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‘Resistencia bisexual’ y otros libros para salir del armario ‘bi’

Elisa Coll ha creado una revolución con su libro ‘Resistencia bisexual’, reimpreso en menos de un mes. Aprovechamos el torbellino para recomendar lecturas que tal vez nos ayuden a hablar libremente de nuestra propia experiencia.

Retrato de Susan Sontag, en 1989.
Retrato de Susan Sontag, en 1989.Getty (Getty Images)

En una entrevista concedida a The Guardian en el año 2000, Susan Sontag aseguró que en toda su vida se había enamorado de cinco mujeres y de cuatro hombres. La exposición y narración de su bisexualidad no resultaba una sorpresa, pues en el mundo cultural yanqui ya eran de sobra conocidas sus relaciones sentimentales con artistas y escritores de distintos géneros. Además, como podríamos leer algunos años después de su muerte en Renacida (Literatura Random House, 2011), los diarios de su adolescencia y primera juventud editados por su hijo David Rieff, desde la misma niñez Sontag sabía que su atracción por los chicos y las chicas era fluida. A los dieciséis se definía como bisexual, e incluso bromeaba con que a veces se tenía que forzar a interesarse por algunos hombres, para demostrarse a sí misma que verdaderamente lo era.

La definición exacta de la orientación sexual de Susan Sontag es algo que ha fascinado a los críticos de todo el mundo. No es raro encontrar textos sobre su dudas, ensayos sobre sus intermitencias y elucubraciones sobre si en realidad Sontag —incluso habiendo estado casada con un hombre durante casi una década— lo que tenía miedo de “denominarse claramente lesbiana”. En casi todos esos análisis no se contempla que precisamente la bisexualidad es un tabú. Una orientación infrarrepresentada en nuestro imaginario colectivo, en nuestra cultura y en nuestras charlas sobre afectos. La prisa de terceros por definir y redefinir a Susan Sontag acaba convirtiéndose en un peldaño más de la fobia que tantas veces mostramos hacia personas que, como la escritora y pensadora estadounidense, luchan por contar su verdad. Ella misma ironizaba así en 1949: «¡Estoy enamorada de enamorarme!»; y lo hacía, curiosamente, pocas páginas antes de narrar su encuentro en California con la mítica narradora Anaïs Nin, en una de sus conferencias sobre arte y psicoanálisis.

Ejercicios de Memoria Histórica LGBTQ+

Curiosa coincidencia, decía, la aparición física de esta escritora en la vida de Sontag, porque junto con otras autoras igualmente míticas como Simone de Beauvoir, Virginia Woolf, Hilda Doolittle, June Jordan, Edna St. Vincent Millay, Kate Millet o la mismísima santa madre Safo, Nin es una de las voces más claras a las que podríamos agarrarnos para tejer una historia literaria de la bisexualidad, incluso si ellas no se definieron por una etiqueta, sino que más bien edificaron ideas y crearon su arte hablando de sus oscilantes amores y deseos. Otra vez: la ausencia de representación, la fuga de referentes. O como prefiere llamarlo la escritora y activista Elisa Coll, la falta de Memoria Histórica LGTBQ+ que tanto en lo cultural como en lo social, nos ha dejado «un espacio inhóspito en el que se hace difícil construir una identidad».

Elisa Coll acaba de publicar Resistencia bisexual (Melusina, 2021), un ensayo a caballo entre la memoria y el reportaje periodístico, en el que con mucha inteligencia analiza algunos de los prejuicios más populares hacia la bisexualidad. Entrar en su libro es someterse a una serie de ejemplos y de reflexiones, que le hacen a una replantearse todo lo que sabía a propósito de su orientación. Al contrario que la jovencísima Susan Sontag, en su adolescencia Coll no sabía por qué le gustaban las chicas. Sentía que era una suerte de desvío, que admirarlas era un pasatiempo, y que el simple hecho de desear a chicas y a chicos se convirtió, hasta los veintimuchos, en una jaula.

