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Seis formas de ridiculizar a una mujer que escribe

Se edita en castellano el ensayo de Joanna Russ sobre las estrategias históricas para ignorar y menospreciar los textos escritos por mujeres.

"Una mujer debe sacrificar cualquier aspiración a la feminidad o a la familia si desea ser escritora", escribió Sylvia Plath siendo una estudiante de postgrado. Aquí, vista por la pintora  Melinda Hagman.
"Una mujer debe sacrificar cualquier aspiración a la feminidad o a la familia si desea ser escritora", escribió Sylvia Plath siendo una estudiante de postgrado. Aquí, vista por la pintora Melinda Hagman.www.melindahagman.com / Disponible en Etsy

«Cada hombre que alguna vez le dijo a una editora adjunta mientras la acorralaba contra la pared ‘ya sabes que estoy en un matrimonio abierto’, cada hombre que alguna vez empleó la palabra ‘melodramáticas’ para describir las memorias escritas por una mujer […] o que dedicó dos párrafos a especular sobre el cuerpo de una mujer o un autor trans en lo que se supone que era una reseña sobre su obra […], cada hombre que se ha referido a una Brontë, a Emily Dickinson o a James Baldwin como escritores menores: todos ellos están aquí. 

Han venido a expiar sus pecados. Han venido a pedir la absolución. Han sido forzados a encontrarse con su inconsciente, por fin han visto que su sesgo es real –que han sentido la necesidad de creer que cualquiera que no fuese como ellos era un cantamañanas o carecía de interés –y esta información les ha puesto en evidencia»

Jessa Crispin en el prólogo de Cómo acabar con la escritura de las mujeres (Dos Bigotes/Barrett, 2018)

Años antes de que Margaret Atwood provocase escalofríos con las consecuencias de una sociedad ultraconservadora y patriarcal en su Cuento de la Criada, Joanna Russ (1937-2011) se valió de la sátira para sacar los colores al sexismo con el que lidiaban las mujeres de mediados de los 70 en su célebre El hombre hembra. El éxito de su distopía sobre cuatro mujeres viajando a planos de existencia distintos en los que hasta se llega a borrar la feminidad para alcanzar el éxito (¿te suena, J. K. Rowling?) la situó en la avanzadilla de la ciencia ficción feminista junto a Ursula K. Le Guin. Russ aparcaría la ficción años más tarde para publicar Cómo acabar con la escritura de las mujeres (1983), un ensayo que ha tardado más de tres décadas en traducirse al castellano pero que sirve como práctica (y nada obsoleta) guía para responder a todos aquellos que niegan sistemáticamente que las mujeres no han sido ninguneadas, humilladas o despreciadas en el mundo de la literatura.

He aquí varias de las fórmulas, sorprendentemente vigentes, a las que se recurre para acabar con la escritura de las mujeres:

Paga poco y déjalas sin horas libres (porque ellas asumen unos cuidados que no hace el hombre)

El acceso al tiempo, a la independencia económica y a la habitación propia que reivindicaría Virginia Woolf es el santo grial de las creadoras. «Era improbable que la mayoría de quienes trabajaban en fábricas de la Gran Bretaña decimonónica, soportando jornadas laborales de 14 horas, dedicaran su vida a perfeccionar minuciosamente la técnica del soneto», apunta Russ en el texto. Mientras las casadas asumían en soledad el cuidado del hogar –algo que inexplicablemente sigue estando de moda–, lo máximo a lo que podía aspirar una soltera era trabajar como institutriz, donde también se cosía y se lavaban los platos. ¿Cobrar por escribir? Charlotte Brontë se embolsaba 20 libras al año, cinco veces el precio de lavar el vestuario de una criada. Emily Dickinson no tenía un céntimo, «se lo pedía a su padre para poder comprar libros». Sylvia Plath se levantaba a las cinco de la mañana para poder escribir y Marie Curie se ocupaba de la limpieza, la compra y el cuidado de sus hijas mientras su marido se encerraba a lo suyo.

Y no solo en otras épocas: a la novelista Quinn Yarbro un editor que le debía dinero le dijo que por qué no le pedía más a su marido y así todos contentos. La ecuación de mujer-familia-creación sigue sigue sin despejarse, incluso tras la muerte de Russ. Hanya Yanagihara, autora de Tan poca vida y editora del T Magazine del New York Times, comentaba recientemente en el podcast Unstyled que, sin hijos y sin pareja, puede permitirse escribir por las noches a partir de las 21.00 horas al volver de la redacción. Zadie Smith ha puesto sobre la mesa en más de una ocasión el eterno debate (y doble rasero) sobre maternidad y escritura y cómo, además, se utiliza la carta de la crianza para desmerecer los escritos de las madres: «¿Son los cuatros hijos de Michael Chabon un problema para él, o solo para su mujer, la escritora Ayelet Waldman?».

