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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué a las mujeres se nos educa para ser yonquis del amor

Nuestra educación idealiza al amor como la última fantasía de salvación femenina. Ellas se entregan sin esperar nada a cambio. El deseo femenino se aparca y traslada en beneficio de la mirada masculina, ¿por qué?

Collage de Ana Regina García.
Collage de Ana Regina García.

En la adolescencia, las conversaciones con amigas no pasaban el Test de Bechdel/Wallace. Mi diario tampoco. El test de Bechdel evalúa si los personajes femeninos de una película o libro, cuando hablan entre sí, lo hacen de algo que no sean hombres.

Nosotras no lo cumplíamos ni de lejos. Estábamos todas con la cabeza y el cuerpo metidos en una intensidad romántica, obligadamente heterosexual, abrumadora. Andábamos como medio drogadas, muertas de placer cuando conseguíamos la atención de nuestros machitos en ciernes. Muertas, también, de miedo al rechazo y a no ser suficiente no solo para ellos sino para nosotras mismas y nuestro entorno social. No se trataba solo de amor o de andar ligando con chicos; a muchas, los chicos nos importaban bastante menos de lo que creíamos. Se trataba en gran parte de ocupar un lugar decente dentro del grupo, de sentirse importante. Era, por otro lado, como haber encontrado la droga definitiva. El amor romántico se había colocado de un día para otro en lo más alto de nuestra recién estrenada pirámide de prioridades.

Incluso antes de aprender a hablar ya se nos había inculcado, una y mil veces, tanto desde dentro de nuestra familia como desde el entorno más inmediato, lo que teníamos que hacer para que se nos quisiera: “Estás preciosa cuando sonríes”; “Qué buena es esta niña”; “Dale un beso a la vecina”; “Sé cariñosa con tus amiguitos”; “Venga, ponte guapa”.

Se nos conduce, sin querer pero queriendo, por el sendero de baldosas rosa chicle que ha de convertirnos en deseables Princesas Disney. Princesas ideales que aman desinteresadamente mientras reprimen, muy bien reprimida, toda posible agresividad. Princesas de fantasía, cortadas a medida para el sistema patriarcal.

Shulamit Firestone explica en su libro La dialéctica del sexo una cuestión básica para comenzar a pensar sobre cómo el amor romántico se ha colado en el centro de nuestras vidas: «El pánico que sentimos cada vez que algo amenaza al amor es una buena pista para comprender su importancia política». Pero ¿por qué tantísimo miedo a no ser queridas?

Nora Levinton, psicoanalista feminista y Doctora en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid, explica también en su libro El Superyó femenino cómo las niñas vamos a recibir una consigna clara durante nuestra infancia: para conseguir el amor de los demás tienes que ser «buena».

También las ficciones que nos chupamos en nuestra adolescencia nos hablan de amor intenso y desesperado, de la necesidad de encontrar una pareja para completarnos como personas. Vamos por la vida con la amabilidad, la seducción, los cuidados, los afectos y el saber estar clavaítos en el pecho como si fueran dagas. Mandatos como “tienes que ser buena para que se te quiera”, asegura Levinton, nos enseñan que la pérdida del amor es uno de las peores penas con las que la vida puede castigarnos. ¿Qué sería de nosotras de no encontrar el amor en nuestras vidas? Y así es como acabamos la mayoría, medio alienadas con la excusa de amar.

¿Dónde queda nuestro deseo entre tanto mandato?

Cuando a las personas socializadas como mujeres se nos ensanchan las caderas y nos crecen las tetas, de un día para otro nos topamos con la mirada de un señor, normalmente un baboso, que nos sexualiza así, de golpe y porrazo. La sexualidad nos llega de la mano del primer salido de turno que se cruza en nuestro camino.

Como explica Emilce Dio Bleichmar, psicoanalista y doctora en medicina, en Mujer y salud mental: Mitos y realidades, la sexualidad irrumpe en nuestra vida a través de la mirada lasciva de un hombre adulto interrumpiendo el desarrollo de nuestro propio deseo. Las mujeres aprendemos que estamos en el mundo de alguna forma para ser miradas y deseadas, y asumimos que nuestro valor como personas reside, en gran medida, en lo deseables y en lo buenas chicas que seamos.

Todo esto ejerce un gran peso sobre el desarrollo de nuestra identidad. Sin comerlo ni beberlo podemos llegar a pasarnos la vida atentas de lo que los demás ven en nosotras, pendientes de su aprobación, en un perpetuo estado de autovigilancia. Corriendo el peligro de medirlo todo en relación de la existencia o no de amor: si me hacen caso me quieren, si no me hacen caso me odian; si me quieren siento que soy valiosa, si no me quieren es que soy una mierda seca. Esto, queridas, es un atolladero de los buenos, pero gracias a las diosas que existe una herramienta llamada feminismo que nos ayuda a meditar sobre este amor que nos tiene atadas a la pata de la cama.

La autora, Anna Jónasdóttir, en su libro El poder del amor, sostiene que el patriarcado se ha sustentado, a lo largo de la historia, a base de lo que ella llama el “capital del amor”, que vendría a ser el amor que las mujeres han entregado a los hombres y que les ha sido expropiado como una especie de plusvalía a beneficio de las empresas y el Estado.

