_
_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las fotos nostálgicas de las afganas en minifalda siempre vuelven

O cómo la vestimenta femenina se instrumentaliza como baremo político sobre el acceso real y pleno a las libertades sociales, económicas y culturales de las mujeres.

La foto de la discordia: mujeres en Kabul, en 1972, vestidas con minifaldas.
La foto de la discordia: mujeres en Kabul, en 1972, vestidas con minifaldas.Laurence BRUN /Gamma-Rapho via Getty Images

Pasa cada vez que Afganistán está en el centro del debate geopolítico. La minifalda, una prenda que es símbolo innegable de libertad y emancipación femenina, monopoliza el debate. Las fotografías de las universitarias paseando con esa prenda por Kabul en 1972 se viralizan y reproducen sin descanso por feeds y chats grupales, secuestrando nuestra atención y enarbolándose como símbolo de libertad frente al terror y retroceso sociales de derechos que supone el avance talibán. Pasó en 2013 en Reddit, en 2017 a propósito de una decisión presidencial de Donald Trump sobre la presencia de EE UU en el país y ha vuelto estas últimas semanas con la retirada de la misión diplomática en Afganistán, la caída de Kabul y el anuncio de un nuevo gobierno talibán.

El efectista golpe visual de ‘minifaldas vs. burkas’ para reducir a una imagen las connotaciones de un conflicto internacional ha vuelto a ser el meme estrella de las redes en las últimas semanas, sin importar el filtro burbuja de los usuarios o el país occidental desde el que se conectaran. Básicamente, estaban por todas partes y hasta se coló algún fake en el furor global por reclamar las piernas al aire. «Los medios están obsesionados con esa foto de las minifaldas… En mi experiencia las afganas están más preocupadas por la educación o la sanidad que por lo que llevan puesto o en la cabeza», expresó con cierta irritación hace unos días la codirectora de la división de Derechos de la Mujer en Human Rights Watch (HRW), Heather Barr, en una entrevista a Patricia Gosálvez en El País frente a la proliferación en redes sociales y medios de comunicación, una vez más, de estas fotos.

Abril de 1979: mujeres paseando por Kabul con atuendo occidental.
Abril de 1979: mujeres paseando por Kabul con atuendo occidental.François LOCHON/Gamma-Rapho via Getty Images

Esa fascinación por la vestimenta setentera de las afganas no es una novedad y ha sido crucial en el destino del propio país. Cuarenta y cinco años después de la instantánea, las tres minifaldas de tablas que captó con su objetivo Laurence Brun en Kabul (la foto que ilustra el inicio de este artículo) sirvieron como gancho para convencer a Trump de que, pese a lo que había anunciado por activa y por pasiva en su campaña presidencial, las tropas estadounidenses sí debían permanecer en Afganistán. Lo desveló en 2017 The Washington Post, cuando anunció que el entonces presidente de EE UU fue persuadido para enviar más tropas al país gracias a esa fotografía que le mostró en una reunión su asesor de seguridad, Herbert Raymond McMaster, «para convencerle de que no era un país sin esperanzas» y que los valores occidentales sí habían estado presentes en el pasado.

El uso político de la prenda alimenta grupos ideológicos desde hace años. Esa imagen y la de otras mujeres con vestimenta occidental en diversas urbes en la etapa soviética del país, tal y como apuntó entonces la directora de alcance digital del Global Investigative Journalism Network (Gijn), Rosalyn Warren, son estampas «ampliamente compartidas en grupos antislamistas en la red». «Esas fotos de la mujeres afganas en minifalda siempre se hacen virales en espacios de extrema derecha porque la gente que las comparte son algunos de los mayores apoyos de Trump», escribió al respecto la propia Warren en una tribuna en The Guardian, donde añadía: «Cuando se trata de las fotos de las mujeres afganas, el contexto es clave. Las fotografías selectivas que muestran a mujeres de diferentes partes del país (ciudad y campo), procedencias y clases sociales no pueden comenzar a representar con precisión la realidad que las mujeres han enfrentado en Afganistán durante los últimos 40 años o más».

