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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra la farsa del lujo silencioso: el problema de vestirse como un rico de ‘Succession’

Cuesta creer que en tiempos de inflación y de escasez, en tiempos, pandemia mundial mediante, donde los muy ricos se han hecho muchos más ricos y los pobres mucho más pobres, el mundo quiera emular ese ‘disfraz’ de rico ficcionalizado que ahora se llama ‘lujo silencioso’

Una escena del último episodio de la cuarta temporada de la serie
Una escena del último episodio de la cuarta temporada de la serieCortesía de HBO

Cuando se estrenó la segunda temporada de ‘Succession’, en 2019, Trump seguía presidiendo Estados Unidos y la pandemia no había tenido lugar. Entonces una columna de The Guardian se preguntaba por el éxito de la serie, es decir, por nuestra obsesión por los superricos que aparecen retratados en ella. Llegaba a la conclusión de que nos fascina ver cómo esa gente también llora (aunque llore por otros motivos menos dramáticos) y terminaba argumentando que iba a ser difícil, sin embargo, «ver una línea de Banana Republic inspirada en la serie. La moda del pasado tiene cierto atractivo, que Mad Men supo capitalizar, pero el suéter de punto es más difícil de vender».

Cuatro años después, sin Trump y con la pandemia dando sus últimos coletazos, las búsquedas del estilo de Succession —en concreto, y de eso que se ha dado en llamar lujo silencioso y que describe de forma un tanto heterogénea a ese 1% de la población— se han multiplicado por 10. No sabemos si Banana Republic o cualquier marca de moda accesible lanzará una línea inspirada en la familia Roy. De hacerlo, sería una paradoja, porque si algo define al lujo silencioso no es la estética, es el material. Pagar 2.000 euros por un jersey de pelo de camello de The Row o 500 por una camiseta básica de Brunello Cuccinelli, hecha en un pueblo italiano por una comunidad de costureros humanistas (no es broma), la favorita de Mark Zuckerberg, la camiseta que le hace parecer despreocupado sobre su propio atuendo por tener cosas más importantes en las que pensar pero lo suficientemente poderoso como para pagar una pequeña fortuna por el objeto más nimio que existe y, además, tener decenas del mismo modelo en su armario.

Se habla de expresión individual, de reflejo visual del presente, incluso de reivindicación política cuando se habla de moda. Todo eso es muy cierto, pero por debajo, antes y ahora, subyace la idea de aspiración como motor principal de deseo de consumo: aspirar a parecerse a la celebridad que admiras, a participar, aunque sea solo a través del armario, en el estilo de vida que propone tal o cual firma o simplemente aspirar a ser visto como alguien de una posición social igual o superior a la tuya.

Sin embargo, una cosa es la aspiración al lujo, del tipo que sea, y otra muy distinta la emulación del lujo silencioso. No hay nada de atractivo en él salvo el dispendio excesivo, encubierto con argumentos tan dispares como vacíos. «Menos austero que el minimalismo pero más refinado que el normcore«, lo definía Vogue. No propone esa estética rigurosa, casi monacal del primero, pero tampoco se diferencia de la normalidad si no es porque se confecciona con sedas, cashmere y algodón egipcio. Solo importa pagar lo que el 99% de la población no puede y justificar el pago escudándose en materiales escasos y exquisitos. «En los primeros años, había mujeres que corrían a Barney’s y se compraban 10 jerséis negros exactamente iguales a mil dólares cada uno. Se lo tomaban como ir a Uniqlo», cuenta la entonces directora de moda del centro comercial neoyorquino sobre la historia de The Row, la marca (en pérdidas) de las hermanas Olsen que epitomiza la idea del lujo silencioso: prendas obscenamente caras y pretendidamente básicas que apoyan su precio en la idea de la calidad extrema y el corte preciso y que, por si no fuera suficiente, ha exportado con éxito la idea (ellas mismas lo han hecho con sus atuendos) de parecer despreocupado y hasta desarrapado con ropa de varios ceros.

Porque esa es otra, la sociedad del lujo silencioso se vende como otra de esas sociedades secretas tan afines a los superricos: solo ellos saben por qué es necesario gastarse cinco mil euros en una americana gris y, como solo ellos lo saben, solo ellos pueden reconocerlas entre la multitud. En esta ficción, este es el argumento principal, la historia de un billonario guiñando un ojo a su colega billonario al verle con un jersey gris de Cuccinelli que nadie más reconoce, la de aquella campaña (esta vez real) de los mocasines de Loro Piana, una de las firmas fetiche de esta corriente y una de las más caras del mundo, en la que el eslogan es precisamente «si lo sabes, lo sabes». En definitiva, es basar el buen gusto, un constructo cultural, en la idea de que son los poderosos los que lo construyen y, lo que es peor, los únicos que lo saben apreciar.

