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Olivia Sudjic sobre Elena Ferrante: por qué fascina el fenómeno de la escritora que no tiene cara

La personalidad literaria de Ferrante es un espejo para la sociedad, no una duplicidad o una estrategia de marketing.

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Collage de Ana Regina García sobre fotografía de Antártica

El título de la última novela de Elena Ferrante, La vida mentirosa de los adultos  aborda temas subyacentes en todos sus libros a la vez que hace un guiño a cómo la autora gestiona su propia relación con el mundo editorial. Envuelta en misterio hasta el anuncio de su lanzamiento, la confirmación de que se iba a publicar fue un alivio para los que, como yo, temimos por el destino de los escritos de Ferrante después de que el periodista Claudio Gatti intentase en 2016 desvelar la auténtica identidad de la autora. Ferrante amenazó con no volver a escribir más si su secreto quedaba al descubierto. El empeño de Gatti, descrito por muchos como acoso, podría haber supuesto el silenciamiento de una de las autoras contemporáneas que con más acierto explora los recovecos de la identidad femenina. Afortunadamente no ocurrió, pero aún así me pregunto si el libro no sería diferente de no haber tenido lugar ese escándalo. Ahora sus lectores nos vemos forzados a bloquear de nuestras mentes información que podría distraernos de lo que aparece estrictamente escrito en las páginas de sus novelas.

Desde Dan Mallory (más conocido como A.J. Finn) hasta Los viajes de Gulliver (las falsas memorias de Jonathan Swift) hay en la historia de la literatura una larga lista de escritores que han ocultado o manipulado la percepción de su propia identidad. Es inherente al oficio literario. Ya el mundo clásico usó la palabra «anónimo» para referirse a aquellas fuentes cuyo origen desconocía; una costumbre que Platón criticó duramente pues consideraba que podía llevar a engaños y manipulaciones. Pero esta costumbre también dio libertad a los autores, especialmente a las mujeres que usaban nombres masculinos para lograr que las publicaran.

En el clima contemporáneo de guerras culturales, qué autor escribe según qué historia y según qué tema es un asunto especialmente sensible. Por ejemplo, en respuesta al clamor crítico que generó American Dirt –un testimonio ficticio de inmigrantes mexicanos escrito por Jeanine Cummins, una autora blanca nacida en la base naval de Rota y criada en Maryland– su editorial se vio obligada a emitir un comunicado con disculpas tales como: «No deberíamos haber dicho que el marido de Jeanine es un inmigrante sin papeles sin especificar que es irlandés».

En este contexto, podría parecer que el interés en la biografía de Ferrante se justifica para evitar la apropiación cultural, pero esa es una discusión que está en un plano completamente diferente al que no entraré principalmente porque Ferrante es muy honesta sobre su voz en todo momento. Ella misma aclara que Elena Ferrante es una creación, una persona literaria, no una persona real. No hay birlibirloque. A diferencia de Mallory o Cummins, ella se ausenta precisamente porque cree que su presencia no es necesaria para el libro. Que en todo caso distraería. Ferrante no espera vender copias de su trabajo gracias a su propia historia. De hecho, está haciendo exactamente lo contrario: tratar de desaparecer para escribir algo puro. Cuando da entrevistas o escribe de su experiencia personal siempre dirige la mirada de los lectores hacia donde quiere: al arte de escribir y las injusticias en el mundo que enmarcan sus historias. Con su modus operandi incluso logra proteger a la comunidad sobre la que escribe.

En un mundo cada vez más impulsado por el deseo y la amenaza de la sobrexposición, asumimos automáticamente que el deseo de privacidad debe de esconder algo siniestro. Es el mismo argumento espurio que usan los gobiernos totalitarios: que si no tenemos nada que ocultar no tenemos nada que temer.

Aquellos que consideran el anonimato de Ferrante exagerado o un engaño han de ser conscientes de que la autora tiene tanto derecho a preservar su identidad como los políticos a exigir que la gente sea transparente con sus declaraciones de la renta. Dejando a un lado que la definición de ficción es una construcción, el único poder de los escritores es su mirada, su habilidad para escudriñar y ser observadores. La idea de que la estrategia artística de Ferrante es fraudulenta me enfurece en parte porque parece estar relacionada con uno de los pocos hechos biográficos que Ferrante nos brinda: que es una mujer. Esta es, por supuesto, la ironía última, ya que las dinámicas de género tóxicas son la columna vertebral de muchos de sus libros. Mujeres en las que no se puede confiar. Mujeres a las que se debe impedir que hablen. Mujeres cuyos asuntos privados inhiben la posibilidad de que las tomen en serio cuando emiten juicios. Esto, probablemente, explica que haya un periodista con tantas ganas de exponerla: el fin es evitar que desafíe ante los lectores el poder de hombres como él.

Desde el momento en que Ferrante analiza el mundo y sus dinámicas de género tóxicas, examinar su persona es una forma de intentar desacreditar lo que dice. Pero precisamente que intenten desacreditarla prueba su punto. Para Gatti, el anonimato de Ferrante, su repetida y clara negativa a los que pidieron que se dejase ver, fue en realidad una provocación velada. Sus libros eran ropa provocativa y había que arrancarla para encontrar pistas sobre el cuerpo femenino que hay debajo. Claramente, esto no es solo un problema en el mundo literario, es un problema del mundo que el universo literario refleja. Hacemos grandes esfuerzos para separar el arte del artista si el artista en cuestión es Woody Allen. Cuando una mujer afirma algo, ya sea que su historia es ficción o que es cierta, la reacción instintiva parece ser minarla y asumir que sabemos más. Ya sea que esté escribiendo un relato sobre algo que ocurrió o una historia absolutamente ficcionada, el foco no se posa sobre el mundo que ha creado o las cuestiones mundanas que plantee el texto, sino sobre ella.