Para Coll sólo fue posible salir del armario desde el enfrentamiento al miedo y a la violencia. Desde la lucha contra los estereotipos que le bloqueaban. Desde el activismo, la escritura, la comunidad y la investigación, porque más allá de cómo lo habían dibujado otras antes en la literatura, su orientación acarreaba una cascada de preguntas. ¿Por qué tantas personas identifican bisexualidad con promiscuidad? [Pero ojo, porque como bien señala la autora, ¿qué problema hay con ser promiscuas?] ¿Cómo debemos tratar nuestra salud sexual las personas bisexuales? ¿A quién recurrir cuando sufrimos burlas, acoso o violencia sexual? ¿Por qué nuestra experiencia se tiene menos en cuenta en el colectivo LGBTQ+? ¿Y qué hacemos con esa tendencia a sexualizarnos, a convertirnos en complementos, en juguetes, en unicornios o en categorías de app de ligues para las fantasías de la parejas heterosexuales?

Demasiadas preguntas, demasiados estereotipos, demasiada intención de borrado, tanto desde la heterosexualidad como desde la homosexualidad. Conocida es esa anécdota de Kate Millet, referente del feminismo francés, según la cual ella se vio obligada a declarar públicamente que era lesbiana, delante de otras compañeras feministas, que la acusaban de una suerte de traición, como si su bisexualidad fuera solo una equidistancia cómoda, una falta de compromiso con la gran causa. Por su parte, el crítico Michael Amherst mostró en el ensayo Las intermitencias del deseo. Sobre la verdad, la bisexualidad y el deseo (Melusina, 2019) una reflexión sobre la intolerancia hacia la bisexualidad de los hombres que me recuerda bastante al episodio de Millet: «La bisexualidad masculina se cuestiona tanto como la heterosexualidad como la masculinidad. Si los homosexuales y heterosexuales fiscalizan el binarismo con tanto rigor es con el objetivo de salvaguardar la ilusión de la heterosexualidad, así como si primacía y normalidad. Una sexualidad fluida supone un desafío al proponer que esas cosas no son inamovibles y tampoco constituyen una dicotomía. Abre la posibilidad a que no exista división».

¿Para qué sirven las etiquetas?

Al final, todo este rechazo no es más que falta de conocimiento, o la ausencia de la generosidad y la empatía que precisamos para comprender el deseo de lxs otrxs. Elisa Coll retrata esta bifobia a la perfección: «una cosa es que el deseo sea fluido y no rígido, y que las líneas que hemos marcado entre homosexualidad, bisexualidad y heterosexualidad sean difusas y cuestionables, y otra muy distintas es negar que una de esas categorías (que no por ser sociales son menos reales) esté sujeta a violencias estructurales específicas, despolitizándola y condenándola (como sigue ocurriendo) a no tener apoyo o credibilidad ante dichas violencias». De hecho, puede que de entre las muchísimas reflexiones subrayables de su ensayo, la más interesante esté en la defensa que hace de las etiquetas.

Una de las maneras más evidentes de atacar no sólo a la bisexualidad en sí, sino también al término que la define, es dudar de su existencia. Por eso no resulta muy diferente esta voluntad tan amplia por derribar la etiqueta “bi” que encontramos entre ciertos y ciertas activistas, de la de aquellos discursos trásnfobos que en las últimas semanas pueblan Twitter. Para algunas feministas, el debate sobre lo trans supondría un borrado de la lucha de “la mujer de verdad”. Del mismo modo, para algunas personas, la bisexualidad sólo es un invento “para borrar las luchas gays y lesbianas”. Hablar de algo tan cambiante y fluido como la orientación bi, nos estaría oprimiendo “en la obligación de definirnos constantemente”.