La idea del lujo silencioso, por supuesto, no es nueva. Hay varios estudios de mercado de hasta hace dos décadas que segmentan al comprador de lujo entre el poseur (el clásico wannabe que busca aparentar posición social), el parvenu (el también clásico nuevo rico) y el patricio, es decir, el que tiene dinero de cuna y desprecia logotipos y tendencias. La retórica ya es de por sí perversa, pero está más que arraigada en la sociedad: el logo, con el que tanto dinero han hecho las marcas, es hortera, tan hortera como enriquecerse sin haber nacido rico. Solo el dinero viejo, con su mirada despreciativa, tiene la respuesta a lo que es el verdadero lujo, ese que, curiosamente, solo puede permitirse un 1% de la población. Pero si más del 1% pudiera llegar a permitirse comprar camisetas blancas de seiscientos euros, e incluso ahorrara utópicamente para ello, ese 1% inventaría otro código y también lo disfrazaría de conocimiento, longevidad y buen gusto.

Cuesta creer que en tiempos de inflación y de escasez, en tiempos, pandemia mundial mediante, donde los muy ricos se han hecho mucho más ricos y los pobres mucho más pobres, el mundo quiera emular el estilo del lujo silencioso: un disfraz de rico ficcionalizado, un estilo sin estilo concreto, un estilo masculinizado (en el que las mujeres aún tienen que vestir con trajes de chaqueta sobrios porque el poder es cosa de hombres y el adorno algo muy poco serio) pero, sobre todo, un estilo que se asocia con una minoría que oprime, se enriquece con las necesidades ajenas y habita un microcosmos ajeno a una realidad diaria que a veces desprecia. Una minoría a la que pertenecen los Murdoch (en los que supuestamente está inspirada Succession), Bezos, Zuckerberg y, sí, Donald Trump: no es de extrañar que el personaje Shiv, aunque (supuestamente) vaya de lo contrario,  aparezca en algunas ocasiones con vestidos de Chiara Boni, la marca de las presentadoras de la Fox y de las mujeres que participaron en su mandato.

Mientras el hashtag #oldmoney (que no es necesariamente lujo silencioso, pero tiene la misma raigambre) lleva dos años acumulando vídeos entre los jóvenes de TikTok, las redes sociales y algunos medios de estilo de vida entran en el increíble oxímoron de buscar copiar el estilo de los muy ricos a precios asequibles. No es emular una tendencia o una estética, es emular una actitud, y una actitud que debería, cuanto menos, enjuiciarse. Tiene sentido que las pasarelas del próximo otoño se hayan llenado de prendas básicas (carísimas, pero la mayoría sin llegar a la obscenidad que manejan las marcas silenciosas ni a su nivel de normalidad); en tiempos de crisis inminente hay que confiar en los superricos. Pero no tiene ningún sentido comprar el discurso que las sostiene, ese que habla de longevidad o en términos financieros como inversión o valor seguro. ¿Alguien conoce a alguna persona con un abrigo de tres mil euros que solo use ese mismo abrigo temporada tras temporada?

«En realidad no te gusta el lujo silencioso, lo que te encanta es la idea de heredar, tener una casa espaciosa y tiempo libre para practicar tus aficiones», escribía hace unos días el editor de moda Derek Guy en un tuit que se hizo viral y que tuvo muchas opiniones en contra. Convertir la ficción del disfraz de rico en tendencia es ocultar todo lo pernicioso que hay detrás, es creer en la utopía del ascensor social y es negar la propia moda.

Porque además, la moda no la inventaron los ricos, la inventaron los pobres. Sin la Revolución Industrial, es decir, sin las máquinas de coser no habría moda, porque las clases no privilegiadas no podrían haber accedido de forma barata a la estética de la que se vanagloriaban las privilegiadas (antes de la Revolución Francesa ni siquiera era legal copiar el atuendo de la aristocracia). Es ese juego entre el gato y el ratón, es decir, entre una clase popular que copia y una alta que se desmarca de lo copiado, y que tan bien definió Georg Simmel en su Filosofía de la moda (1905) la que hizo que naciera como sistema social (y objeto de consumo). Pero precisamente por eso apelar a ese mito del lujo silencioso, con una clase alta discreta que desprecia a una clase popular visualmente ruidosa (hasta ese punto han cambiado las tornas) no es apelar a la moda. No hay nada malo en utilizarla para expresar, aspirar o incluso jugar a ser otro, lo malo reside en convertir en consumo lo inconsumible, no solo por inaccesible en lo económico, también en lo ideológico.

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