La propia Ferrante tiene una opinión muy reveladora de la palabra «vigilancia». De sus personajes, Delia y Olga, escribe: «A las mujeres de generaciones anteriores las vigilaban de cerca […] y ellas se vigilaban a sí mismas, como carceleras de sus propias vidas, sin tener en cuenta sus propias necesidades. La palabra «vigilancia» ha adquirido muy mala reputación por culpa de la policía, pero no es una palabra fea. Contiene una metáfora contraria a la opacidad, a la muerte. Muestra un afán por sentirse viva. Los hombres han transformado la vigilancia en la actividad de un centinela, un carcelero, un espía, pero para mí es más una tendencia emocional de todo el cuerpo. Tengo mucho aprecio por las mujeres valientes que están alerta y vigilan lo que ocurre en sus vidas. Siento que son las heroínas de nuestro tiempo».

Ferrante comenzó a escribir mucho antes de la saturación digital, pero Internet está transformando esa vigilancia interna que se opone a los sistemas de control masculinos en algo que a menudo sirve a los intereses patriarcales de las empresas tecnológicas y a sus anunciantes.

Las apps de «empoderamiento» explotan y temen a las mujeres. Las corporaciones se hacen cada más ricas y poderosas gracias a los datos que genera ese autoescrutinio. La paradoja está servida. Los espacios públicos virtuales (algo que es un oxímoron ya que, incluso la Deep Web es de propiedad privada) amplían cada vez más las diferencias entre hombres y mujeres. Los trolls usan la pantalla como barrera protectora. Muchas escritoras se han quejado del efecto silenciador que tiene el discurso público online. Para luchar contra quienes las hostigan, quienes las acechan o quienes intentan silenciar sus voces, tienen a la vez que luchar contra empresas privadas para conseguir justicia.

Desde que publiqué mi primera novela, aprendí que escribir y publicar una novela son experiencias antitéticas. Además de las múltiples mentes ficticias que tenemos que albergar dentro de las nuestras, los novelistas ahora necesitamos personalidades divididas. Una para hacer frente a la intensa soledad e introspección que exige la escritura, y la otra para manejar la autopromoción y las reacciones online, sin las cuales un libro corre el riesgo de fracasar. Pero incluso como ciudadano privado y lector, es imposible evitar tal exposición. Pocos novelistas que comiencen ahora podrán tomar la decisión que tomó Ferrante. Cuanto menos dinero haya en la publicación, cuanto más extraño sea el concepto de privacidad, mayores serán las presiones de la autoexposición.

Antes de publicar mi libro, escribir una novela se me antojaba una forma de esconderme del mundo y mantener un control casi total de mi entorno inmediato. No evalué hasta qué punto la publicación podría afectar a mi vida personal. La posibilidad de terminar una novela, y más la de publicarla, parecía tan lejana que plantearme cómo iba a manejar la exposición pública me parecía presuntuosa e irrelevante. Si hubiera sabido más sobre Ferrante cuando empecé a escribir, quizá mi enfoque hubiese sido diferente.

No estoy hablando de la fama, que no es un problema que me afecte, sino de la brecha que se abre entre la persona pública y la privada y que nos afecta a todos los que vivimos en el mundo contemporáneo. Shoshana Zuboff habla del término ‘capitalismo de vigilancia’ y ella lo define como: «Un nuevo orden económico que reclama la experiencia humana como materia prima para prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas». Nuestra pasividad en torno a esta idea y la llamada paradoja de la privacidad (afirmamos que nos importa nuestra privacidad y luego hacemos clic mansamente en ‘aceptar’, dando nuestro consentimiento desinformado a cualquier app) sería el tipo de autoengaño que los personajes de Ferrante rechazan. Sus novelas son llamadas de atención al mundo que estamos creando, al igual que 1984 de George Orwell y Un mundo felizde Aldous Huxley.

La personalidad literaria de Ferrante es un espejo para la sociedad, no una duplicidad o una estrategia de marketing. A lo largo de las dos décadas que abarca su carrera literaria, los motivos que la autora ha esgrimido para su privacidad han ido desde la timidez y el miedo a la exposición pública, hasta el deseo de que su trabajo sea independiente, lo que la ha vuelto hostil a los medios de comunicación. Pero su razonamiento se ha distorsionado y tildado de«neurótico». Durante muchísimo tiempo las mujeres han sentido que eran invisibles y por eso, hay a quien, en la era del MeToo, no dar la cara puede parecerle un retroceso. Pero la decisión de Ferrante es un rechazo audaz y debe respetarse. Es la defensa de unos derechos fundamentales, cada vez más erosionados. Es un acto cada vez más radical, precisamente porque está en desacuerdo con el progreso tecnológico, que nos ha visto entrar sonámbulos en un mundo que no respeta la privacidad.

(Esta columna se publicó en la edición impresa del número 260 de S Moda)

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