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Alessandro Michele, el difícil adiós del diseñador que moldeó la moda del sXXI

Detrás de la despedida del diseñador romano como director creativo de Gucci, casi ocho después de reinventar la firma y convertirla en un fenómeno social y económico, se esconden otros tres de tensión que su entorno achaca a las presiones empresariales.

Michele, en el desfile de primavera-verano 2020 de Gucci en la semana de la moda de Milán.
Michele, en el desfile de primavera-verano 2020 de Gucci en la semana de la moda de Milán.Getty Images

Hay una cifra récord en la historia reciente de la moda que el negocio, su negocio, no va a olvidar jamás: 6.200 millones de euros. La plusmarca la establecía Gucci en 2017 y venía a pulverizar la barrera psicológico-financiera de los 5.000 millones, proverbial cantidad/frontera largo tiempo impuesta por Hermès. Aunque no era el montante en sí, o no solo, lo que escocía. Aquellos 6.200 millones de euros también significaban que la veterana marca de origen florentino había duplicado sus ingresos en apenas un año (hasta un 44,6% con respecto al ejercicio anterior), disparando un 27,2% el crecimiento global del grupo al que pertenece, el conglomerado francés Kering. El de su rival directo en la arena de la exclusividad, Louis Vuitton Moëtt Hennessy, apenas fue de un 13% en el mismo periodo, y eso que siempre ha ido más abultado de activos y mejor defendido por sus divisiones cosméticas. Lo que ocurrió a continuación aún colea, tanto que ha terminado por definir el actual estado de la industria del vestir y su crescendo capitalista: 5.000 millones es lo que hoy factura, euro arriba, euro abajo, cualquier enseña adscrita al prêt-à-porter de lujo en un trimestre triste. Qué difícil tener que calcular la indemnización que, al menos moralmente, le corresponde a Alessandro Michele, ahora que se va de la casa para la que diseñó su presente, encarriló su futuro y hasta recompuso su pasado.

Hay quien saca pecho proclamando el impacto sociocultural de su trabajo cuando los números no acompañan. Una excusa recurrente desde que el marketing y la comunicación de marca suponen la diferencia en una industria que hacía mucho que no lidiaba con una generación de consumidores tan poco complaciente y fiel, capaz de señalarte con el dedo ante la mínima brecha en el código de valores que les has intentado vender (y se presupone que compartes). En las tiendas igual no, pero cómo lo está petando en redes. La de directores ejecutivos que han tenido (tienen) que defender así ante presidentes y accionistas a esos directores creativos –no pocas veces designados por esos mismos CEOs– que no rinden en la cuenta de beneficios. Marco Bizarri nunca tuvo semejante problema con Alessandro Michele… hasta que lo tuvo. El actual director ejecutivo de Gucci debutaba en el cargo en 2015, a la vez que ascendía al diseñador romano de segundón (había sido mano derecha de Frida Giannini, anterior directora creativa, con la que entró en la firma fichados al alimón por Tom Ford en 2002) a primer espada. «Yo era un don nadie. Tras el primer desfile le dije a Marco que estaba loco. Y a mi novio que iban a despedirme al día siguiente», rememoraba Michele en entrevista con System Magazine un año después. Para entonces, la etiqueta ya era un fragor, mediático y comercial, del prácticamente cero en relevancia en la que la había dejado Giannini con su poco discreto encanto (sexy) de la burguesía al mil por hora en alas de una visión disruptiva que, sin embargo, conectó a Gucci con las necesidades de su tiempo. En la empresa se frotaban las manos: era 2016 y se preveía que alcanzaría las anheladas ventas de los 6.000 millones en 2020. Michele lo logró tres años antes. Y se desató la locura.

¿Alguien en la sala que recuerde qué pasaba en la moda entre la debacle del final de la primera década del 2000 (la muerte de Alexander McQueen, las caídas de Marc Jacobs y John Galliano) y la mitad de la segunda? ¿La broma de Alexander Wang en Balenciaga? ¿Jason Wu perdido en Hugo Boss? ¿Las promesas de esperanza blanca nunca cumplidas por Altuzarra y Proenza Schouler? ¿El desencuentro de Raf Simons con Dior? El tupido velo se corre solo. Ni siquiera el revulsivo que supuso la llegada de Hedi Slimane a Yves Saint Laurent en 2012 se antoja importante ya. La moda de la segunda década del 2000 comenzó en realidad con una blusa roja cerrada con lazada femenina al cuello (pussy bow) lucida por un modelo masculino en enero de 2015, nada que no se hubiera visto, pero necesaria como pocas veces antes. El cambio de sillas que se precipitaría luego en LVHM, con Kim Jones pasando de dirigir el hombre Louis Vuitton a Dior Homme, Kris Van Assche de Dior Homme a Berluti y el mesiánico Virgil Abloh a Louis Vuitton, algo le debe. «No supe de él hasta aquel primer desfile, y ahí me dije: ‘¿Qué está pasando aquí?’. No tanto en términos estéticos, por bonito o feo, sino porque sentí que asistía a un cambio de paradigma. Estaba moldeando al hombre y a la mujer del siglo XXI, una nueva idea de masculinidad y feminidad, esa fluidez de géneros de la que tanto se habla hoy, pero no de una manera corriente, sino diversa, sin estereotipar. Con un mensaje de libertad», concede Maria Luisa Frissa, directora del programa de grado de diseño y artes multimedia de la Universidad Iuav de Venecia. «Alessandro supo captar el deseo del consumidor en un momento preciso, que es de lo que trata la moda. Y ha sido capaz de dar continuidad a una historia, la de Gucci, al tiempo que propiciaba una ruptura. Como crítica, no me interesa especialmente el pasado, pero sí cómo se puede volver a contar una historia de una manera viva, definir un organismo con un diálogo actual», remata la también autora de Las formas de la moda. Cultura, industria y mercado (Ampersand, 2020).

