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Los primeros pasos en el mundo del ballet fueron sobre tacones. No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando Marie-Anne de Cupis ‘La Camargo’, primera bailarina de la Ópera de París, decidiera cambiar esas incómodas alzas, normalizadas desde la corte de Luis XIV, por un zapato plano y liviano. La Revolución Francesa trajo la eliminación por completo del tacón y el romanticismo le insufló su puntera cuadrada para desafiar a la gravedad. Así nació la primera zapatilla de ballet tal y como la conocemos hoy, con variantes en piel –más duradera–, lona o satén, esta última reservado para las actuaciones.
La primera bailarina rusa Anna Pavlova perfeccionaría a comienzos del siglo XX su silueta con una suela endurecida para dar más apoyo a la zona de los dedos y aliviar el peso en el movimiento. Esa asociación a una figura grácil, casi etérea, que personifica una bailarina, ha seducido a la mujer desde entonces más allá de un escenario. La diseñadora americana Claire McCardell, precursora de la moda casual en el armario femenino, fue la primera en introducir la zapatilla de ballet en su colección de 1941; un modelo fabricado por Capezio, el proveedor oficial de la compañía de Pavlova. Los almacenes Neiman Marcus no tardaron en incorporar a sus zapaterías esta inédita zapatilla popularizada en la gran pantalla (y fuera de ella) por Brigitte Bardot, Rita Hayworth o Audrey Hepburn (en la imagen). Si Rose Repetto diseñó en exclusiva para Bardot unas zapatillas que resultaran tan flexibles como suaves y cómodas para bailar sin freno en la película Dios creó a la mujer –así nació su famoso modelo Cendrillon–, Hepburn no se quitó durante todo el rodaje de Vacaciones en Roma (1954) el diseño plano y personalizado creado por Salvatore Ferragamo.