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El ‘influencer’ más varguardista del momento crea parodias de la moda desde una de las islas más pobres del mundo

Shaheel Shermont Flair es el ‘tiktoker’ del momento con sus parodias de los desfiles de moda. Pero, racializado y gay, conviene levantar las capas de burla e ironía para atisbar el verdadero significado de su viralizada expresión creativa.

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Se llama Shaheel Shermont Flair, tiene 24 años y quiere ser actor. Cómico. «Personaje público», «artista», se describe en redes sociales, donde muestra sus talentos para la comedia vía vídeos/reels. El pasado 20 de junio compartió en ellas su última ocurrencia: la parodia de un desfile de moda. «Los desfiles de moda son tal que así», enunciaba (emoticono de carita llorando de risa), y echaba a andar a caderazo limpio cual Linda, Naomi o Christy en camiseta y shorts deportivos por el que parece el patio de su casa, descalzo, cada ‘salida’ implementando el estilismo con toda suerte de cachivaches, chatarra, utensilios y mobiliario doméstico. En un momento involuntariamente (o no) rickowensiano, utiliza de complemento incluso a su hermana pequeña, Riharika, accesorizada al costado. En TikTok, donde comparece como @shermont22 desde hace poco más de un año, el minimetraje en cuestión lleva acumuladas más de cinco millones de visualizaciones, y sumando. Igual que su número de seguidores (cerca de los 350.000, ahora mismo, 13 millones y pico de ‘me gusta’), que no paran de pedirle más. ¡Otro, otro! El más reciente lo subía hace unas horas, novena entrega por aclamación popular de una saga viral en realidad no tan irónica y descacharrante.

A efectos de fama y gloria, según los parámetros actuales, Shermont ya es una estrella. En una reciente story de su perfil de Instagram (@shermont_22, bastantes menos seguidores, aunque se supone que todo se andará), confesaba haber googleado su nombre y no dar crédito al alcance de la performance. «¡Salgo en las noticias!», se pasma, mostrando capturas de diferentes medios digitales, en especial del sudeste asiático. En Twitter se lo jalea como héroe de la semana por hacer mofa, befa y escarnio de la moda, claro, esa cosa tan tonta y cada vez más absurda.

Sucedió lo mismo hace apenas dos meses, cuando un vídeo de la red social Douyin se viralizó en su versión occidental (TikTok, esto es) y dio lugar al desafío Convierte a tu abuela en una supermodelo internacional: una venerable anciana china, balenciaguizada, guccificada y pradificada viva por un chiquillo que presuponemos su nieto con lo que tiene a mano en la yurta, gallina incluida. El resultado, los logos de las marcas superpuestos en unas imágenes al estilo de cualquier campaña publicitaria de lujo, viene a decir que Demna Gvasalia, Alessandro Michele o el tándem Miuccia-Raf Simons somos todos, o podemos serlo.

Anciana vestida por su nieto con objetos cotidianos para recrear un anuncio de Balenciaga.
Anciana vestida por su nieto con objetos cotidianos para recrear un anuncio de Balenciaga.

El lamento se repite hace ya tiempo: la moda, qué mala es. Más que nunca. No solo contamina el planeta y explota a sus trabajadores, encima se burla de los consumidores. ¿Están locos estos diseñadores? No, solo nos están tomando el pelo con tanta arbitrariedad/fealdad/estupidez estética. Así que procede devolverles la gracia, a mandíbula batiente. Troleos como el de Shermont o los de las abuelas chinas (hay unos cuantos) pueden, en efecto, evidenciar cierto hartazgo social a propósito de un circo de tres pistas, con sus domadores, ilusionistas y payasos, cuyas extravagancias se entienden mamarrachadas y sus más difícil todavía, insultos o casi. El uniforme de DHL de Vetements. La bolsa de Ikea de Virgil Abloh. El jersey con el monopatín roto incrustado de JW Anderson. Las zapatillas destrozadas de Balenciaga. Todo Balenciaga, la marca que refieren invariablemente los comentarios al reel del joven comediante, aunque no son pocos los que también ensalzan su actitud y estiloso trote de modelo y piden verlo ya desfilando en París y Milán. Y luego están los que pretenden ser más graciosos, sarcásticos e irónicos que el propio vídeo (lo típico en la red del pajareo). Ninguno, para el caso, que haya reparado –o querido reparar– en el trasfondo de lo que muestra.

