esta última, señalas a la prenda segura, que te aisla del conflicto y te resguarda ante una posible amenaza; como aquellos sombreros en forma de cascos protectores que Cardin o Courrèges pusieron de moda en los sesenta y que se vendieron bajo el discurso del futurismo, aunque en realidad escondieran el miedo que provocaba la Guerra Fría.

Un pasamontañas sobre la pasarela viste mucho, pero también significa otro tanto; es una herramienta de estilismo potente para fijar la atención, pero también para afianzar el discurso de las colecciones, sea el que sea (reivindicativo, distópico o meramente decorativo). La calle es otro cantar. En 2018 el mundo ya estaba en llamas, pero pocos se atrevieron con una prenda tan poderosa más allá de vallas publicitarias y redes sociales. Su regreso en 2021 era esperable, y todo puede pasar, sobre todo en términos indumentarios, ahora que ha estallado cualquier código y todo y nada es posible de ser llevado. En cualquier caso, pocas cosas refuerzan tanto la individualidad (diluyéndola) como un verdugo, y en ese sentido perfecto para épocas de aislamiento y búsqueda de algo parecido a la autenticidad.

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