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El algoritmo del confinamiento en Instagram: el negocio de ganar dinero con nuestras emociones

La vigilancia publicitaria segmentada de la red social capitaliza emociones y pone en evidencia todas nuestras obsesiones, miedos y aspiraciones. Una trampa comercial de la que resulta especialmente difícil escapar durante el confinamiento.

Ilustración: Ana Galvañ
Ilustración: Ana Galvañ

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Soluciones publicitarias segmentadas en una de cada tres fotos en Instagram durante el confinamiento: challenge para rebajar barriga en 30 días. HIIT en ocho minutos para tonificar abdomen. App milagro para salvar plantas. Whisky escocés con dos vasos y mixers (#BrindaEnCasa) y varias firmas de pantalones que lo mismo sirven para entrenar en el salón que para entregarse al atracón de carbohidratos y televisión como refugio a la presión social de la nueva fiebre (alcohólica) del sábado noche en House Party.

Frente al desajuste cerebral de vernos confinados en lo doméstico por la emergencia sanitaria, las marcas que se publicitan en mi algoritmo saben que ahora –qué remedio– todo lo que sea #EnCasa cotiza al alza. También que, más que nunca, somos reincidentes del scroll infinito como estrategia evasiva repetitiva y hemos disparado el consumo de redes –confinados pasamos de media un 34% más en Instagram, según un estudio de IPG MediaBrands–. Un escenario que ha derivado en las estrategias de marca de la Covid-19: se ha pivotado en forma –los discursos publicitarios son más empáticos y sensibles apelando al confort doméstico, así lo pide el 67% de los clientes, según el citado estudio–, pero en su fondo siguen torpedeando nuestras debilidades y autoestima a través de la maquinaria de la vigilancia publicitaria emocional. Una sutil manipulación que apela a los buenos sentimientos, pero que refuerza la fantasía de optimización personal alineada con el talante que revela nuestro algoritmo. Confinados, nuestros miedos, aspiraciones y obsesiones más íntimas siguen ahí, asaltándonos cada tres fotos al hacer búsquedas.

En este videojuego nunca ganarás (Tavi Gevinson).

Alejada del odio polarizado de Twitter y de los ciclos informativos acelerados e irreflexivos de Facebook, nuestra burbuja hecha a medida de Instagram se ha convertido en un cajón de sastre emocional perfecto para capitalizar nuestro aleatorio y caótico consumo de imágenes. Allí monitoreamos a nuestros círculos conocidos, espiamos a desconocidos a los que envidiamos (u odiamos) o fantaseamos con cuentas de inmobiliarias de inmaculados pisos que nunca podríamos comprar. Todos esos saltos de cuenta a cuenta, de ex en ex y de meme en meme han edificado un nuevo ecosistema en el que las emociones son las que abren la puerta a la atención, y con ella, al negocio. Lo sostiene Tim Wu en Comerciantes de la atención (Capitán Swing, 2019). Cuando en 2013 Mark Zuckerberg compró la red e introdujo anuncios siguiendo el modelo de perfil limitado de Facebook, todo cambió. En 2015, Instagram contaba con 400 millones de usuarios y superaba a Twitter. «Su tendencia ascendente auguraba un futuro en el que separaba la línea de los observadores de los observados y a los compradores de los vendedores. La economía de la atención, que solía ser metódica, había degenerado en una sociedad caótica de admiración recíproca, llena de narcisos emprendedores».

Dayna Tortorici indagaría en esa curiosa disociación de funcionamiento y significado en el ensayo My Instagram (publicado en 2019 en N+1), en el que partía de lo personal para trazar un interesante análisis sociocultural de la que se suponía que sería la red social más amable y menos política de Internet y que ha resultado ser una de las más rentables para el conglomerado de Facebook: su valor de mercado es de 100.000 millones de dólares, 100 veces más de lo que le costó. Tortorici contó cómo su obsesión secreta por cuentas de influencers del fitness entre 2016 y 2018 derivó en una dismorfia corporal severa, alimentada también por la publicidad y cuentas relacionadas. «La pestaña explorar –que lleva a los usuarios mediante el algoritmo hacia contenido similar a lo que han visto o les ha gustado– se convirtió en un mosaico de usuarias cada vez más extremas y culturistas que juntas no me parecían raras. Así es como funciona la dismorfia, pensé; el algoritmo solo lo alienta, lo empuja hacia los extremos». Normalizar el nicho. Entrenar el ojo. Nuestra relación con el algoritmo también ha (re)educado nuestra mirada erigiendo nuevos cánones. Y no solo dentro de la red.

La ensayista Jia Tolentino viajó el año pasado hasta las clínicas de cirugía plástica más cotizadas para averiguar por qué se ha puesto de moda la cara cíborg. «Una cara joven, con piel sin poros y pómulos altos y regordetes. Con ojos de gato y pestañas largas y caricaturescas; nariz pequeña y labios carnosos y exuberantes». En su ensayo La era de la cara de Instagram desveló que ahora buscamos ese rostro irreal estandarizado por Facetune y los filtros faciales. De ahí ese boom por todos esos rellenadores de labios que te ofertan por Instagram Ads. En la vida real queremos el confort dismórfico de nuestras stories.

Caras irreales y feelings. Del bodegón preciosista donde parecíamos estúpidamente perfectos hemos pasado a un escenario donde se premia (en términos de alcance) la exhibición de miserias. «Instagram se basa en la explotación de la psicología de las personas para tener el máximo compromiso, al igual que un videojuego que no puedes dejar de jugar pero que nunca ganarás», desveló Tavi Gevinson, fundadora de Rookie Magazine y perra vieja en la construcción del ‘yo digital’ a sus 23 años en el ensayo Qué sería de mí sin Instagram. Las compañías saben que la emoción es catalizadora de lo compartible y consumible. Que tus hábitos de compra varían en función de si escuchas la playlist de Spotify Noche de chicas, si te paseas obsesivamente por la cuenta de tu ex o por las de influencers del fitness para castigarte. Siempre vigilantes. Incluso cuando todas esas emociones no se mueven de casa.

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