Hanya Yanagihara, autora de ‘Tan poca vida’ y editora del ‘T Magazine’ de The New York Times.
Hanya Yanagihara, autora de ‘Tan poca vida’ y editora del ‘T Magazine’ de The New York Times.Getty

¡Cómo va a escribir eso una mujer!

Los prejuicios sobre las posibilidades de la mente femenina no quieren extinguirse. A Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle, le acusaron de contratar a un escritor fantasma para escribir su obra «porque escribía de temas que estaban fuera de su alcance». Cuando se escribió la crítica de Jane Eyre en 1848, Percy Edwin Whipple consideró que la habrían escrito dos personas (un hermano y una hermana) porque «existen detalles en los pensamientos y emociones de la mente de una mujer que… a menudo pasan desapercibidos para una escritora».

Mario Praz estaba convencido de que Mary Shelley solo pudo escribir Frankenstein porque ella debía ser una especie de ectoplasma chupóptero: «la autora era un medio transparente a través del cual pasaban las ideas de aquellos que estaban a su alrededor». La propia Russ indica que a Ursula K. Le Guin, en los ambientes literarios, muchos editores reputados la tomaban por un «un buen escritor», asumiendo que era un hombre. ¿Cómo iba a escribir distopías de éxito una mujer?

Vale, escribe bien. ¡Pero no debería haber escrito eso! ¡Será indecente!

A muchas escritoras no se les ha perdonado crear arte exponiendo su intimidad o trasgrediendo las convenciones sociales. Recuerda Russ que sobre Jane Eyre «muchos críticos admitieron sin rodeos que pensaban que si un hombre hubiese escrito el libro sería una obra maestra, pero que al haber sido escrito por una mujer resultaba escandaloso y repugnante». La autora considera que si en el siglo XIX se utilizaba la «indecencia» como dardo contra las autoras que traspasaban límites, ahora toca enfrentarse al adjetivo de «confesional». La escritora Julia Penelope defiende que se trata una etiqueta peyorativa que combina dos ideas: «que lo que se ha escrito no es arte y que dicha escritura es vergonzosa y demasiado personal». ¿Por qué, se pregunta Russ, no se considera a Rousseau o a San Agustín como creadores confesionales? Erica Jong está convencida de que «se ha convertido en un término despectivo para las mujeres, en una etiqueta sexista aplicada a la poesía femenina».

Vale, sí; lo escribió ella y está muy bien, pero es que es anómala, no encaja

¿Por qué cuesta ver a mujeres incluidas en antologías? Según Russ, porque la historia de la literatura ha querido aislarlas, despojándolas de herederos, influencias o tradiciones. Mujeres que se presentan como fallos del sistema, fuera de lo común, como pasó con la poesía de Dickinson. También defiende que estamos entrenados para ver a grupos mayoritarios de hombres que «tanto en los negocios como en la calle, los grupos en los que las mujeres constituyen realmente el 50% tienden a parecer formados por más de un 50% de mujeres». O como resume con la sabiduría popular de las académicas de su época: «Si somos solo dos mujeres en una sala, mejor que no nos sentemos juntas o pensarán que nos estamos adueñando de la reunión».

Joanna Russ.
Joanna Russ.

Pero si solo tiene un libro bueno, ¿no?

Muchas de las grandes escritoras sobreviven en el imaginario colectivo con el síndrome del one hit wonder. Russ lamenta que en sus clases de literatura la amplia mayoría de sus alumnos confirmasen desconocer otros títulos de la obra literaria de sus autoras más allá de haber leído Frankenstein, Jane Eyre o Cumbres borrascosas . ¿Si pasa con Shelley o las Brontë, qué pasará con las que no han logrado pasar esa criba que las sitúa en la universalidad del arte?

Cómo va a ser buena escribiendo, ¡si cuestiona mi forma de vida!

Russ ya predijo el debate sobre los «ofendiditos» y «lo políticamente correcto» que inunda el debate virtual. Ella lo tenía claro: la literatura universal ha estado dominada por un grupo (masculino y blanco) por lo que «es inevitable» que ese grupo dominante se vea como único «modelo para ‘las relaciones humanas normales'». Como tal, esos hombres blancos que dominan la crítica literaria lucharán encarecidamente por no perder su poder e introducir relatos que cuestionen su hegemonía. La pedagogía de la crítica feminista de los años 70, tratando de romper con lo que se consideraba como una «distorsión de la historia» en la que «se ha ignorado la vida privada de la mitad de la raza humana», lo intentó y no fue bien recibida por esa clase dominante. Russ vislumbró con acierto un panorama venidero, recurriendo a palabras de Vonda McIntyre: «Ahora mismo hay un montón de clásicos literarios o de cine que nos resultan insoportables… debido a los supuestos sexistas que subyacen. Creo que en unas cuantas generaciones serán o incomprensibles o tan ridículos que a la gente le harán hasta gracia». En esas andamos, pero sin aparente concordia, 35 años después. Pregunten a José María Cano.

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