Uno de los textos que ha vuelto a las estas semanas ha sido el ensayo La militarización de la nostalgia: cómo las minifaldas afganas se convirtieron en el último salvavidas en la guerra contra el terrorismo, un texto que escribió en 2017 el periodista Alex Shams a propósito de la controvertida decisión de Trump. Allí no solo repasaba el relato político de la nostalgia por un futuro mejor que se ha hecho a través de esas imágenes, también recordaba que no era la primera vez que la ropa de las afganas se utilizaba para justificar operaciones militares (en 2001 la congresista republicana Carolyn Mahoney vistió un burka azul en la cámara estadounidense para pedir la intervención estadounidense) y se preguntaba por qué los no afganos solo se preocupan de aprender sobre Afganistán únicamente cuando hay mujeres en minifalda envueltas. «En lugar de definir las libertades de las mujeres en términos de derechos sociales, políticos y económicos, como el acceso a la sanidad y demás servicios, esas posiciones reducen la «libertad» a cuánta piel se está enseñando o no se está enseñando. Una fotografía, de repente, se convierte en el elemento que decide qué mujeres son libres y cuáles no lo son», apuntaba entonces Shams, alineándose con el pensamiento que expresó Heather Barr hace unos días y de otras reporteras que han trabajado en la zona.

Jóvenes en Kabul en una imagen de 1967.
Jóvenes en Kabul en una imagen de 1967.Getty Images

“La historia de Afganistán en las últimas décadas es un ejemplo de cómo las mujeres –y el control que se ejerce sobre ellas– siempre ha estado en el núcleo del conflicto”, escribía en 2014 la periodista sueca Jenny Nordberg en Las niñas clandestinas de Kabul (traducida por Capitán Swing 2017), la investigación periodística que realizó para descubrir al mundo el fenómeno de las bacha posh, niñas que se comportan y se visten públicamente como niños para vivir con más libertad, una tradición instaurada en Afganistán desde mucho antes de la invasión talibán o rusa, pero del que no existía un registro o un archivo documental.

«Los occidentales no suelen entender bien Afganistán», explica Nordberg al teléfono preguntada por el peso de las instantáneas de las afganas en minifalda en el relato mediático y viral de los últimos días.»Cuando veo esas fotos pienso en los rusos y cómo prometieron lo mismo que los americanos. Por supuesto que las mujeres deben vestir lo que ellas quieran vestir, pero también es importante destacar que esas imágenes estaban hechas en Kabul. Y Afganistán no es Kabul. La mayor parte de Afganistán vivía en la pobreza y era muy tradicional, esa libertad no se vivió igual en todo el territorio», destaca.

Ese desconocimiento sobre la situación de las afganas por parte de occidente lo ejemplariza la propia Nordberg al recordar cómo las expertas occidentales en género que habían llegado al país después de 2001 para impartir cursillos de igualdad ignoraban el caso de las bacha posh. Ninguna sabía que estuviese normalizado y fuese un secreto a voces que las niñas se raparan y se vistieran de niño para poder trabajar, ir a la escuela en zonas rurales, para ser más libres o para, directamente, traer honor a una familia en la que solo habían nacido niñas en pleno siglo XXI. «Cuando me acercaba a ellas me decían: ‘Oh no, esto no puede estar pasando, tendríamos constancia’, pero pasaba, y era un secreto a voces por todo el país», recuerda.

La minifalda y el optimismo de un país

Erigida en símbolo de la libertad y emancipación femenina, nadie en su sano juicio se atrevería a poner en duda de que la minifalda es mucho más que una simple prenda del armario femenino. Es la herencia de reivindicación hedonista y de libertad que Mary Quant dio a las mujeres, al ponerla de moda en Londres a mediados de los 50, refrescando de un tijeretazo los códigos juveniles y marcando distancia con la depresión de la postguerra de la generación anterior. También fue la apuesta que Courreges popularizó en París para airear los patrones conservadores de la costura francesa, una postura que irritó profundamente a monsieur Dior y a Coco Chanel, que consideraba que la mini desprendía a las mujeres de las formas femeninas y las convertía en chiquillas y que hasta provocó manifestaciones por la capital británica con jóvenes reclamando el derecho a enseñar pierna.

La minifalda tiene tantas connotaciones sociales que, como bien explicó Patricia Rodríguez en este reportaje, hasta se han desarrollado estudios para probar si era cierto aquel mito que aseguraba que cuánto más corto es el bajo de la falda en sus calles, mejor le va a un país en su desarrollo económico. Lo que se encontró tras analizarlo: tras una crisis económica la falda se alarga y cuando la situación mejora, se acorta.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_