Pero como bien explica Coll, a veces las etiquetas y la ultradefinición sí que es necesaria, especialmente cuando se trata de visibilizar sensibilidades que están fuera de todos los radares, en el fondo de las más remotas periferias. Dice, jocosamente, en un fragmento: «Para mí, la función de la etiqueta no es representar una característica individual, sino el conjunto de violencias que me atraviesan o podrían hacerlo, independientemente de que me etiquete o no. Son un poco como como las varitas de Harry Potter: no es tanto que la elijas tú a ella, sino que es ella la que te toca a ti». Luego precisa: «Mucha gente sigue pensando que decir bisexual equivale a hablar de dos géneros o dos sexos, o que el prefijo bi refuerza la idea de que sólo existen dos géneros o dos sexos y esto se convierte a veces en razón para rechazar esta etiqueta y la historia que acarrea». Y para rematar Elisa Coll recupera esta cita de la activista trans Julia Serrano: «¿Puede alguien por favor decirme cómo el término bisexual refuerza de algún modo el binarismo y sin embargo gay o lesbiana no lo hace? La mayoría de las personas identificadas como lesbianas usan ese término para señalar que se emparejan con mujeres, pero no con hombres. La mayoría de los hombres gays usan el término gay para señalar que se emparejan con hombres, pero no con mujeres. Así que, ¿por qué no se acusa a los gays y a las lesbianas de reforzar la noción de que sólo hay dos géneros?».

Salir del armario bi

23 de mayo de 1949. Susan Sontag escribe en su diario una entrada de más de treinta páginas en la que narra su primera experiencia sexual con una mujer. En un momento dado, celebra: «mi concepto de la sexualidad está tan alterado, ¡gracias a dios!, la bisexualidad como la expresión de la plenitud de una persona». Luego fantasea: «Quiero acostarme con muchas personas. Quiero vivir y aborrezco la muerte». Y también remata: «¿Y qué soy yo ahora mientras escribo esto?»

Es imposible, como adelantaba en las primeras líneas, no hacerse esta y muchas otras preguntas después de leer a Elisa Coll. Y especialmente después de adentrarse en el capítulo introductorio ‘Lo que no se concibe’, donde cuenta con mucho mimo el largo proceso por el que llegó a definirse como bisexual y cómo el hecho de contarlo en un libro era, a su manera, parte de ese activismo literario que tanto le había aportado. Cuando cierro su libro, vuelvo a hacerme la pregunta de Sontag, aunque la pervierto. Resistencia bisexual, de hecho, es un ensayo que me regaló una amiga por la que probablemente sentí atracción hace años, aunque mi entonces larga relación hetero-monógama no me permitiera verbalizarlo.

«¿Y qué soy yo mientras leo esto?». ¿Y qué soy yo mientras acumulo libros de Hilda Doolittle, que amó a tantos y a tantas? ¿Y qué soy yo mientras me emociono con los poemas eróticos de June Jordan, dedicados a ellos y a ellas? ¿Y qué soy yo mientras releo Renacida, y me dejo llevar por el entusiasmo de una sexualidad libre? Lo que sí sé es que la historia personal de Elisa Coll, narrada de manera tan sencilla, casi a modo de susurro, me hace sentir un poco embustera. Mientras Coll llega a cada vez más lectores en nuestro país —acaba de salir de imprenta la segunda edición del libro, en apenas unas semanas desde su aparición— dando un paso adelante con la exposición de su salida del armario, yo apenas hablo en público de lo que me supuso, ya en la edad adulta, terminar con mi relación de toda la vida y empezar a acostarme con otro hombre, sí, pero también con otras mujeres. De acuerdo con lo que he leído en todas ellas, no debería tener miedo a nombrarme. Hacerlo, incluso, podría ayudar a otras personas a sentirse mejor consigo mismas. Podría ayudar a reformular etiquetas. O incluso podría ayudar a reivindicar esa Memoria Histórica que tanto preocupa a Coll. Porque aunque yo nunca vaya a tener la experiencia, ni la genialidad de Susan Sontag en aquella entrevista concedida a The Guardian en el año 2000, lo que puedo asegurar de manera rimbombante que en mis treinta años de vida amé a cuatro hombres y a una mujer. En otras palabras: sí, soy bisexual.

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