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¿A qué se debe el enésimo resurgir de la Barbour? Lectura sociológica y política de una prenda pija que antes fue proletaria

La casa francesa Chloe firma una colaboración con una marca que representa la quintaesencia de lo británico y que antes de ser básico de aristócratas lo fue de pescadores.

La princesa Ana y su esposo Timothy Laurence en un torneo ecuestre.
La princesa Ana y su esposo Timothy Laurence en un torneo ecuestre.Max Mumby/Indigo (Getty Images)
Raquel Peláez

Si fue usted joven en los años noventa recordará que gente que jamás había tenido de cerca un establo, una vaca, un caballo o un pasto, se dedicaba una vez al mes a untar con una cera de inconfundible olor (no desagradable, pero sí penetrante) el abrigo con el que se vestirían el resto de la semana para subir en un autobús o un taxi, entrar en una oficina y al fin y al cabo hacer vida totalmente urbana, dejando un fragante rastro a parafina detrás, eso sí. Era la forma que tenían de confirmar que, por muy lejos que estuviesen de ello, se consideraban de alguna forma miembros dignos de una comunidad a la que no podía pertenecer cualquiera: la de los terratenientes ingleses que supuestamente se ponían estos abrigos, llamados Barbour, que en su versión original estaban hechos con algodón encerado para que la lluvia que cae constantemente del cielo británico no penetrase en la ropa de sus portadores, como tampoco debía hacerlo el posible olor a estiércol que deja frotarse con el ganado. Aquellos jóvenes “barbouristas” de los años noventa que, lejos de ser ingleses terratenientes, eran españolitos de a pie y, lejos de ir a controlar reses, se iban de copas con esas pintas tan british al centro de cualquier ciudad (de Madrid a Valladolid) no sabían que había un detalle que les delataba como impostores: el cuello de pana que se incorporó a las versiones modernas y más pintonas del invento. Las Barbour originales, las que creó John Barbour en South Fields en 1894, en pleno auge de la revolución industrial, no eran para ganaderos, sino para pescadores y marineros y tenían totalmente impermeabilizados hasta los bolsillos, donde podían guardar mapas o adminículos como una brújula. Aquellos modelos, que se bautizaron como ‘Beacon’ (en inglés, faro) no estaban forrados con la tela de tartán de las Barbour que se compran en El Corte Inglés y tampoco tenían el cuello de pana, porque si hay un tejido que no se lleva bien con la lluvia es ese.

En realidad, el vínculo de las chaquetas Barbour con la aristocracia y los grandes terratenientes británicos, poseedores de palacios y organizadores de monterías, no llegará hasta que la tercera generación familiar, encabezada por Margaret Barbour, consiga que sus prendas se conviertan en favoritas de cazadores, lo que acabarían valiéndole un Royal Warrant concedido por el Duque de Edimburgo en 1972. Margaret fue quien comprendió que su marca tenía que rentabilizar esta nueva conexión con el mundo del dinero viejo y, por eso, a partir de 1980 se produjo un giro total en la forma de comunicarse de la compañía, que en sus catálogos mostraba ahora parejas con pinta de aristócratas paseando con sus perros de pedigrí por la campiña.

Fue cuando lanzaron sus tres modelos más icónicos y a la vez más versátiles para lucir en la ciudad, Bedale, Beaufort y Border, que son los que incorporan los cuellos de pana y el forro de cuadros. Y este cambio llegó justo cuando la reina Isabel II y el príncipe de Gales concedieron a Barbour los Royal Warrants que representan la máxima distinción en el mundo del lujo británico. En la década siguiente la fiebre de estas chaquetas se fue extendiendo por toda Europa hasta llegar a España, donde el furor fue tal que en las tiendas donde se comercializaban se vendía la famosa cera de mantenimiento, solo apta para aquellos que de verdad le van a dar un uso agropecuario a la prenda. En la actualidad, de hecho, en las tiendas Barbour se sigue ofreciendo el servicio de encerado, que ayuda a mantener el tejido en perfecto estado y a seguir con la leyenda de ese olor inconfundible.

Desde entonces, Barbour no ha dejado de ser una firma clásica y con excelente reputación, aunque su éxito entre los jóvenes se fue amortiguando hasta que en los 2000 el cantante de los Arctic Monkeys, Alex Turner, empezó a ponérsela en sus conciertos. Él fue promotor de la enésima reedición de ese estilo tan británico que mezcla la estética ‘clochard’ de la nouvelle vague y el existencialismo con la mística rural (véase a Paul McCartney y su esposa Linda en sus años granjeros en las profundidades de Escocia); como también lo ha sido su expareja, la influencer y modelo Alexa Chung, a su vez ideóloga de la enésima reinterpretación del Swinging London, quien desde hace siete años tiene una colección propia dentro de la firma en la que recupera las capas de pescadores que se remontan a los orígenes de la prenda y homenajea a la reina Isabel con un abrigo para la lluvia superventas llamado precisamente Elizabeth (quien se la ponía para ir a Balmoral).

Hace varias temporadas, ya que la Barbour vuelve a estar presente en la lista de deseos de los fashionistas: los portales de lujo Net-a-Porter y Yoox la incluyen en su lista de marcas justo en un momento en el que Gran Bretaña vive un indudable auge nacionalista que ha traído pareja una corriente cultural que reivindica un estilo de vida “puramente británico” que quizá solo encarne la familia real en The Crown. En la vida real no existe.

Campaña publicitaria de 2012. La tercera desde la izquierda arriba es Helen Barbour.
Campaña publicitaria de 2012. La tercera desde la izquierda arriba es Helen Barbour.

Paradójicamente, este año es la firma francesa Chloe la que propicia la enésima resurrección de la Barbour. Chloe, fundada en los años cincuenta por la parisina de origen egipcio Gaby Aghion representó desde sus inicios la sofisticación intelectual de las mujeres cultas de la alta burguesía. Ese legado lo recogió luego la legendaria Phoebe Philo, quien introdujo en el imaginario femenino la idea de que un pesado abrigo camel podía llevarse sin problema con zapatillas deportivas y que es tan lujoso un buen jersey de cashmere como una buena joya. Todos estos valores casan perfectamente con una firma que suele decir, para promocionar los modelos Beaufort y Bedale, que el bolsillo trasero del primero sirve para guardar caza y el bolsillo lateral del segundo, para llevar una botella de champán.

Esta colaboración se produce con la cuarta generación al frente, representada de nuevo por una mujer, Helen Barbour. Ella fue quien introdujo en los años noventa patrones exclusivos de tartán para el interior de las chaquetas y quien en 2014 empezó a diseñar prendas específicas para perros, puesto que ella misma las necesitaba para el suyo. Es de su cosecha también la idea de añadir a la chaqueta Barbour el valor del “legado” (uno no tiene una de estas prendas, solo la cuida para la siguiente generación), tan propio de la aristocracia antigua. ¿Es conservadora la Barbour? Al igual que la creación de su propio mito, todo depende desde cuándo se empiece a contar su historia.

Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.
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