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Ni virgen ni hetero ni santurrona: la nueva guía de supervivencia en una peli de terror

La trilogía slasher del verano ‘Fear Street’ y una nueva hornada de directoras refresca los arquetipos de las heroínas femeninas en el terror.

Su grito no le salvó: Maya Hawke, la primera víctima de 'Fear Street 1994'.
Su grito no le salvó: Maya Hawke, la primera víctima de 'Fear Street 1994'.Netflix

(Aviso: en este artículo hay spoilers de la trilogía ‘Fear Street’)

Una lesbiana no sobrevive a una matanza adolescente. ¿No una sola, sino dos lesbianas felizmente enamoradas? Ni por asomo. Hasta ahora, todo buen fan del slasher entendía que, como certificó popularmente Randy en Scream (1994)las tres normas para sobrevivir a una peli de terror pasaban por no practicar sexo, no consumir drogas o alcohol y no decir «enseguida vuelvo» porque entonces nunca volverías con vida. A Randy se le olvidó añadir una cuarta y no menos crucial: no ser queer. Por algo el tropo ‘entierra a los gays‘ o el síndrome de la lesbiana muerta lleva décadas analizándose una y otra vez en la cultura pop. Todo aquel que haya prestado atención a este subgénero del terror sabe que, en el exclusivo club de la final girl, el camino para aguantar viva hasta los títulos de crédito rara vez admite a aquellas que no sean heteros blancas, vírgenes y bastante santurronas.

Ni Sam (Olivia Scott Welch) ni Deena (Kiana Madeira) están dispuestas a que las entierren por lesbianas en ‘Fear Street’ 1994.
Ni Sam (Olivia Scott Welch) ni Deena (Kiana Madeira) están dispuestas a que las entierren por lesbianas en ‘Fear Street’ 1994.Netflix

No es así en Fear Street, la trilogía slasher que Netflix ha estrenado este verano con dirección de la estupenda Leigh Janiak (Honeymoon) inspirada en la saga literaria de R. L Stine. Ambientadas en tres fechas distintas (1994, 1978 y 1666), las tres películas, además de estar conectadas por una maldición sobre una ciudad, reivindican una historia de amor lésbico con final feliz que derroca el mito de que solo puede quedar una.

Janiak, que recordaba las novelas de Stine «muy blancas y muy heteros», reivindica en el centro de la historia a una adolescente lesbiana negra, muy poco normativa y segura de sí misma, Deena (Kiana Madeira). La heroína de esa trilogía mantiene en los años 90 una relación con Sam (Olivia Scott Welch), una chavala con sus propios traumas por el qué dirán, obsesionada con encajar socialmente y bastante reacia a salir del armario. Deena estará dispuesta a salvar su relación a cualquier precio y no tener que enterrar a su novia, afectada por la maldición que una mujer instauró sobre su pueblo en 1666 después de ser sacrificada por, precisamente, no ser hetero y ser señalada como «bruja» por no encajar en los parámetros de la época. Toda una declaración de intenciones con una banda sonora de órdago –aquí suena desde Garbage a Portishead pasando por Cypres Hill o Nine Inch Nails– que busca derrocar los pilares heteronormativos de la cultura de las heroínas del terror, siguiendo la senda que han abierto otras directoras como Jennifer Kent (The Babadook), Amy Seimetz (She dies tomorrow) o Ana Lily Amirpour (Una chica camina sola de noche).