Las mujeres, sobre cuyos hombros ha recaído históricamente el cuidado de los hijos, de los mayores y del hogar, también han tejido la estructura invisible que, sin ser reconocida, ha sostenido el peso del sistema capitalista. Estos cimientos han permitido que la vida de los hombres pudiera entregarse por completo al trabajo (o la guerra) y llenarse de logros profesionales y beneficios económicos que, mientras tanto, quedaban fuera de nuestro alcance. Porque todo esto, señoras, resulta que lo hemos hecho gratis. Bueno, no. Lo hemos hecho “por amor”.

Yo no tengo nada en contra de los cuidados. Qué bien cuidar, qué trabajo más bonito, que “los cuidados son la estructura que sostiene el mundo”, nos repetimos las feministas, pero también te digo, amiga: Qué bien ser cuidada y poder elegir dónde y hacia dónde quiere una dedicar su fuerza de trabajo.

El amor romántico y monógamo ha sido naturalizado. Hablamos del amor como si fuera algo mágico; un paseo por las nubes, con hadas y elfos. Aceptamos que es intrínseco al ser humano; que es la fuerza que mueve el mundo y por ello no sentimos, quizá, la necesidad de pensar sobre cuáles son los mecanismos que lo sustentan.

Pero más nos valdría salir del hechizo y sentarnos a pensar sobre cómo actúa el amor y qué supone relacionarnos en la manera que lo hacemos. Esta supuesta magia supone que, cuando se ama, se hace a lo bestia y no se puede pedir nada a cambio, sobre todo las mujeres.

Jean Baker Miller, psiquiatra, psicoanalista, feminista, y autora de Hacia una nueva psicología de la mujer asegura que “un rasgo central de la mujer es que mantiene, erige y se desarrolla en un contexto de vínculo y afiliación con los demás. El sentido de identidad femenino se organiza alrededor de la capacidad de crear y mantener afiliaciones y relaciones…” Y esto, aunque pueda parecer bonito, arriesga convertir los cuidados de los demás en una cárcel para nosotras.

Es muy triste, y desagradecido, dedicar tu vida a un trabajo forzado o cuando menos involuntario que es continuamente denostado e invisibilizado. Dejar a un lado nuestro propio cuidado, para esmerarnos en el de los otros, parecía ser el precio de garantizarnos el amor de los demás. De no hacerlo, pasaríamos inmediatamente a ingresar en las filas de las otras, las malas de la película: las putas, las zorras, las malas madres, las estiradas, las estrechas, las marimachos, las histéricas, las que nos estamos buscando un guantazo, etc.

El amor como fantasía de salvación

Mari Luz Esteban, antropóloga en la UPV y autora del ensayo Crítica del pensamiento amoroso, cuenta como el amor es presentado en nuestra sociedad como algo que nos moviliza a vincularnos de forma totalmente desinteresada, sin pedir nada a cambio. De hecho, no está bien visto que las mujeres pidamos cosas a cambio del amor y los cuidados que ofrecemos. Pero debemos tener en cuenta que estamos siendo conducidas a dar algo de forma desinteresada cuando vivimos en una sociedad plagada de conflictos y desigualdades que obviamente hacen esa entrega marcadamente injusta.

Nora Levinton insiste: “Lo que es norma o imperativo externo se incorpora a la subjetividad, convirtiéndose en ideal que moldeará el deseo”, o lo que es lo mismo: que todos estos mandatos que recibimos desde pequeñas acaban formando parte del mapa de lo que somos y deseamos ser.

¿Te imaginas la que se hubiera montado si en lugar de habernos tragados todas esas ficciones en las que las mujeres somos débiles desesperadas por recibir amor tuviéramos nuestra cabeza poblada de historias en las que el compromiso, la igualdad, la justicia, la autonomía, y la preocupación por lo común hubiera sido lo central?

¿Te imaginas cómo sería el mundo si nos hubieran enseñado tanto a hombres y mujeres que los cuidados son fundamentales para la supervivencia del grupo y por tanto deberían estar en lo más alto de nuestra escala de valores?.

El amor se presenta como el súmmum, como una fantasía de salvación: “El amor salvará el mundo”. No lo hará la justicia, la libertad, ni el compromiso, no. Va a ser el amor, chicas. No os preocupéis con otras movidas. Vosotras centraditas en el salseo.

No creo que el amor haga que todo cambie. Quizá tengamos aún mucho que pensar sobre cómo está montado el chiringuito para poder cambiar las cosas. Quizá tengamos que empezar a pensar que se puede ser justa y cuidar de los demás sin sentir amor. Quizá podamos aceptar que se puede cuidar de forma interesada para mantener el bienestar común del grupo que nos rodea y hacer posible nuestra supervivencia. Quizá ya sea hora de liberar a las adolescentes del infierno de la droga amorosa, que nos tiene media vida yonkis del dramón romántico.

*Jara Aithany Pérez es psicóloga, pasa consulta en Therapy Web y coordinó el proyecto En El Fango.

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