Shaheel Shermont Flair es indio fiyiano, descendiente de aquellos girmit de la India que llegaron a las Fiji colonizadas por los británicos a mediados del siglo XIX como mano de obra esclava. También es gay. «Dad la bienvenida a la reina en Instagram», instaba en abril de 2021 al debutar en la red social. En noviembre posteaba: «Mi sexualidad no es el problema, lo es tu intolerancia». En abril de este año, volvía a la carga: «Hay quien me odia por ser diferente y no vivir según los estándares de la sociedad, pero en el fondo lo que desearían es tener mi coraje». Antes de su fenomenal desfile, ya hacía low cosplay de las mujeres de su etnia tirando de desechos. Papel higiénico para el sari, el tapón de una botella como nath en la nariz y una bolsa de té en plan maan tikka en la frente, por ejemplo, el ajuar de cualquier novia india en el jocoso post titulado «Arreglándome para mi amante». En otro se le ve colgándose dos globos llenos de agua, pechos bamboleantes bajo la camiseta: «Las cosas que hago por TikTok», escribe. Sí, Shermont ha hecho de la comedia su vía de escape para el acoso y la discriminación (doble en su caso), las redes sociales como autopista hacia el cielo. Igual que Apichet Madaew Atirattana en su día.

Thai Dovima convierte objetos cotidianos, ramajes y basura en originales atuendos.
Thai Dovima convierte objetos cotidianos, ramajes y basura en originales atuendos.

Menos en la intencionalidad glamourosa, todo lo de la pasarela de Shermont recuerda a la que lió la llamada Dovima tailandesa. Era 2016 y un adolescente de la región arrocera de Isaan, una de las más pobres de Tailandia, asombraba al mundo antes de que se impusiera el pensamiento único tiktoker convirtiendo objetos cotidianos, ramajes y basura en atuendos fabulosos, con los que se grababa desfilando por distintas localizaciones de su aldea, la abuela ejerciendo de asistente de estilismo. Facebook e Instagram enloquecieron con lo que se calificó un «derribo de las barreras entre identidad de género, moda y reciclaje». Madaew (nombre de guerra) se explicó entonces así: «Quiero que la gente vea que esas cosas feas que no encajan pueden transformarse en algo bello. Y que vestir bien no es cuestión de dinero». Apenas unos meses después, Asia’s Next Top Model, edición sudasiática del talent show estadounidense, lo convocaba como diseñador invitado de la cuarta temporada. Al año siguiente, la revista Time lo citaba en su lista de nuevos líderes generacionales. Su ejemplo cundió, porque al poco hicieron sus apariciones estelares Suchanatda Kaewsanga, paisana y abiertamente trans, y el chino Lu Kaigang, cuyas propuestas a desfile por su pueblo de la provincia de Guangxi incluían vestidos de tapas de cubos de basura y bolsos hechos con viejos aparatos de aire acondicionado. Cero ironía.

He aquí la respuesta desde la pobreza y la marginación al impacto global de la moda como fenómeno de masas adscrito a la cultura del ocio/entretenimiento. Una práctica en la que resuenan lo mismo la política de los botones de Patrick Kelly, el primer diseñador afroamericano en entrar en las filas de la Cámara Sindical del Prêt-à-porter parisién a mediados de los ochenta, que los ejercicios indumentarios de los swenkas (obreros de origen zulú) y skhothanes (muchachada nacida después del Apartheid obsesionada con la imagen) de Johannesburgo o los jóvenes de Ghana que explotan los macrovertederos textiles del tamaño de ciudades que rodean la capital, Acra, como canteras para su creatividad. Las narrativas de esos diseñadores que marcan los actuales derroteros del negocio, amplificadas como nunca por los medios digitales, les demuestran además que, sí, es posible balenciaguizarse, guccificarse o pradaficarse sin pasar por caja. Por eso las abuelas supermodelos chinas de TikTok significan antes aspiración que escarnio, prueba de que la moda tiene para todos, hasta los más desfavorecidos socialmente (el orgulloso hashtag que suele acompañarlas, #chinastreetstyle, no tiene pérdida). Por eso Apichet Madaew Atirattana, Suchanatda Kaewsanga y Li Kaigang han hecho carrera como creadores, blogueros o influencers con cientos de miles de seguidores, de cero al infinito propulsados por el combustible ensoñador que les proporcionaban las revistas de la peluquería del pueblo o la televisión vía satélite. «Es muy fácil cargar contra la moda por todos los problemas que genera, pero quiero pensar que también es capaz de ayudar a la gente de muchas maneras, de forma positiva», esgrime Minh-Ha T. Pham, profesora de estudios de medios del Pratt Institute de Nueva York y autora de Asians Wear Clothes on the Internet (2016), un ensayo sobre las dinámicas de raza, género y clase entre esos jóvenes asiáticos que han hallado en la moda sus expresiones identitarias, obligando de paso al sistema a reconocerlos al fin como fuerza socioeconómica y cultural. Shaheel Shermont Flair se ríe, pero desfila porque también sabe lo que la moda puede hacer por él, que quiere ser actor.

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