En ‘Fear Street: 1666’, las lesbianas luchan por su vida contra los que las tratan de brujas.
En ‘Fear Street: 1666’, las lesbianas luchan por su vida contra los que las tratan de brujas.Netflix

Quién rompe la brecha del grito

En una parte de Reina del grito (Blackie Books, 2021), la crítica de cine y periodista Desirée de Fez escribía sobre su admiración por las heroínas del terror. La autora analizaba el rol de las scream queens o reinas del grito, aquellas expuestas a la barbarie, protagonistas sometidas a las atrocidades que se desgañitan en pantalla, en un instante eterno, ante la posibilidad de ser asesinadas. Mujeres que hicieron de sus chillidos un género en sí mismo, como Jamie Lee Curtis en la saga Halloween, Asia Argento en buena parte de su carrera o Janet Leigh en PsicosisHalloween H20: «Las envidio por su capacidad de frenar la acción en medio del caos, hacer que la atención se concentre en ellas y obligar a los culpables de su desesperación o de su miedo a que las escuchen. […] Pagaría para que, cada vez que no puedo abrocharme el botón del pantalón, me da plantón la canguro o pierdo la mañana reclamando el cobro de una factura de veinte euros, todo se detuviera, la cámara me enfocara y pudiera gritarle al mundo mi enfado y mis miedos como si me fuera la vida en ello», escribía.

¿Qué mujer puede gritar en una peli de terror? ¿Quién ostenta el poder de pararlo todo, centrar la atención de todos y hacer conscientes al resto de la angustia y desesperación de la protagonista? Eso mismo se pregunta Celia Mathisson en La brecha del grito, un interesante ensayo publicado en la newsletter de Roxane Gay donde la periodista pone orden histórico a las desigualdades entre las scream queens, expone las problemáticas del discurso de empoderamiento a la supervivencia femenina desde Scream hasta Midsommar y traza paralelismos con el privilegio social de la queja y la ira visible en el día a día que ostentan ciertas mujeres a las que siempre les irá todo bien, las Karen, mujeres blancas y acomodadas que desde su certidumbre económica y social se sienten legitimadas para expresar su ira, clasista y racista en la mayoría de ocasiones, sin ningún tipo de contemplaciones.

Jamie Lee Curtis, la reina del grito por antonomasia.
Jamie Lee Curtis, la reina del grito por antonomasia.

«Una mujer blanca gritando es un truco en el que nunca dejaremos de caer», escribe Mathison al respecto y añade que «mientras las negras debemos pasar nuestras vidas evitando cualquier vestigio de ira para que los blancos no se sientan incómodos y nos etiqueten como peligrosas, el grito de la mujer blanca es un autoplacer legítimo». En su texto, la autora también tiene cera para aquellos directores que han convertido al grito femenino en una estrategia reduccionista, en un clickbait fílmico barato para acotar las emociones femeninas. «Ese grito no es solo el resultado inevitable de una mujer agotada por la mirada masculina. Es la prueba mercantilizada de la imaginación limitada de los guionistas (hombres) para expresar las emociones de las mujeres, un recordatorio de que hoy en día todavía, a los ojos de los hombres, somos histéricas de forma innata».

Cuando Carol J. Clover se inventó lo de la «final girl» en 1992 en el libro Hombres, mujeres y sierras mecánicas: el género en el horror moderno y la describió como la superviviente del slasher, aquella que solía ser morena, con nombre unisex, que pasaba del sexo y que no tomaba alcohol o drogas, un buen puñado de directores intentaron revertirlo: Sidney Prescott en Scream practicaba sexo y sobrevivía, en The Final Girls se jugaba en clave cómica con el guiño metafílmico de las vírgenes supervivientes y Buffy murió dos veces y no se privó de nada en Buffy, la cazavampiros.

¿Pero qué hay del resto? «Fear Street responde a la pregunta perfectamente: esta trilogía existe porque rechaza priorizar a las heroínas heteros y blancas del pasado. El corazón de la historia son mujeres queer y, al hacerlo, subvierte la narrativa de la final girl y se enfrenta al síndrome de la lesbiana muerta», escribía Alani Vargas en Bitch sobre el nuevo paradigma que la trilogía ha establecido. Un horizonte que da alas a la imaginación y donde no hay atajos de supervivencia posibles solo para unas pocas.

¿Quién quiere a una final girl pudiendo tener a dos como en ‘Fear Street’?
¿Quién quiere a una final girl pudiendo tener a dos como en ‘Fear Street’?Netflix

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