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Los anuncios lacrimógenos.
Empatía, ternura, afecto, identificación, añoranza, vulnerabilidad, miedo… Incluso el peor publicista del mundo sabe cómo poner en marcha lo que en psicología se llama desencadenantes emocionales, es decir, mensajes que fijan la memoria a largo plazo y que, curiosamente, conectan con los puntos de nuestro cerebro que guían las decisiones de compra (esas que nos rascarán 600 euros de nuestro bolsillo). Así contado puede parecer inverosímil, pero puestos en situación -o expuestos a los mensajes publicitarios, especialmente emocionales en Navidad- la cosa cambia. Este año, el ejemplo es claro. Tras enterarnos de que, en lo que nos queda de vida, apenas pasaremos algo más de mes y medio con nuestra mejor amiga o alrededor de un trimestre con nuestra madre, sentimos distintos efectos que van desde la flojera que precede al llanto hasta las ganas de ir corriendo a verlos. Y también sentimos, voilà!, más consideración hacia la marca que nos lo ha contado en su spot navideño. Quizá no salgamos pitando a comprar algún producto de Ruavieja, pero, desde luego, el nombre ya está instalado en nuestro sistema límbico, por no decir en nuestro corazón.