Michele, rodeado de celebridades en la gala Met de 2019, dedicada al ‘Camp’. De izda. a dcha., Serena Williams, Harry Styles, el diseñador, Lady Gaga y Anna Wintour.
Michele, rodeado de celebridades en la gala Met de 2019, dedicada al ‘Camp’. De izda. a dcha., Serena Williams, Harry Styles, el diseñador, Lady Gaga y Anna Wintour.Getty Images

En el principio fue el caos mágico, una apabullante apisonadora estilística, un elefante en el bazar de las sorpresas, todo espíritu de armario viejoven que, al abrirse de repente, solo podía provocar fiesta. Un extravagante, extemporáneo, artificioso, casi lujurioso hilo argumental que como director creativo desarrolló a lo largo de casi ocho años y que culminaría en la absoluta guccificación, término inevitable –acuñado para la era de la redes sociales– devenido bandera de una revolución. O, mejor, rehabilitación: «La mía ha sido una operación rescate falsa, porque en realidad no hacía falta. Todo lo que ha sido bien plantado, termina dando fruto. Yo solo he pasado a recogerlo», decía Michele en un encuentro durante las jornadas Cura Iura organizadas por el Roman Forum en 2019, refiriendo el legado de la casa. Para entonces, el salto cualitativo en las colecciones ya era evidente: por fin, más moda y menos merchandising. Más prendas de verdad (el primer ejercicio de sastrería real fue para enmarcar) y menos trampantojo de estilismo. Y, de repente, llegaron los resultados económicos del segundo trimestre: estancamiento. Gucci no conseguía alcanzar los 10.000 millones de euros en ventas, nueva cantidad/frontera a batir (Chanel había comenzado a airear eufórica sus cifras poco antes tras superar tales ingresos). Nadie fuera de la marca lo vio venir, pero aquello significó el principio del fin.

Hubo jaleo y vítores en los titulares cuando se escenificó la colección primavera/verano 2020, la de la aséptica sala de espera aeroportuaria: ¡Gucci vuelve a ser sexy! ¡Michele toca el punto G! Gucci Orgasmique (o Gucci Eterotopia) se tituló, y, sí, iba a ser sexy. Según explica alguien del entorno del diseñador en aquel momento, fue una imposición. Al director creativo no le quedó otra que ceder a las muchas presiones internas que no solo le exigían un cambio de registro, sino que además el giro de guion expusiera carne. A este motivo, las presiones internas para un fuerte cambio de rumbo, también apuntaba el medio especializado WWD cuando avanzó la noticia de la salida de Michele de Gucci a última hora del martes. El equipo de merchandising, hasta la fecha independiente y con cero injerencia en el núcleo duro artístico, comenzó a tener cada vez más peso en las decisiones creativas. Se acabó la total libertad de acción de la que había gozado el diseñador romano. Todo apunta a que su salida pudo haber empezado a fraguarse a principios de 2020, pero el estallido de la pandemia de la covid-19 y el consiguiente parón en la industria demoraron la decisión.

Hay quien aún recuerda la tensión que se vivió a partir de tan crítico momento, con los mercados asiático y estadounidense cerrados, la incertidumbre financiera consiguiente y el desembarco en la enseña de tecnócratas y tiburones empresariales ajenos a la moda que solo querían ver hojas de Excel repletas de números. Desde 2017, como apunta Chloe Mac Donnell en The Guardian, “el ritmo de los ingresos había disminuido constantemente” y tras la pandemia “los expertos culparon a la fatiga de la marca”, sobre todo en mercados clave para la firma como el asiático.

Los últimos tres años de tiranteces concluían finalmente el miércoles pasado, al menos de manera oficial, porque en la firma su salida ya constaba diez días atrás. También consta desde hace tiempo el histórico de Kering despachando a sus primeras figuras sin miramientos (y hasta cierta crueldad): Nicolas Ghesquière, Hedi Slimane, Frida Giannini, Daniel Lee… Gucci queda, de momento, en manos del equipo que ha trabajado con Michele hasta la fecha, aunque el anuncio de una «nueva organización creativa» da pie a especulaciones interesantes. Aunque lo son todavía más las cábalas a propósito del destino del que fuera su mejor cabeza pensante. La rumorología que ya recorre Milán es chiflante: en un futuro no tan lejano, se lo sitúa como relevo de Pierpaolo Piccioli en Valentino, que mucho impacto sociocultural en rosa, pero poca chicha económica, dicen. Y luego está la maniobra de la revancha: ocupando la vacante del desaparecido Virgil Abloh en la división masculina de Louis Vuitton (para escribir el enésimo capítulo del juego de tronos que se gastan el clan Arnault y el Pinault en las viejas guerras del lujo). Quienes mejor conocen al diseñador, para el caso, lo sitúan en su villa de la capital italiana, entre porcelanas, libros antiguos y flores, junto a su inseparable Giovanni Attili (ingeniero medioambiental, profesor asociado de Urbanística en la universidad romana de La Sapienza, muchas de las disgresiones filosóficas con las justificaba sus excesos creativos se las debe a él), sine die. Este viernes cumplía los 50, ahora sí, feliz. «Que sigáis cultivando vuestros sueños, la materia sutil e intangible hace que la vida valga la pena. Que continuéis nutriéndonos de imágenes poéticas e inclusivas. Y que siempre viváis por vuestros sueños, impulsados por el viento de la libertad», se despedía de sus seguidores en comunicado de prensa. Ahora se entiende todo.

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