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La razón (periodística) por la que Tom Wolfe siempre vestía un traje blanco

El escritor convirtió su impecable conjunto de tres piezas en una enseña. Vestirlo también era una declaración de intenciones sobre cómo enfocar la información y presentarse ante ella.

Tom Wolfe en su casa, fotografiado en 1988. Nótese el detalle de la corbata a juego con el calcetín.
Tom Wolfe en su casa, fotografiado en 1988. Nótese el detalle de la corbata a juego con el calcetín.Getty

«Nunca te das cuenta de cuánto de tu pasado está cosido en el forro de tu ropa», escribió Tom Wolfe en su debut literario, La hoguera de las vanidades. El escritor ha fallecido a los 88 años tras haber transformado el léxico de su lengua (el diccionario Oxford cuenta con más de 150 citas de sus textos) y con todas las necrológicas exaltando su legendario traje blanco como una extensión más de su firma. El inmaculado conjunto de tres piezas –siempre con chaleco– lo empezaría a usar en 1962, pero su meditado e inteligente modo de empleo de la moda ya venía de lejos. «Era el único que paseaba por el campus con sombrero y paraguas», admitiría en su mítica entrevista a Rolling Stone en 1980, para acto seguido lamentar no haber destacado a su paso por Yale porque «intentar destacar entre un zoo de locos excéntricos fue una causa perdida». Mucho antes del branding personal, Wolfe entendió como pocos que lo que vistes es casi tan importante como lo que escribes.

Convertirse en el dandi de traje blanco del periodismo le llegaría de rebote. Homenajeando los ecos de la tradicional elegancia masculina y gentil de su ciudad natal, Richmond (Virginia), Wolfe ya se había acostumbrado a vestir trajes de un sastre británico de Washington, pero fue el primer traje que se hizo a medida en Nueva York el que inició la leyenda. Un conjunto blanco que estrenó en pleno invierno («el tweed de seda en realidad es un tejido muy cálido», defendería) y que, por lo visto, enloqueció a todos cuantos se encontraba. «La reacción de la gente fue increíble… la hostilidad ante pequeños cambios en el estilo puede ser maravillosa», contaría encantado sobre el episodio que inició la leyenda.

Tom Wolfe posando con su característico tres piezas blanco.
Tom Wolfe posando con su característico tres piezas blanco.Getty (Conde Nast via Getty Images)

Si Wolfe se quedó con el blanco como carta de presentación ante el resto del mundo respondía, también, a una voluntad deontológica. La incomodidad inicial provocaba distancia ante sus interlocutores y facilitaba, después, un diálogo más sincero. Su periodismo no trataba de imitar lo que veía, sino de destacar ante el resto que él era un observador ajeno a la dinámica del grupo. «Cuando hice La banda de la casa de la bomba no podría haber estado en un mundo más alienígena. Despaché toda la historia vestido de seersucker –el tejido de los trajes coloniales que mezcla algodón e hilo–. Creo que a la gente le divertía verme así. Pensaban que era un viejo. Era un viejo raro de 30 años, pero ellos me veían como a un estirado. Les encantaba esa idea, la del tipo con sombrero rígido de paja acercándose y preguntándoles cosas. Algo que se volvió más extremo cuando trabaja en Ponche de ácido lisérgico. Ahí entendí que sería un error monumental intentar encajar en aquel mundo«.

La excentricidad de su estilo jugó a su favor para dotarle de credibilidad, tal y como apunta Terry Newman en Legendary Authors and the clothes they wore (2017, Harper Collins): «Vestir un traje blanco es pavonearse de forma delicada, dando a entender que el que lo viste no quiere ensuciarse las manos. Vestir de blanco es una proposición serena e imperturbable».

Tom Wolfe en su casa del Upper East-Side de New York City, en 2004.
Tom Wolfe en su casa del Upper East-Side de New York City, en 2004.Getty (Redferns)

No solo utilizó la moda para construir a su propio personaje. Al igual que Didion, otra cronista que hace un uso catártico de las prendas en sus textos, Wolfe convirtió a la ropa en un elemento crítico más. Valoró su función transformadora en la cultura contemporánea. Un ejemplo: el extracto de La hoguera de las vanidades en el que contrapone la ostentación de los depredadores de Wall Street con el estatus de los pasajeros del metro de la línea D. «La mitad de los pasajeros del vagón viste zapatillas con diseños llamativos y suelas moldeadas que parecen botas de saldo. Las llevan los jóvenes, los viejos, las madres con niños en su regazo… En la línea D esas zapatillas eran como llevar un neón en el cuello en el que se podía leer tugurio o El Barrio». Él defendería este uso en una entrevista en The Paris Review en 1991: «Me di cuenta de que si iba a describir viñetas de la vida contemporánea quería todos los sonidos, los looks, la sensación o lo que fuese de ese sitio sobre el que estaba escribiendo. Nombres de marcas, el gusto en la ropa y los muebles, las formas, cómo la gente trata a los niños, al servicio o a sus superiores; eso eran importantes pistas de las expectaciones individuales».

El hombre que se inventó el concepto de «radical chic» al ver a las mujeres que formaban parte de las Panteras Negras en una fiesta en casa de Leonard Bernstein («parecen salidas de las páginas de Vogue, aunque no dudo de que Vogue se inspiró en ellas…), estuvo a punto de ganarse una mancha, literal, en su expediente. Renata Adler detestaba el Nuevo Periodismo que propugnaba Wolfe. La periodista y escritora del New Yorker acusaba al escritor de haberse apropiado del estilo en primera persona que promovía el semanario y estaba convencida de que Wolfe «se inventaba los hechos». Adler estuvo a punto de lanzarle una lata de tomate a su inmaculado traje en una charla sobre Nuevo Periodismo. No lo consiguió.

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